Jueves de la III Semana de Cuaresma

Lucas 11, 14-23

A Jesús algunos tampoco lo escuchan ni le hacen caso. Para no tener que prestar atención a lo que dice porque es incómodo buscan excusas. Hoy el evangelio nos presenta una que es realmente poco razonable: quien expulsa demonios está en conformidad con el mismo Satanás. La respuesta de Jesús está llena de sentido común: un reino divido no podrá subsistir.

A veces resultan incomprensibles las actitudes de los testigos de las curaciones de Jesús, cuando Él ha hecho hablar a un mudo. Es cierto que algunos se quedan maravillados, pero otros se ponen a jugar y a criticar hasta acusarlo de hacer prodigios por arte del demonio. ¿Pretextos para no acercarse a Jesús? ¿Temor a que los que no hablan puedan expresarse?

No es raro que aún con pretextos religiosos, pretendamos solamente nosotros tener la razón y descalificar a los demás argumentando sus intereses oscuros, su mala vida o malas influencias.

Lo que sucedió a Jesús hoy mismo puede suceder, llevarnos a descalificar a quiénes realmente buscan justicia, verdad y paz.

Los primeros cristianos, frecuentemente, se vieron señalados como secta y partidarios de las malas artes, sin embargo ellos querían mantenerse fieles a Jesús. Desde ellos se entienden estas palabras y nos ayudan a visualizar mejor lo que Cristo nos enseña. No es fácil seguirlo, pero cuando estemos decididos, debemos hacerlo con coherencia y no con antigüedades

Somos muy dados a apostar a dos o más seguridades, queremos estar con Dios y estar con el mundo y sus encantos, queremos como dicen encenderle una vela a Dios y otra al diablo.

Jesús es consciente de que seguirlo implica renuncias, implica claridad de intenciones e implica asumir las consecuencias. Nos pide que nos definamos claramente y asumamos su misma forma de actuar. No podemos en un momento estar con Él y después hacernos los desentendidos, sobre todo cuando debemos asumir como Él actitudes que liberan, que comprometen y que deben dar vida.

Hacer hablar a los mudos que están condenados al silencio por nuestra sociedad nos puede costar persecuciones. Asumir los criterios de Jesús pueden causarnos burlas y desprecios, seguir su búsqueda de justicia trae sus consecuencias.

Hoy nos acercamos a Jesús y le decimos que queremos ser de los suyos, de los suyos de verdad, aunque implique riesgos y consecuencias. Le pedimos que nos de la fortaleza y la sabiduría necesarias para que le seamos fieles.

Miércoles de la III Semana de Cuaresma

Mateo 5, 17-19

El tema de ambas lecturas de hoy es la Ley (Dt 4,1ss y Mt 5,17-19). La Ley que Dios da a su pueblo. La Ley que el Señor quiso darnos y que Jesús quiso llevarla hasta la máxima perfección. Pero hay una cosa que llama la atención: el modo en que Dios da la Ley. Dice Moisés: «Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?». El Señor da la Ley a su pueblo con una actitud de cercanía. No son prescripciones de un gobernante, que puede estar lejano, o de un dictador… No: es la cercanía; y sabemos por revelación que es una cercanía paterna, de padre que acompaña a su pueblo dándole el don de la Ley. El Dios cercano. «Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?».

Nuestro Dios es el Dios de la cercanía, es un Dios cercano, que camina con su pueblo. Esa imagen en el desierto, en el Éxodo, la nube, la columna de fuego para proteger al pueblo: camina con su pueblo. No es un Dios que deja las prescripciones escritas, “y sigue tú”. Hace las prescripciones, las escribe con sus manos en la piedra, las da a Moisés, las entrega a Moisés, pero no deja las prescripciones y se va: camina, está cerca. “¿Qué nación tiene un Dios tan cercano?”. Es la cercanía. El nuestro es un Dios de la cercanía.

