Lc. 8, 4-15.
Dios espera de nosotros un corazón bueno y bien dispuesto, que nos haga dar fruto por nuestra constancia. Ya en una ocasión el Señor nos había anunciado: Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié. Dios no quiere que seamos terrenos estériles, ni que sólo nos conformemos con aceptar por momentos sus Palabra; Él nos quiere totalmente comprometidos con su Evangelio, de tal forma que, sin importar las persecuciones, manifestemos que esa Palabra es la única capaz de salvarnos y de darle un nuevo rumbo a la historia. Siempre estará el maligno acechando a la puerta de la vida de los creyentes para hacerlos tropezar, pues no quiere que creamos ni nos salvemos; al igual podrá entrar en nosotros el desaliento cuando ante las persecuciones perdamos el ánimo para no comprometernos y evitar el riesgo de ser señalados, perseguidos e incluso asesinados por el Nombre de Dios; finalmente los afanes, las riquezas y placeres de la vida nos pueden embotar de tal forma que, tal vez seamos personas que acuden constantemente a la celebración litúrgica, pero sin el compromiso, sin renovar la alianza que nos hace entrar en comunión con el Señor y nos hace fecundos en buenas obras. Permanezcamos firmemente anclados en el Señor, de tal forma que, no nosotros, sino su Espíritu en nosotros, nos haga tener la misma fecundidad salvífica que procede de Dios y que hace de su Iglesia una comunidad donde abunda la Justicia, la verdad, el amor fraterno, la paz y la alegría, fruto del Espíritu de Dios que actúa en nosotros.