Viernes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 1-6

Jesús en este Evangelio nos enseña con su ejemplo que hay algo más fuerte que el legalismo, y es precisamente el mandato de la caridad. Entre los judíos, el día sábado era un día del todo consagrado al Señor. No era lícito hacer actividad alguna. De ningún tipo. Hasta estaban indicados los pasos que se les permitía caminar. Los fariseos se gloriaban que cumplían la ley en toda su extensión. Y castigaban y denunciaban a las autoridades a todo aquel que violaba una de estas reglas más pequeñas. Eso no es malo. Incluso Cristo dice alguna vez a sus seguidores que hagan lo que los fariseos dicen. Sin embargo, es preferible la misericordia con los demás que el cumplimiento frío de un precepto.


Muchos se preguntan si deben hacer esto o aquello, porque ambas cosas están mandadas. ¿Debo estudiar en este tiempo o tengo que hacer lo que ahora me piden mis padres? ¿Cuál es mi obligación?

No es fácil discernir, porque muchas veces entran en juego nuestros sentimientos y a veces nos inclinamos por la opción equivocada. Para evitar esta situación, Cristo nos ha dejado un criterio muy claro: ante todo, la caridad.

Bajo esta luz todo queda iluminado. Ya no hay conflicto entre curar o descansar en sábado, porque el bien del hombre está por delante del precepto.

Jueves de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13, 31-35

Este pasaje está situado en la última subida de Cristo hacia Jerusalén. Sabe que va allí para morir de la manera más horrible. Sin embargo va decidido y declara que debe seguir adelante hoy, mañana y pasado porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén, es decir, tiene interés en llegar a tiempo a la cita que tiene con la muerte, en la que dará gloria a su padre y nos mostrará su amor. Ante esta premura no le importan los poderes políticos (Herodes que lo amenaza de muerte) ni sociales (los fariseos que le invitan a irse de sus dominios)

En otro pasaje del Evangelio se nos dirá que en este su último viaje «iba delante de los discípulos». No tiene miedo, sino premura. Sabe que la voluntad de Dios es, a fin de cuentas, lo único que nos cuenta en esta vida, y sabe que muchos cristianos a lo largo de la historias sabrán renunciar a muchas cosas, incluso a su vida misma, por cumplir fielmente la voluntad de Dios.

Jesús está loco, porque es el amor. Por eso todo amor que se precie ha de llevar una dosis de locura e incomprensión. Locura porque lo que se hace no tiene sentido desde el punto de vista humano, parece ir en contra de lo natural y de lo que es razonable. Incomprensión porque no sólo va a estar teñido de un color que las personas que no entiendan, sino que provocará sorpresa por lo desconocido que es y desatará todo tipo de opiniones desde las risas y tachaduras de tontos hasta las más incisivas y violentas. Jesús con su vida provoca, ha llegado la hora de preguntarse qué pasa con nuestra vida, que reacción provocamos en los demás, ojalá que la respuesta no sea indiferencia.

El Señor no se cansa de llamarnos a vivir en su amor. ¿No será ya tiempo de aceptar su invitación y entregarle totalmente nuestra vida

Santos Simón y Judas

Hoy celebramos a dos compañeros del Señor, miembros del círculo inmediato de los Doce y enviados por el Señor (esto es lo que quiere decir apóstol) a llevar a todo el mundo la Buena Nueva de la salvación.

A San Simón y San Judas Tadeo se les celebra la fiesta en un mismo día porque según una antigua tradición los dos iban siempre juntos predicando la Palabra de Dios por todas partes. Ambos fueron llamados por Jesús para formar parte del grupo de sus 12 preferidos o apóstoles. Ambos recibieron el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego el día de Pentecostés y presenciaron los milagros de Jesús en Galilea y Judea y oyeron sus famosos sermones muchas veces; lo vieron ya resucitado y hablaron con Él después de su santa muerte y resurrección y presenciaron su gloriosa ascensión al cielo.