La segunda actitud, humana, a la propuesta de esa cercanía de Dios es matar. Matar al hermano. “Yo no soy el guardián de mi hermano”. Dos actitudes que destruyen toda cercanía. El hombre rechaza la cercanía de Dios, quiere ser dueño de sus relaciones y la cercanía siempre lleva consigo alguna debilidad. El “Dios cercano” se hace débil, y cuanto más cercano se hace, más débil parece. Cuando viene a nosotros, a habitar con nosotros, se hace hombre, uno de nosotros: se hace débil y lleva la debilidad hasta la muerte y la muerte más cruel, la muerte de los asesinos, la muerte de los pecadores más grandes. La cercanía humilla a Dios. Él se humilla para estar con nosotros, para caminar con nosotros, para ayudarnos.

El “Dios cercano” nos habla de humildad. No es un “gran Dios”, ahí… No. Es cercano. Es de casa. Y esto lo vemos en Jesús, Dios hecho hombre, cercano hasta la muerte, con sus discípulos: les acompaña, les enseña, les corrige con amor… Pensemos, por ejemplo, en la cercanía de Jesús a los discípulos angustiados de Emaús: estaban afligidos, estaban destruidos y Él se acerca lentamente, para hacerles entender el mensaje de vida, de resurrección.

Nuestros Dios es cercano y nos pide que seamos cercanos, el uno al otro, que no nos alejemos entre nosotros. Y en este momento de crisis por la pandemia que estamos viviendo, esa cercanía nos pide manifestarla más, hacerla ver más. Tal vez no podemos acercarnos físicamente por miedo al contagio, pero sí despertar en nosotros una actitud de cercanía entre nosotros: con la oración, con la ayuda, tantos modos de cercanía. ¿Y por qué debemos ser cercanos el uno al otro? Porque nuestro Dios es cercano, quiso acompañarnos en la vida. Es el Dios de la proximidad. Por eso, no somos personas aisladas: somos próximos, porque la herencia que hemos recibido del Señor es la proximidad, es decir, el gesto de la cercanía.

Martes de la III Semana de Cuaresma

Mt 18, 21-35

Jesús viene de dar una catequesis sobre la unidad de los hermanos y la acabó con una bonita palabra: “Os aseguro que si dos de vosotros, dos o tres, se ponen de acuerdo y piden una gracia, les será concedida”. La unidad, la amistad, la paz entre los hermanos atrae la benevolencia de Dios. Y Pedro hace la pregunta: “Sí, pero con las personas que nos ofenden, ¿qué debemos hacer? Si mi hermano comete culpas contra mí, me ofende, ¿cuántas veces tendré que perdonarle? ¿Siete veces?”. Y Jesús responde con esa palabra que quiere decir, en su idioma, “siempre”: “Setenta veces siete”. Siempre se debe perdonar. Y no es fácil perdonar. Porque nuestro corazón egoísta está siempre apegado al odio, a las venganzas, a los rencores. Todos hemos visto familias destruidas por odios familiares que pasan de una a otra generación. Hermanos que, ante el féretro de uno de los padres, no se saludan porque llevan rencores viejos. Parece que sea más fuerte el aferrarse al odio que al amor y eso es precisamente el tesoro –digamos así– del diablo. Él se esconde siempre entre nuestros rencores, entre nuestros odios y los hace crecer, los mantiene ahí para destruir. Lo destruye todo. Y muchas veces, por cosas pequeñas, destruye. Y también se destruye ese Dios que no vino a condenar, sino a perdonar. Ese Dios que es capaz de hacer una fiesta por un pecador que se acerca y olvida todo.

Cuando Dios nos perdona, olvida todo el mal que hemos hecho. Alguno decía: “Es la enfermedad de Dios”. No tiene memoria, es capaz de perder la memoria, en esos casos. Dios pierde la memoria de las historias feas de tantos pecadores, de nuestros pecados. Nos perdona y sigue adelante. Nos pide solo: “Haz lo mismo: aprende a perdonar, no cargues esa cruz no fecunda del odio, del rencor, del me las pagarás”. Esa palabra no es ni cristiana ni humana. La generosidad de Jesús que nos enseña que para entrar en el cielo debemos perdonar. Es más, nos dice: “¿Tú vas a Misa?” –“Sí” –“Pues si cuando vas a Misa te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, reconcíliate antes, no vengas con el amor a mí en una mano y el odio al hermano en la otra”. Coherencia de amor. Perdonar. Perdonar de corazón.

