La Santa Cruz

La cruz, para el cristiano, se considera el signo de la salvación.  En el bautismo hacen sobre nosotros la señal de la cruz; con este signo recibimos constantemente la bendición de Dios y con él nos santiguamos.  La cruz es el símbolo cristiano, el signo que exponemos en público y en privado.

Sin embargo, no debemos olvidar el escándalo de la cruz.  La cruz es, al mismo tiempo, signo de salvación y signo de contradicción.  Esta contradicción nos sale al paso siempre que la cruz nos afecta personalmente: en una enfermedad grave, en el dolor, en los desengaños, fracasos, golpes de la vida, en la desgracia, en las catástrofes y en el encuentro con la muerte.

¿Por qué eligió Dios la cruz como camino de redención y entregó a Cristo, el más inocente de todos los hombres a la muerte de cruz?

¿Por qué crucificaron a Jesús que lo único que predicaba era el amor de Dios y que invitaba a los hombres a amarse, que curaba a los enfermos, ayudaba a los pobres y luchó contra la violencia?  La respuesta es que Jesús por vivir una vida ejemplar, entró en conflicto con los dirigentes políticos y religiosos.  Jesús fue condenado por el Sanedrín por razones religiosas: Poncio Pilato lo mandó ejecutar en la cruz como rebelde político.  El mismo Jesús sabía que iba a morir de muerte violenta  y sabía que su muerte era necesaria para salvar a los hombres.

Jesús padeció todo tipo de indignación en su camino hacia la cruz: detención injustificada, traición de sus apóstoles, huida de los amigos más íntimos, interrogatorios inhumanos, torturas, acusaciones falsas, burlas, caídas bajo el peso de la cruz.  Pero la cruz es un signo de esperanza.  El mensaje de la cruz no se puede separar de la resurrección.  La cruz pone al descubierto el pecado, la injusticia y la mentira y revela el amor, la justicia y la verdad de Dios.

La muerte de Cristo en la cruz sirvió como rescate de nuestros pecados.  La muerte de Jesús sirvió para liberarnos de nuestros pecados, del demonio, de los poderes del mundo y sobre todo de la muerte.

Recordemos hoy esas palabras del Viernes Santo cuando alzando la cruz en la Iglesia se dice: «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo.  ¡Venid a adorarlo!»

Como signo de victoria, la cruz es también signo de esperanza.  En nuestro mundo existe todavía odio, violencia, mentira, muerte.  Hay que seguir pidiéndole a Dios que nos libre de todos estos pecados.  Sólo por el camino de la cruz alcanzaremos la victoria sobre el pecado.  Hay que seguir a Cristo, pero para ello tenemos que recordar esas palabras que nos dice Jesús: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga».

San José Obrero

Hoy se nos invita a contemplar a San José como trabajador y obrero, que con sus manos sostuvo a la Sagrada Familia. Muchas asociaciones y grupos también recuerdan hoy el Día del Trabajo y se solidarizan con las personas que no tienen trabajo o que sus condiciones laborales no corresponden a la dignidad de un hijo de Dios.

Duele la situación de tantas personas, sobre todo jóvenes o padres de familia que no tienen la oportunidad de estudiar ni de trabajar, o de aquellas otras personas que aunque tienen trabajo su sueldo es raquítico e injusto, o las condiciones en las que trabajan son muy deficientes.

Hoy es un día especial porque a contemplar a José y a Jesús como trabajadores, deberíamos de revalorar el trabajo, no solo como un medio de sustento sino también como un elemento muy importante en la realización personal.

En la actualidad sobre todo en las ciudades, hemos llegado a una situación en la que parece que el trabajo nos absorbe todo el tiempo y no nos deja espacio para otras actividades. Las madres de familia, los papás, los mismos hijos tienen que ocupar casi todo el día en actividades laborales y se van endureciendo y haciendo insensibles a las necesidades de los demás.

La cultura actual propone estilos de ser y de vivir contrarios a la naturaleza y la dignidad del ser humano. El poder, la riqueza y el placer se han transformado por encima del valor de la persona en la norma y el criterio decisivos en la organización social. Se mira a la persona como una tuerca más del engranaje de la producción. Tendremos que esforzarnos mucho para realzar, en estas situaciones, el valor supremo de cada hombre y de cada mujer.