Con frecuencia nos hemos quedado con la idea de san Judas, solamente como un santo milagroso que resuelve todos los problemas y corremos el riesgo de no penetrar en lo realmente importante de su vida.

Igualmente les pasaba a los discípulos y a las multitudes que seguían a Jesús, querían milagros, resurrecciones, obras prodigiosas y descuidaban el mensaje esencial del Evangelio.

Hoy las lecturas nos invitan a reconocer la dignidad de los apóstoles y su gran misión en la transmisión del Evangelio.

San Pablo en su carta a los Efesios, insiste sobre la importancia de constituir una nueva familia, la gran familia de Dios, edificada sobre Jesús que es la piedra angular en el cimiento de los apóstoles.

Para san Pablo es importante que todos los pueblos reconozcan a Jesús como su Salvador y que se unan como una sola familia.  Nadie debe sentirse como extranjero o como advenedizo.  Esta misión la recibieron de un modo muy especial los apóstoles de Jesús.

San Lucas nos recuerda el camino que siguieron: hombres sencillos con una familia, con un trabajo, son llamados primero a convivir con Cristo, se les pide que primero sean discípulos, es decir que primero se conviertan en seguidores y conocedores de Jesús, que aceptan su vida y su doctrina, que comprenden su sueño de formar una sola familia, que experimentan en su propio corazón el amor que Jesús les tiene.

Después serán enviados a proclamar, a manifestar este amor, pero si no lo han vivido en su corazón, ¿Qué proclamarán?

En esta fiesta de san Judas y San Simón, también nosotros queremos convertirnos primeramente en discípulos que aceptamos en mensaje del Señor y espontáneamente cuando nuestro corazón este lleno de su amor, podremos también convertirnos en mensajeros que hablemos de lo que hay en lo profundo de nuestro corazón: el Evangelio.

Martes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13, 18-21

Este pasaje nos llena de esperanza pues nos instruye sobre una realidad muy importante del Reino y es el hecho de que éste se realiza de manera, podríamos decir oculta, pero que con el tiempo llega a ser «como un gran árbol».

En muchos países se vive la fe en grandes dificultades porque los cristianos son minoría, y vistos con desprecio y hasta con burla.  En la “católica Europa” se ha desencadenado una actitud crítica y cuestionante ante todo lo que huela a jerarquía, autoritarismo y dogmas.

¿Cómo podemos ahora vivir nuestra fe? y ¿cómo podemos anunciarla, si parecería que debemos escondernos a vivirla en el silencio y en la oscuridad?

La respuesta la tenemos en la misma actitud de Cristo y en sus enseñanzas.  Muy a pesar de que los evangelios, con frecuencia se hable de multitudes, del éxito de los milagros, podemos intuir que aquella nueva doctrina que desenmascaraba las injusticias, que critica las leyes rígidas y las intransigencias, que ponía al descubierto las hipocresías, no tendría ni tantos seguidores, ni un camino tan lleno de éxitos y de tranquilidad.  Pero a Jesús lo que le importa es la vida interior aunque parezca insignificante y pequeña.

A Jesús lo que le preocupa es su mensaje de amor, aunque se vaya sembrado en lo pequeño, entre espinas y dificultades.  Lo ejemplos que utiliza brotan de la vida diaria, tan despreciada por los poderosos.  Pero ahí en lo pequeño, en la oscuridad de la semilla escondida, en la plantita que brota pequeña y débil, en la levadura que se pierde en toda la masa, encuentra Jesús la mejor comparación para describirnos su Reino.  No es de mucho ruido, pero sí de mucha profundidad; no es de alardes sino de servicio, que se pierda en medio de toda la masa, que requiere de una constante entrega de un día sí y otro también. El Reino de Jesús exige la donación para poder dar fruto.

A nosotros nos gustan más los éxitos rimbombantes y los platillos sonoros.  A Jesús le gusta el silencio, la entrega, la donación.

Se construye más colocado un granito más a la edificación que haciendo el ruido estrepitoso de la destrucción.  Y esto a los jóvenes los emociona y los reta y nos lo exigen.