Hay gente que vive condenando gente, hablando mal de la gente, ensuciando continuamente a sus compañeros de trabaja, manchando a los vecinos, a los parientes, porque no perdonan una cosa que les han hecho, o no perdonan una cosa que no les ha gustado. Parece que la riqueza propia del diablo sea esa: sembrar el amor al no-perdonar, vivir apegados al no-perdonar. Y el perdón es condición para entrar en el cielo.

La parábola que Jesús nos cuenta es muy clara: perdonar. Que el Señor nos enseñe esta sabiduría del perdón, que no es fácil. Y hagamos una cosa: cuando vayamos a confesarnos, a recibir el sacramento de la reconciliación, primero preguntémonos: “¿Yo perdono?”. Si siento que no perdono, no disimulemos que pedimos perdón, porque no será perdonado. Pedir perdón significa perdonar. Están juntos, ambos. No pueden separarse. Y los que piden perdón para sí mismos, como este señor a quien el padrón perdona todo, pero no dan perdón a los demás, acabarán como este señor. “Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

 Que el Señor nos ayude a entender esto y a bajar la cabeza, a no ser soberbios, a ser magnánimos en el perdón. Al menos a perdonar “por interés”. ¿Y eso? Sí: perdonar, porque si yo no perdono, no seré perdonado. Al menos eso. Pero siempre el perdón.

Lunes de la III Semana de Cuaresma

Lc 4, 24-30

En ambos textos que hoy la Liturgia nos hace meditar hay una actitud que llama la atención, una actitud humana, pero no de buen espíritu: el enfado. La gente de Nazaret comenzó a escuchar a Jesús, le gustaba como hablaba, pero luego alguno dijo: “¿Pero este en qué universidad ha estudiado? Este es hijo de María y de José, este es el carpintero. ¿Qué viene a contarnos?”. Y el pueblo se enfadó. Entran en esa indignación. Y ese enfado les lleva a la violencia. Y aquel Jesús que admiraban al inicio de la predicación es expulsado, para arrojarlo desde el monte.

 Igual Naamán –hombre bueno era este Naamán, abierto a la fe–, pero cuando el profeta le manda decir que se bañe siete veces en el Jordán se enfada. ¿Pero cómo? «Yo me había dicho: “Saldrá seguramente a mi encuentro, se detendrá, invocará el nombre de su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra”. El Abana y el Farfar, los ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? Podría bañarme en ellos y quedar limpio. Dándose la vuelta, se marchó furioso». Con enojo.

 También en Nazaret había gente buena; pero, ¿qué hay detrás de esa gente buena que les lleva a esa actitud de enfado? Y en Nazaret peor: la violencia. Tanto la gente de la sinagoga de Nazaret como Naamán pensaban que Dios se manifestaría solo en lo extraordinario, en las cosas fuera de lo común; que Dios no podía actuar en las cosas normales de la vida, en la sencillez. Desdeñan lo sencillo. Se enfadan, desprecian las cosas sencillas. Y nuestro Dios nos hace entender que Él actúa siempre en la sencillez: en la sencillez de la casa de Nazaret, en la sencillez del trabajo de todos los días, en la sencillez de la oración… Las cosas sencillas. En cambio, el espíritu mundano nos lleva a la vanidad, a las apariencias…

Y ambos acaban en la violencia: Naamán era muy educado, pero da un portazo en la cara al profeta y se va. La violencia, un gesto de violencia. La gente de la sinagoga empieza a calentarse, a caldearse, y toman la decisión de matar a Jesús, pero inconscientemente, y lo sacan para despeñarlo. El enojo es una mala tentación que lleva a la violencia.

Me enseñaron hace unos días, en un móvil, un vídeo de la puerta de un edificio que estaba en cuarentena. Había una persona, un señor joven, que quería salir. Y el guardia le dijo que no podía. Y él joven empezó a pegarle, con ira, con desprecio. “Pero, ¿quién eres tú, ‘negro’, para impedir que yo me vaya?”. El enojo es la actitud de los soberbios, pero de los soberbios… con una pobreza de espíritu fea, de los soberbios que viven solo con la ilusión de ser más de lo que son. Es un “gueto” espiritual, la gente que se indigna: es más, muchas veces esa gente necesita enojarse, indignarse para sentirse persona.