Toda la sociedad debería de estar encaminada a procurar una vida digna para cada uno de sus ciudadanos.

Que este día nos comprometamos a buscar estructuras más justas; que hagamos de nuestros trabajos una fuente de vida y dignidad para cada una de las personas; que luchemos contra toda injusticia en el campo del trabajo. Trabajemos con entusiasmo, pero mirando nuestras labores como un acercamiento a Dios Padre que siempre trabaja, que sostiene la vida, que nos cuida como hijos.

Martes de la V Semana de Pascua

Hech 14, 19-28

La gran oposición a la predicación de los apóstoles Pablo y Bernabé en esta primera misión llega al culmen de la lapidación.  En la lista de «trofeos» de su apostolado, Pablo mencionará esta lapidación (2Cor 11,25), que era el castigo especial para los blasfemos.  Esta gran tribulación no doblega a los apóstoles que pasan a Derbe, siguen predicando y de allí van a Listra, Iconio y Antioquia, es decir se meten en la boca del lobo. ¡Precisamente en Listra los habían atacado los judíos!, y a pesar de ello vuelven allí a seguir predicando.

El mensaje que transmiten es muy alentador, Pablo y Bernabé animan a los discípulos «diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios».

En cada comunidad, Pablo y Bernabé «designaban presbíteros»  Estos presbíteros no eran en todo idénticos a los actuales miembros del segundo orden de la jerarquía, pero allí está el origen de los sacerdotes.

Los apóstoles regresaron a Antioquia dando cuenta de su trabajo.

Jn 14,27-31

Escuchamos el discurso de despedida de Jesús a sus discípulos.  El evangelio empezaba diciendo Jesús: «La paz les dejo, mi paz les doy.  No se la doy como la da el mundo».

¿Qué idea tenemos de la «paz»?  Muchas veces creemos que la paz es no ruido o nada que nos moleste; cuando estamos en un lugar silencioso y confortable decimos: «Qué paz».  Hablamos también de la paz de los sepulcros; ausencia de guerra; decimos: “déjame en paz».  Todo eso es apreciable, pero Jesús habla de algo más.  La paz bíblica es la síntesis de todos los bienes, de la plenitud y la armonía.  La paz es fruto de la resurrección: «Les he dicho todo esto para que tengan paz en mí (Jn 16,11).  Esta paz es producto de un esfuerzo, de una lucha continua, por esto también dirá Jesús: «no vine a traer la paz sino la lucha».

Tratemos de vivir según esa paz que Cristo vino a traer, la paz del corazón, la paz del espíritu.

Lunes de la V Semana de Pascua

Hech 14,5-18

Este pasaje nos muestra, por un lado, que no siempre la adversidad es algo negativo, sino que forma parte del misterioso plan de Dios.

Es gracias a esta persecución que se desata en Iconio que Pablo y Bernabé predicarán el evangelio en otras ciudades. Esto es importante recordarlo sobre todo cuando las cosas en nuestra vida no van como nosotros lo esperábamos, y más aún cuando por estas circunstancias nos vemos obligados a dejar un trabajo, una ciudad, o una asociación.

Debemos siempre pensar que Dios nos está ahora brindando la oportunidad de llevar la buena nueva del Evangelio a otras comunidades, de llevar la alegría y la salvación a quienes aún viven en la oscuridad del pecado.

Por otro lado nos habla del peligro que tenemos de ser vencidos por la adulación de la gente que viendo nuestra vida y las obras que Dios realiza en y por nosotros, lleguemos a pensar que somos nosotros y que efectivamente somos merecedores de la gloria que solo pertenece a Dios.

Seamos, pues, cautos, y en toda obra buena que realicemos, demos siempre la gloria al único que le pertenece: a Dios.

Jn 14,21-26

El pasaje del Evangelio de hoy es la despedida de Jesús en la Última Cena. El Señor acaba con estos versículos: «Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». Es la promesa del Espíritu Santo; el Espíritu Santo que habita en nosotros y que el Padre y el Hijo envían. “El Padre enviará en mi nombre”, dice Jesús, para acompañarnos en la vida. Y lo llamamos Paráclito. Ese es el oficio del Espíritu Santo. En griego, el Paráclito es el que sostiene, acompaña para no caer, te mantiene firme, está cerca de ti para apoyarte. Y el Señor nos ha prometido ese apoyo, que es Dios como Él: el Espíritu Santo.