No tengamos miedo de seguir el ejemplo de Jesús.  Construyamos siempre en el anonimato, en el servicio, siempre con Jesús.

Lunes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13, 10-17

El pecado introdujo el mal en el mundo, pero no por eso hemos de culpar a la mujer del Evangelio de un pecado personal.  No sabemos la clase de enfermedad que la afligía ni mucho menos la causa: el hecho es que estaba encorvada.  Eso es lo único que el Evangelio nos dice: no podía enderezarse y erguirse en la postura característica del ser humano, que lo diferencia de los animales.

Jesús curó a la mujer en sábado, que es el día en que Dios descansó del trabajo de la creación. Aun cuando el jefe de la sinagoga puso objeciones, el día era el adecuado.  Dios había creado buenas las cosas, y Jesús mostró que había venido a curar las heridas que se había infringido a la creación.

Por medio del perdón de nuestros pecados, Jesús nos ha enderezado y nos ha comunicado la capacidad de erguirnos con un valor y dignidad personal.  Por eso Él espera con razón que vivamos de acuerdo con esa dignidad.  Esto es lo que san Pablo quiso decir, cuando escribió: “Vivan amando como Cristo, que nos amó y entregó por nosotros”. 

Vida de pecado contradice a vida de amor.  El pecado es no sólo una ofensa contra Dios, sino una cachetada a nuestra propia dignidad.  El pecado nos envilece y nos encorva.  Y en esa postura, nos convertimos en autistas, incapaces de levantar nuestros ojos hacia el cielo y hacia nuestros hermanos.

La mujer del Evangelio sufría una tremenda enfermedad, pero nosotros podemos quizá ser responsables de una enfermedad todavía peor, el pecado, que es el único mal, sea grande o pequeño. 

Oremos en esta misa y en todos los días de nuestra vida para que nos veamos libres del pecado y seamos capaces de mantenernos firmes ante Dios, conscientes de la dignidad que Él nos ha dado.

Sábado de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13, 1-9

El evangelio de hoy urge la conversión antes de que se agote la paciencia de Dios. La desgracia no es castigo de un Dios vengativo, sino ocasión y aviso para la conversión.

Igualmente la parábola de la higuera estéril que consigue un año de plazo para dar fruto antes de ser talada es una invitación a la conversión sin querer apurar la paciencia de Dios.

Conversión continua a Dios. Es obvio que la conversión es siempre del pecado, el cambio de nuestras actitudes, cuando no concuerdan con el mensaje de Jesús. Pero el pecado en abstracto no es palpable; lo que cuenta es el agente de pecado, es decir, la persona, nosotros.

Según esto, lo primero que debemos cambiar es nuestra manera de pensar y sentir, para asimilar los criterios de Jesús y su estilo de conducta, tal como lo expresó en todo el conjunto de su vida y doctrina. Así convertiremos el corazón al desprendimiento y la fraternidad, la paz y la concordia, la misericordia y el amor, la limpieza de corazón y la alegría, la generosidad y la esperanza.

Cambiar por dentro nos cuesta mucho porque estamos muy a gusto instalados en nuestra mezquindad y en la hojarasca inútil de nuestra higuera, frondosa quizá, pero estéril; con todas las soluciones en la mano, pero sin aplicar ninguna para renovarnos y mejorar el ambiente en que nos movemos. Pues no se trata de que cambien los demás; somos nosotros, cada uno, los llamados a reforma. Y no basta tranquilizarnos con la crítica y la denuncia de la culpabilidad ajena.

De un corazón convertido a los valores del reino de Dios y del evangelio brotarán lógicamente los frutos visibles de una conversión que toca la realidad de la vida. Y no olvidemos que una auténtica conversión es un proceso continuo; no es un dato instantáneo, puntual y de una vez por todas, sino que requiere un crecimiento ininterrumpido y ascendente. Para eso contamos con la ayuda del Señor.