También a nosotros nos puede pasar esto: “el escándalo farisaico”, lo llaman los teólogos, o sea, escandalizarme de cosas que son la sencillez de Dios, la sencillez de los pobres, la sencillez de los cristianos, como diciendo: “Pero ese no es Dios. No, no. Nuestro Dios es más culto, es más sabio, es más importante. Dios no puede obrar con esa sencillez”. Y siempre el enojo te lleva a la violencia; ya sea a la violencia física o a la violencia de la murmuración, que mata como la física.

 Pensemos en estos dos pasajes: el enojo de la gente en la sinagoga de Nazaret y el enojo de Naamán, porque no comprendían la sencillez de nuestro Dios.

San José

En el interior de este tiempo cuaresmal, celebramos hoy la fiesta de san José. Nuestra curiosidad instintiva que quisiera saber muchos detalles de su vida queda desde luego bastante decepcionada. Es muy poco lo que los evangelios nos dicen de él. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad, sino por su fidelidad.

El Evangelio nos dice que José era “justo”, es decir un hombre de fe, que vivía la fe. Un hombre que puede ser incluido en la lista de toda esa gente de fe; esa gente que vivió la fe como fundamento de lo que se espera, como garantía de lo que no se ve, y la prueba de lo que no se ve.

José es hombre de fe: por eso era “justo”. No solo porque creía sino además porque vivía esa fe. Hombre “justo”. Fue elegido para educar a un hombre que era hombre verdadero pero también era Dios: hacía falta un hombre-Dios para educar a un hombre así, pero no lo había. El Señor eligió a un “justo”, a un hombre de fe. Un hombre capaz de ser hombre y también capaz de hablar con Dios, de entrar en el misterio de Dios. Y esa fue la vida de José. Vivir su profesión, su vida de hombre y entrar en el misterio. Un hombre capaz de hablar con el misterio, de dialogar con el misterio de Dios. No era un soñador. Entraba en el misterio. Con la misma naturalidad con la que sacaba adelante su oficio, con esa precisión de su profesión: era capaz de ajustar un ángulo milimétricamente en la madera, sabía cómo hacerlo; era capaz de rebajar, de reducir un milímetro en la madera, de una superficie de madera. Justo, era preciso. Pero también era capaz de entrar en el misterio que no podía controlar.

Esa es la santidad de José: sacar adelante su vida, su oficio con precisión, con profesionalidad; y al momento, entrar en el misterio. Cuando el Evangelio nos habla de los sueños de José, nos hace entender esto: entra en el misterio.

Yo pienso en la Iglesia, hoy, en esta solemnidad de San José. Nuestros fieles, nuestros obispos, nuestros sacerdotes, nuestros consagrados y consagradas, los papas: ¿son capaces de entrar en el misterio? ¿O necesitan regularse según las prescripciones que les defienden de lo que no pueden controlar? Cuando la Iglesia pierde la posibilidad de entrar en el misterio, pierde la capacidad de adorar. La oración de adoración solo puede darse cuando se entra en el misterio de Dios.

Pidamos al Señor la gracia de que la Iglesia pueda vivir en lo concreto de la vida ordinaria y también en lo “concreto” –entre comillas– del misterio. Si no puede hacerlo, será una Iglesia a medias, será una asociación piadosa, sacada adelante por prescripciones pero sin el sentido de la adoración. Entrar en el misterio no es soñar; entrar en el misterio es precisamente eso: adorar. Entrar en el misterio es hacer hoy lo que haremos en el futuro, cuando lleguemos a la presencia de Dios: adorar. Que el Señor dé a la Iglesia esta gracia.

Viernes de la II Semana de Cuaresma

Mt 21,33-43. 45-46

Ambas lecturas (Gn 37,3ss  y Mt 21,33ss) son una profecía de la Pasión del Señor. José vendido como esclavo por 20 siclos de plata, entregado a paganos. Y la parábola de Jesús, que con claridad habla simbólicamente de la muerte del Hijo. La historia de “un propietario que plantó una viña –el cuidado con que lo hizo–, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre –lo hizo bien–, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje”.