 ¿Qué hace el Espíritu Santo en nosotros? Lo dice el Señor: «Os enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho». Enseñar y recordar. Ese es el oficio del Espíritu Santo. Enseñar: nos enseña el misterio de la fe, nos enseña a entrar en el misterio, a captar un poco más el misterio. Nos enseña la doctrina de Jesús y nos enseña cómo desarrollar nuestra fe sin equivocarnos, porque la doctrina crece, pero siempre en la misma dirección: crece en la comprensión. Y el Espíritu nos ayuda a crecer en la comprensión de la fe, a entenderla más, a penetrar lo que dice la fe. La fe no es estática; la doctrina no es estática: crece. Crece como crecen los árboles, siempre iguales, pero más grandes, con fruto, pero siempre igual, en la misma dirección. Y el Espíritu Santo evita que la doctrina se equivoque, evita que se frene, sin crecer en nosotros. Nos enseñará las cosas que Jesús nos enseñó, desarrollará en nosotros la comprensión de lo que Jesús nos enseñó, hará crecer en nosotros, hasta la madurez, la doctrina del Señor.

 Y la otra cosa que dice Jesús que hace el Espíritu Santo es recordar: «Os recordará todo lo que os he dicho». El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de esto, acuérdate de aquello”; nos mantiene despiertos, siempre atentos a las cosas del Señor, y nos hace recordar también nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa cuando encontraste al Señor, o piensa cuando dejaste al Señor”. Una vez oí decir que una persona rezaba ante el Señor así: “Señor, yo soy el mismo que de niño, de chaval, tenía aquellos sueños. Luego fui por caminos equivocados. Ahora tú me has llamado. Pero soy el mismo”. Es la memoria del Espíritu Santo en tu vida: te lleva a la memoria de la salvación, a la memoria de lo que enseñó Jesús, y a la memoria de tu vida. Y esto me ha hecho pensar –lo que decía ese señor– en un bonito modo de rezar, mirando al Señor: “Soy el mismo. He caminado tanto, he errado mucho, pero soy el mismo y tú me amas”. La memoria del camino de la vida.

El Espíritu Santo nos guía en esa memoria; nos guía para discernir qué debo hacer ahora, cuál es la senda correcta y cuál la equivocada, incluso en las pequeñas decisiones. Si pedimos luz al Espíritu Santo, nos ayudará a discernir para tomar buenas decisiones, las pequeñas de cada día y las más grandes. Nos acompaña, nos sostiene en el discernimiento. El Espíritu nos enseñará todo: hace crecer la fe, nos introduce en el misterio… El Espíritu nos recordará todo: nos recuerda la fe, nos recuerda nuestra vida, y el Espíritu, en esa enseñanza, en ese recuerdo, nos enseña a discernir las decisiones que debamos tomar. A eso, los Evangelios le dan un nombre al Espíritu Santo: sí, Paráclito, porque te sostiene, y otro nombre más bonito: es el Don de Dios. El Espíritu es el Don de Dios. El Espíritu es precisamente Don. “No os dejaré solos, os enviaré un Paráclito que os sostendrá y os ayudará a ir adelante, a recordar, a discernir y a crecer”. El Don de Dios es el Espíritu Santo.

 Que el Señor nos ayude a proteger este Don que Él nos dio en el Bautismo y que todos llevamos dentro.

Sábado de la IV Semana de Pascua

Hch. 13, 44-52; Juan 14, 7-14

En los últimos momentos de Jesús se va produciendo en sus discípulos una sensación de angustia e incertidumbre importantes.

Jesús les va anunciando su «partida del mundo» y su vuelta «al Padre». Pero estas cosas todavía no entran en la comprensión de sus discípulos. Hace mucho tiempo que están con Él y todavía no lo conocen a fondo. Los discípulos de Jesús le piden la razón más fuerte que cabe pedir para descansar plenamente en la confianza que han puesto en Jesús: ¡muéstranos al Padre y eso nos basta!

«La pregunta de Felipe que pide les muestre al Padre, pensando que Cristo, que hizo tantos milagros, se lo manifestase ahora con una maravillosa teofanía, al estilo de lo que pensaba de Moisés o Isaías, que habían visto a Dios, hace ver (una vez más) la rudeza e incomprensión de los Apóstoles hasta la gran iluminación de Pentecostés».