Viernes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 54-59

El gran reto del Concilio Vaticano II fue abrirse a un mundo del cual la Iglesia estaba cada vez más lejana y que ya no correspondía a las necesidades sus estructuras y sus pensamientos.  Se exigió discernir los tiempos y nos abría a los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de todos los hombres de nuestros tiempos, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren y nos pedía que fuera a la vez compartido por los discípulos de Jesús como propios, pues no hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de Dios.

El discípulo es testigo y expositor de la fe en Cristo Jesús y debe dialogar con toda la familia humana en solidaridad, respeto y amor.

Han pasado 50 años y ahora en el Sínodo de los jóvenes se vuelven a escuchar no sólo las palabras del Concilio, sino las palabras mismas de Jesús: discernir.

¿Por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente?, nos dice Jesús.  Para dar respuesta a esta inquietante pregunta deberemos estar bien afianzados en nuestra fe, firmes en la verdad que nos ofrece Jesús, pero también con una capacidad de simpatía y empatía con el mundo en el que vivimos y no comportarnos como agresivos y distantes del ambiente que nos rodea.

El discípulo de Jesús siempre estará dispuesto al diálogo, sin temor a nada de lo que es humano, pues precisamente el Hijo del Hombre vino a hacerse uno de ellos para llevar a plenitud a todos los hombres y a todo hombre y de un modo especial en el mundo de los jóvenes.

Tenemos que abrirnos a los nuevos escenarios para llevar el evangelio.  No podemos ser testigos de Jesús viviendo sólo de tradiciones y oscuridades, sino tendremos que ser una comunidad que se deje interpelar cada día por la Palabra de Diosa, en escucha en silencio profundo y que se abre a los afanes diarios de todos los hombres.

Quizás uno de los más grandes testimonios que podemos ofrecer es el que nos propone hoy San Pablo: “un solo Cuerpo, un solo Señor; una sola fe, un solo bautismo” La unidad entre todos los miembros de la Iglesia, la unidad con todos los hombres y mujeres, sin guerras, sin discriminaciones, sin fundamentalismo, para vivir bajo el amor de un solo Padre que reina sobre todos y que actúa a través de todos.  Este será nuestro mejor testimonio, como ahora lo exigen los jóvenes.

Jueves de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 49-53

En el Evangelio de hoy nos dice Jesús: He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Ese es el fuego que Jesús trae a la tierra, un fuego que te pide un cambio: cambiar el modo de pensar, cambiar el modo de sentir. Tu corazón, que era mundano, pagano, se vuelve ahora cristiano con la fuerza de Cristo: ¡cambiar, eso es la conversión! Y cambiar también en el modo de obrar: ¡tus obras deben cambiar!

Jesús nos llama a cambiar la vida, a cambiar de camino, nos llama a la conversión.

Una conversión que lo involucra todo, cuerpo y alma, todo. Es un cambio, pero no un cambio que se hace con un disfraz: es un cambio que hace el Espíritu Santo, por dentro. Y yo debo poner de mi parte para que el Espíritu Santo pueda actuar, y eso significa lucha, luchar.

Eso comporta luchar contra el mal, también en nuestro corazón; una lucha que no te da tranquilidad, pero te da paz. No hay, no debe haber cristianos tranquilos, que no luchan; esos no son cristianos, son tibios. La tranquilidad para dormir puedes conseguirla también con una pastilla, pero no hay pastillas para la paz interior. Solo el Espíritu Santo puede dar esa paz del alma, que da fortaleza a los cristianos. Y nosotros tenemos que ayudar al Espíritu Santo, dejando sitio en nuestro corazón.

Y en esto nos ayuda mucho el examen de conciencia de todos los días, para luchar contra las enfermedades del espíritu, esas que siembra el enemigo y que son enfermedades de mundanidad. La lucha, que ha traído Jesús contra el diablo, contra el mal, no es algo antiguo, es algo muy moderno, es cosa de hoy, de todos los días, para que el fuego que Jesús vino a traernos esté en nuestro corazón. Por eso debemos dejarlo entrar, y preguntarnos cada día: ¿cómo he pasado de la mundanidad, del pecado, a la gracia? ¿He dejado sitio al Espíritu Santo para que pueda actuar?

