Hech 16, 22-34
El Señor había dicho a sus discípulos que sufrirían al igual que Él, persecuciones y contradicciones. El dar testimonio del Señor es seguir su propio camino de entrega y despojamiento como expresión de amor a Dios y a los demás.
Pablo y Silas, molidos a azotes, con los pies en un cepo, cantan himnos al Señor, ¿qué pensarían los otros presos al escucharlos?, ¿locos?, ¿fanáticos?
Con mayor razón pudieron ser tachados de esto mismo al no aprovechar la ocasión para huir.
La reacción del carcelero, «¿qué debo hacer?», es la consecuencia de tantas cosas extraordinarias.
Y luego el camino de la Iglesia, la evangelización, «les explicaron la palabra del Señor y el rito sacramental», «se bautizó él con todos los suyos», y el convivio familiar. La Iglesia se va construyendo.
Jn 16,5-11
Jesús está a muy poco tiempo de su muerte, los discípulos lo presienten y la tristeza los agobia.
De nuevo aparece la paradoja de la Pascua: de la muerte brota la vida, la gloria, de la humillación.
«Les conviene que Yo me vaya»; el don del Espíritu Santo es la coronación y el completamiento de su obra. Él es el testigo supremo cuyo testimonio será indispensable para que los apóstoles y los discípulos puedan darlo también.
El que está a punto de ser muerto con la muerte más dolorosa y humillante, el considerado blasfemo y pecador, el vencido y muerto, se va a convertir en el victorioso, en el viviente con una vida nueva y perfecta, en el Santo de Dios, santificador de sus hermanos. A esta alegría invita Jesús a sus discípulos. Nos invita a nosotros.