Jesús no puede acceder a esa petición. Sin embargo para no decepcionar a Felipe, le dice que observe las obras que ha hecho ya que ellas son la prueba de que el Padre está en Él y Él en el Padre, pues todas esas obras, todos esos milagros, los ha realizado «en nombre del Padre y como signo de que el Padre está en Él».

Y Jesús todavía les hace una afirmación más avanzada: que el que cree en Él, hará cosas más extraordinarias de las que han visto que Él ha hecho. No les dejará abandonados. El Padre les acompañará y él mismo estará con ellos como intercesor, ya que «todo lo que pidan yo lo haré».

En todas partes el mensaje del evangelio encuentra oposición. Pablo es perseguido implacablemente, a muerte: en Iconio, Derbe, Listra… Pero dos cosas quedan aún más claras: el evangelio va dejando, allí donde se predica un reguero de consuelo y de alegría. Y el Espíritu Santo sostiene la marcha y predicación de los evangelizadores. El Espíritu Santo sigue siendo la íntima fuerza de la Iglesia misionera… así hasta el día de hoy.

Dame sed de tu Palabra, Señor, y sobre todo, dame la fuerza que necesito para ser fiel a todo lo que ella me pida.

Viernes de la IV Semana de Pascua

Hech 13, 26-33

La primera lectura recoge el discurso de San Pablo en la sinagoga de Antioquía. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes —dice el apóstol— no reconocieron a Jesús y lo condenaron, pero Él, después de morir, resucitó. “Y también nosotros —concluye San Pablo— os anunciamos la Buena Noticia de que la promesa que Dios hizo a nuestros padres, nos la ha cumplido a nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús. Así está escrito en el salmo segundo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy”.

Con esa promesa de Dios en el corazón, el pueblo se puso en camino, y también con la seguridad que se derivaba de saberse un pueblo elegido. Ese pueblo, a menudo infiel, se fiaba de la promesa, porque sabía que Dios es fiel. Y por eso seguía adelante, fiándose de la fidelidad de Dios. También nosotros estamos en camino. Y cuando hacemos esta pregunta: “Sí, en camino: pero, ¿en camino a dónde?” – “Al cielo” – “¿Y qué es el cielo?”. Y ahí, empezamos a patinar en las respuestas, porque no sabemos bien cómo explicar qué es el cielo. Muchas veces pensamos en un cielo abstracto, un cielo lejano, un cielo… “sí, se está bien allí…”. Algunos piensan: “Pero, ¿no será un poco aburrido estar allí, toda la eternidad?”. No: el cielo no es eso. Caminamos hacia un encuentro: el encuentro definitivo con Jesús. El cielo es el encuentro con Jesús.

Jn 14, 1-6

Este diálogo de Jesús con los discípulos tiene lugar en la mesa, durante la cena. Jesús está triste; todos lo están: Jesús dijo que sería traicionado por uno de ellos y todos notan que algo malo va a pasar. Jesús empieza a consolar a los suyos: porque uno de los oficios, “de las tareas” del Señor es consolar. El Señor consuela a sus discípulos, y aquí vemos el modo de consolar de Jesús. Nosotros tenemos muchos modos de consolar, desde los más auténticos y cercanos, a los más formales, como los mensajes  de pésame: “Profundamente apenado por…”. ¡No consuela a nadie, es una farsa, es el consuelo de la formalidad! Pero, ¿cómo consuela el Señor? Esto es importante saberlo, para que nosotros, cuando en la vida pasemos por momentos de tristeza, aprendamos a ver cuál es el auténtico consuelo del Señor.

 Y en este pasaje del Evangelio vemos que el Señor consuela siempre con la cercanía, la verdad y la esperanza. Son los tres rasgos del consuelo del Señor. Cercanía, nunca distantes: ¡estoy aquí! Qué bonitas palabras: “Aquí estoy. Estoy aquí con vosotros”. Y muchas veces en silencio, pero sabemos que está: Él siempre está. Esa cercanía que es el estilo de Dios, también en la Encarnación: hacerse cercano a nosotros. El Señor consuela con cercanía. Y no usa palabras vacías, es más, prefiere el silencio. La fuerza de la cercanía, de la presencia. ¡Habla poco, pero está cerca!