Ese es el pueblo de Dios. El Señor eligió ese pueblo, hay una elección de esa gente. Es el pueblo de la elección. Además hay una promesa: “Adelante. Tú eres mi pueblo”, una promesa hecha a Abraham. Y también hay una alianza hecha con el pueblo en el Sinaí. El pueblo debe conservar siempre en la memoria que es un pueblo elegido, la promesa para mirar adelante con esperanza y la alianza para vivir cada día con fidelidad. Pero en esta parábola sucede que, cuando llegó el tiempo para recoger los frutos, aquella gente había olvidado que no eran los dueños: “Los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo”. Ciertamente Jesús hace ver aquí –está hablando a los doctores de la ley– cómo los doctores de la ley han tratado a los profetas. “Por último les mandó a su hijo”, pensando que tendrían respeto de su propio hijo. “Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia”.

Le robaron la herencia, que era otra. Una historia de infidelidad, de infidelidad a la elección, de infidelidad a la promesa, de infidelidad a la alianza, que es un don. La elección, la promesa y la alianza son un don de Dios. ¡Infidelidad al don de Dios! No entender que era un don y tomarlo como propiedad. Esa gente se apropió del don y olvidaron que era un don para transformarlo en propiedad “mía”. Y el don, que es riqueza, es apertura, es bendición, se encerró, enjaulado en una doctrina de leyes, muchas. Fue ideologizado. Y así el don perdió su naturaleza de don, y acabó en una ideología. Sobre todo en una ideología moralista llena de preceptos, incluso ridícula porque cae en la casuística por cualquier cosa. ¡Se apropiaron del don!

Ese es el gran pecado. Es el pecado de olvidar que Dios se hizo don Él mismo por nosotros, que Dios nos lo dio como don y, al olvidarlo, nos convertimos en dueños. Y la promesa ya no es promesa, la elección ya no es elección: “La alianza debe interpretarse según mi parecer, ideologizada”. Aquí, en esta actitud, veo quizá el inicio, en el Evangelio, del clericalismo, que es una perversión, que reniega siempre la elección gratuita de Dios, la alianza gratuita de Dios, la promesa gratuita de Dios. Olvida la gratuidad de la revelación, olvida que Dios se manifestó como don, se hizo don por nosotros y debemos darlo, mostrarlo a los demás como don, no como posesión nuestra.

El clericalismo no es una cosa solo de estos días, la rigidez no es algo de estos días; ya había en el tiempo de Jesús. Y luego Jesús seguirá adelante con la explicación de las parábolas –este es el capítulo 21–, continuará hasta llegar al capítulo 23 con la condena, donde se ve la ira de Dios contra los que toman el don como propiedad y reducen su riqueza a los caprichos ideológicos de su mente. Pidamos hoy al Señor la gracia de recibir el don como dono, y trasmitir el don como don, no como propiedad, no de un modo sectario, de un modo rígido, de un modo clerical.

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Lc 16,19-31

Este relato de Jesús es muy claro, hasta puede parecer un cuento de niños: muy sencillo. Jesús quiere señalar con esto no solo una historia, sino la posibilidad de que toda la humanidad viva así, e incluso todos nosotros vivamos así. Dos hombres, uno satisfecho, que sabía vestirse bien, quizá se procuraba los más grandes estilistas de su época para vestirse; llevaba vestidos de púrpura y lino finísimo. Y luego, se lo pasaba bien, porque cada día daba copiosos banquetes. Él era feliz así. No tenía preocupaciones, tomaba alguna precaución, quizá alguna pastilla contra el colesterol por los banquetes, pero así la vida le iba bien. Estaba tranquilo.

 A su puerta estaba un pobre: Lázaro se llamaba. El rico sabía que estaba el pobre allí: él lo sabía. Pero le parecía natural: “Yo me lo paso bien y ese… bueno, así es la vida, que se apañe”. Como mucho, quizá –no lo dice el Evangelio– a veces le enviaba algo, algunas migajas. Y así pasó la vida de estos dos. Ambos pasaron por la Ley de todos: morir. Murió el rico y murió Lázaro. El Evangelio dice que Lázaro fue llevado al cielo, junto a Abraham. Del rico solo dice: “Fue enterrado”. Punto y final.

