Jn 7, 40-53
Nicodemo era un fariseo, un rabino y un miembro del máximo tribunal que constituía el cuerpo gobernante supremo de los judíos. Su primer encuentro con Jesús y poco tiempo antes de los acontecimientos que se relatan en el evangelio de hoy, fue en secreto, durante la noche, porque Nicodemo tenía miedo de que su reputación se manchara frente a sus compañeros, puesto que todos ellos se oponían vehementemente a Jesús. En esta ocasión, sin embargo, tuvo el valor suficiente para poner de relieve un punto de la ley en favor de Jesús.
Después de la crucifixión, con más valor todavía, asistió a la sepultura de Jesús.
El Señor buscaba a los hombres que tuvieran, al menos, valor para defender sus convicciones, como era el caso de Nicodemo. Pero encontró muy pocos. ¡Qué grande debe haber sido su desilusión al saber que alguien por cobardía, tergiversaba las Escrituras para encontrar falsas razones contra El! ¡Qué grande debió de ser su tristeza al ver que muchos se acobardaban ante los fariseos!
Jeremías, en la primera lectura, fue un hombre muy valiente que, a pesar de compararse con un cordero llevado al matadero, mantuvo firme sus convicciones.
Lo mismo que Nicodemo o, mejor todavía, lo mismo que Jeremías, debemos tener el valor de sostener nuestras convicciones. Debemos ser testigos de Cristo ante los demás. No cumplimos con nuestra religión simplemente con la oración y los actos de culto, porque la Iglesia es , como lo expesa el Concilio Vaticano II, «la Iglesia en el mundo actual». La misión especial de los laicos es la de llevar a Cristo al hombre moderno. También el Decreto sobe el Apostolado de los seglares dice que eso lo hacen «mediante el testimonio mismo de su vida cristiana y las obras buenas realizadas dentro de un espíritu sobrenatural», aunque señala también que «un verdadero apóstol busca la oportunidad de anunciar a Cristo con palabras dirigidas, tanto a los no creyentes, con miras a conducirlos hacia la fe, como a los creyentes, con miras a instruirlos y motivarlos hacia una vida más fervorosa»
Ni el temor por nuestra reputación ni por nuestra seguridad debe ser una excusa para dejar de defender y proclamar a Cristo. El Señor quiere y necesita católicos que tengan el valor de sostener sus convicciones.