Las dificultades en nuestra vida no se resuelven aguando la verdad. La verdad es esta: Jesús ha traído fuego y lucha; ¿qué hago yo? Y para la conversión hace falta un corazón generoso y fiel: generosidad, que viene siempre del amor, y fidelidad, fidelidad a la Palabra de Dios.

Miércoles de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 39-48

Uno de los aspectos más chocantes del cristianismo es su concepción de la vida como una misión. En el cristianismo no rige eso del «come y bebe que la vida es breve» ni el «vivir  sin importarnos nada de lo que hacemos» entendido como aprovechar cada instante para conseguir más placer y más bienestar.

Cristo nos presenta la vida como una misión: «estar al frente de la servidumbre para darle a tiempo su ración» de la cual tendremos que dar cuenta. La vida es una misión. Venimos a la tierra para algo, y ese algo es tan importante que de él depende la felicidad eterna de otras personas.

Ese «dar de comer a la servidumbre» es el testimonio que Cristo quiere que durante el tiempo que tiene dispuesto concederme en la tierra.

Porque, aunque tengamos razones para abandonar no tenemos razón, pues la vida espera algo de nosotros y tenemos una misión en este mundo. Una misión que lleva nuestro nombre y nadie más puede hacer. Si no la hacemos nosotros nadie lo va a hacer. Hemos de descubrir cuál es nuestro camino y cuál es nuestra misión. La salvación del mundo y de las almas tienen muchos matices, la gracia es única pero las formas de alcanzarla son múltiples, por eso nuestra existencia no es casual, ni insignificante.

Tenemos que salvar el mundo, sí, pero ¿cómo?, cada uno de una forma diferente que ha de descubrir con la oración y la lucha.

Martes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 35-38

Uno de los grandes problemas que tienen los educadores y los padres de familia es que ya no saben cómo acercarse a los jóvenes y a los niños, parecen, o más bien, son de otra época, con otros intereses, con otros canales de comunicación.  Pero lo más difícil y a la vez preocupante es que se deja a estos jóvenes y niños a la deriva y no nos atrevemos a ofrecerles lo que es el gran don del encuentro con Jesús.

Estamos como adormilados y aturdidos ante tantos cambios.  Cambios y muy drásticos había en los tiempos de Jesús, sin embargo, invita a sus discípulos a que estén despiertos, dispuestos al servicio.

La peor decisión que podemos tomar ante los problemas es cruzarnos de brazos y no hacer nada.  Podremos equivocarnos cuando tomamos nuestras decisiones, pero ciertamente no hacer nada, el continuar indiferentes es la peor de las decisiones.

San Pablo, en su carta a los Efesios, nos ofrece un buen ejemplo de cómo el buen discípulo de Jesús se atreve a hacer propuestas audaces y logra entusiasmar a sus oyentes; le presenta a Cristo como el único camino posible y los alaba porque gracias a Jesús han podido abandonar el antiguo camino y ahora se transforman en ciudadanos nuevos y llenos de esperanza.

A nuestro mundo, necesitamos proponerle a Cristo como nuestra verdadera paz y como el único camino para lograr vencer las tensiones, las desigualdades, la injusticia y los crímenes que azotan nuestra sociedad.  Quien vive como verdadero discípulo y como verdadero hijo no puede adormilarse y mirar indiferente como se desarrollan las cosas en el mundo.  Tendrá que tener su lámpara encendida, aunque parezca muy débil y pequeña su luz, si al fin es luz y no oscuridad.

La semejanza que hoy nos presenta el Señor es muy rica, porque nos alienta a una actitud siempre atenta y a dejar nuestra somnolencia.  El gran premio es que el mismo Señor se recogerá la túnica y nos hará participar de su mesa, donde nos ofrecerá los alimentos.

La comida compartida siempre es signo del Reino que se vive en hermandad y comunidad.

Que hoy nos despertemos, que hoy nos entusiasmemos por proclamar la llegada del Reino con fe, con espíritu, con alegría.