Hay dos cosas que llaman la atención: que el rico supiese que estaba ese pobre y que supiese el nombre, Lázaro. Pero no importaba, le parecía natural. El rico quizá hacía sus negocios que al final iban contra los pobres. Conocía bien claramente, estaba informado de esa realidad. Y la segunda cosa que a mí me impresiona tanto es la palabra “gran abismo” que Abraham dice al rico: “Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”. Es el mismo abismo que en la vida había entre el rico y Lázaro: el abismo no comenzó allá, el abismo comenzó aquí.

 He pensado cuál sería el drama de ese hombre: el drama de estar muy, muy informado, pero con el corazón cerrado. Las informaciones de ese hombre rico no llegaban al corazón, no sabía conmoverse, no se podía conmover ante el drama de los demás. Ni siquiera llamar a uno de los mozos que servían la mesa y decirle: “llévale esto y esto otro”. El drama de la información que no baja al corazón. También eso nos sucede a nosotros. Todos sabemos, porque lo hemos visto en el telediario o en los periódicos, cuántos niños padecen hambre hoy en el mundo; cuántos niños carecen de las medicinas necesarias; cuántos niños no pueden ir a la secuela. Continentes con este drama: lo sabemos. ¡Pobrecillos!, y seguimos adelante. Esa información no baja al corazón, y muchos de nosotros, tantos grupos de hombres y mujeres viven en esa separación entre lo que piensan, lo que saben y lo que sienten: está separado el corazón de la mente. Son indiferentes. Como el rico era indiferente al dolor de Lázaro. Es el abismo de la indiferencia.

 Quizá estamos preocupados por mis cosas. Y olvidamos a los niños hambrientos, olvidamos esa pobre gente que en la frontera de los países, buscan la libertad, esos inmigrantes forzados que huyen del hambre y de la guerra y solo encuentran un muro, un muro hecho de hierro, un muro de concertinas, un muro que no los deja pasar. Sabemos que existe eso, pero no llega al corazón… Vivimos en la indiferencia: la indiferencia es ese drama de estar bien informado pero no sentir la realidad ajena. Ese es el abismo: el abismo de la indiferencia.

 Luego hay otra cosa que impresiona. Aquí sabemos el nombre del pobre: lo sabemos. Lázaro. También el rico lo sabía, porque cuando estaba en el infierno pide a Abraham que envíe a Lázaro: allí lo reconoció. “Mándame a ese”. Pero no sabemos el nombre del rico. El Evangelio no nos dice cómo se llamaba ese señor. No tenía nombre. Había perdido el nombre: solo tenía los adjetivos de su vida. Rico, poderoso… muchos adjetivos. Eso es lo que hace el egoísmo en nosotros: hace perder nuestra identidad real, nuestro nombre, y solo nos lleva a valorar los adjetivos. La mundanidad nos ayuda en esto. Hemos caído en la cultura de los adjetivos donde tu valor es lo que tienes, lo que puedes… Pero no “cómo te llamas”: has perdido el nombre. La indiferencia lleva a eso. Perder el nombre. Solo somos los ricos, somos esto, somos lo otro. Somos los adjetivos.

 Pidamos hoy al Señor la gracia de no caer en la indiferencia, la gracia de que todas las informaciones de los dolores humanos que tenemos, desciendan al corazón y nos muevan a hacer algo por los demás

Miércoles de la II Semana de Cuaresma

Mt 20,17-28


La primera Lectura, un pasaje del profeta Jeremías (18,18-20), es una auténtica profecía sobre la Pasión del Señor. ¿Qué dicen los enemigos? “Venga, vamos a hablar mal de él y no hagamos caso de sus oráculos”. Pongámosle obstáculos. No dice: “Venzámoslo, echémoslo”: no. Hacerle difícil la vida, atormentarlo. Es el sufrimiento del profeta, pero ahí hay una profecía sobre Jesús.

Lo mismo Jesús en el Evangelio (Mt 20,17-28) nos habla de esto: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen”. No es solo una sentencia de muerte: es más. Es la humillación, es el ensañamiento. Y cuando hay ensañamiento en la persecución de un cristiano, de una persona, está el demonio. El demonio tiene dos estilos: la seducción, con las promesas del mundo, como quiso hacer con Jesús en el desierto, seducirlo y con la seducción hacerle cambiar el plan de la redención, y si eso no funciona, el ensañamiento. No tiene término medio, el demonio. Su soberbia es tan grande que intenta destruir, y destruir gozando de la destrucción con la ira.

Pensemos en las persecuciones de tantos santos, de tantos cristianos que no solo los matan, sino que incluso los hacen sufrir e intentan por todas las vías humillarlos, hasta el final. No confundir una simple persecución social, política, religiosa con el ensañamiento del diablo. El diablo se ensaña, para destruir. Pensemos en el Apocalipsis: quiere devorar a aquel hijo de la mujer, que está por nacer.

Los dos ladrones que estaban crucificados con Jesús, fueron condenados, crucificados y les dejaron morir en paz. Nadie les insultaba: no interesaba. El insulto era solo para Jesús, contra Jesús. Jesús dice a los apóstoles que será condenado a muerte, pero será burlado, flagelado, crucificado… Se burlan de Él. Y el camino para salir del ensañamiento del diablo, de esa destrucción, es el espíritu mundano, el que la madre pide para sus hijos, los hijos de Zebedeo. Jesús habla de humillación, que es su destino, y ellos le piden apariencia, poder. La vanidad, el espíritu mundano es la senda que el diablo ofrece para alejarse de la Cruz de Cristo. La propia realización, el carrerismo, el éxito mundano: son todas sendas no cristianas, son todas sendas para tapar la Cruz de Jesús.

Que el Señor nos dé la gracia de saber discernir cuando es el espíritu que quiere destruirnos con el ensañamiento, y cuando el mismo espíritu quiere consolarnos con las apariencias del mundo, con la vanidad. Pero no lo olvidemos: cuando hay ensañamiento, hay odio, la venganza del diablo derrotado. Y así hasta hoy, en la Iglesia. Pensemos en tantos cristianos, que son cruelmente perseguidos.

Que el Señor nos dé la gracia de discernir el camino del Señor, que es Cruz, del camino del mundo, que es vanidad, aparentar, maquillaje.

Martes de la II Semana de Cuaresma

Mt 23, 1-12

Aunque este evangelio está referido especialmente a los líderes religiosos (sea o no clérigo) no podemos negar que presenta la realidad de la soberbia que existe en todos nosotros.

O, ¿quién podría negar, que cuando se presenta la ocasión, no busca tomar los puestos de honor, que su nombre esté entre luces de colores, que toda la gente hable de él… ser la estrella de su propia película?

Sobre todo, esto ocurre en aquellos a los que Dios ha puesto al frente de cualquier grupo humano, desde el padre de familia hasta el ejecutivo, el político y el sacerdote.

Se nos olvida con frecuencia que nuestra vida cristiana se manifiesta en la humildad.

Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades.

Esto se aprecia bien leyendo la historia del Éxodo: Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas. Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.

Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.

Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la condición de siervo. En efecto, humildad quiere decir también servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, despojándose, como dice la Escritura. Este vaciarse es la humillación más grande.

Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito. Es la otra vía.

El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo.

Y, con Jesús, sólo con su gracia, con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.

Lunes de la II Semana de Cuaresma

Lc 6, 36-38

El tiempo de la cuaresma nos invita a descubrirnos como pecadores, como personas necesitadas del amor y la misericordia de Dios.

Y es importante llegar a ser conscientes de esta realidad ya que solamente cuando uno reconoce lo miserable que es, su corazón se puede abrir a los hermanos.

Ordinariamente las personas, soberbias, déspotas y egoístas no han tenido nunca la experiencia de encontrarse con sus debilidades y darse cuenta que no solo no son mejores que las gentes a las que han juzgado o maltratado sino que incluso muchas veces han sido peores que ellas mismas.

Cuando sientas el impulso de juzgar o de condenar, mira un poco en tu interior y descubrirás que no eres mejor que él, y que a pesar de esto, Dios te ama y te muestra su misericordia… seguramente esta mirada interior te llevará a amar, a perdonar y a ayudar a tu hermano.