 Un segundo rasgo del modo de consolar de Jesús es la verdad: Jesús es verdadero. No dice cosas formales que son mentiras: “No, estate tranquilo, todo pasará, no sucederá nada, pasará, las cosas pasan…”. No. Dice la verdad. No esconde la verdad. Porque Él mismo en este pasaje dice: “Yo soy la verdad”. Y la verdad es: “Yo me voy”, o sea: “Moriré”. Estamos ante la muerte. Esa es la verdad. Y lo dice sencillamente e incluso con mansedumbre, sin herir: estamos ante la muerte. No esconde la verdad.

 Y este es el tercer rasgo: Jesús consuela con esperanza. Sí, es un momento malo. Pero «no se turbe vuestro corazón. Confiad en mí». Os digo una cosa, dice Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Voy a prepararos un lugar». Él va delante a abrir las puertas de aquel lugar por las que todos pasaremos, así lo espero: «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros». El Señor vuelve cada vez que alguno de nosotros está en camino de irse de este mundo. “Vendré y os llevaré”: la esperanza. Vendrá, nos tomará de la mano y nos llevará. No dice: “No, no sufriréis: no pasa nada…”. No. Dice la verdad: “Estoy aquí, esa es la verdad: es un momento malo, de peligro, de muerte. Pero no se turbe vuestro corazón, estad en paz, esa paz que es la base de todo consuelo, porque yo vendré y, de la mano, os llevaré a donde yo esté”.

 No es fácil dejarse consolar por el Señor. Muchas veces, en los momentos malos, nos enfadamos con el Señor y no le dejamos que venga y nos hable así, con esa dulzura, con esa cercanía, con esa mansedumbre, con esa verdad y con esa esperanza.

 Pidamos la gracia de aprender a dejarnos consolar por el Señor. El consuelo del Señor es verdadero, no engaña. No es anestesia, no. Sino que es cercano, es verdadero y nos abre las puertas de la esperanza.

San Marcos

Hoy la Iglesia celebra a San Marcos, uno de los cuatro evangelistas, muy cercano al apóstol Pedro. El Evangelio de Marcos fue el primero en ser escrito. Es sencillo, de estilo simple, muy cercano.

Y en este pasaje –que es el final del Evangelio de Marcos, que hemos leído ahora– es el envío del Señor. El Señor se reveló como salvador, como el Hijo único de Dios; se reveló a todo Israel y al pueblo, especialmente y con más detalle a los apóstoles, a los discípulos. Es la despedida del Señor: el Señor se va, partió y «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios». Pero antes de partir, cuando se aparece a los Once, les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación». Es la misión de la fe. La fe, o es misionera o no es fe. La fe no es algo solo para mí, para que yo crezca en la fe. La fe siempre te lleva a salir de ti. ¡Salir! La transmisión de la fe; la fe se trasmite, se ofrece, sobre todo con el testimonio: “Id, que la gente vea cómo vivís”

 Hoy hay tanta incredulidad, en nuestras ciudades, porque los cristianos no tienen fe. Si la tuviesen, seguro que la darían a la gente. Falta la misión. Porque en la raíz falta la convicción: “Sí, yo soy cristiano, soy católico…”, como si fuese una actitud social. En el carnet de identidad te llamas así: “cristiano”; es un dato del carnet de identidad. Eso no es fe. Eso es algo cultural. La fe necesariamente te lleva fuera, te lleva a darla: porque la fe esencialmente debe ser trasmitida. No está quieta. “Ah, ¿usted quiere decir, padre, que todos debemos ser misioneros e ir a países lejanos?”. No, esa es una parte de la misión. Lo que quiere decir es que, si tienes fe, necesariamente debes salir de ti y mostrar socialmente la fe. La fe es social, es para todos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda criatura». Y esto no quiere decir hacer proselitismo, como si yo fuese de un equipo de fútbol que hace proselitismo o de una sociedad de beneficencia. No, la fe es nada de proselitismo. Es hacer ver la revelación, para que el Espíritu Santo pueda actuar en la gente a través del ejemplo, como testigo, con servicio. El servicio es un modo de vivir: si yo digo que soy cristiano y vivo como un pagano, ¡no va! Eso no convence a nadie. Si digo que soy cristiano y vivo como cristiano, eso atrae. Es el buen ejemplo.

 Una vez, un estudiante me dijo: “En la universidad tengo muchos compañeros ateos. ¿Qué debo decirles para convencerles?”“Nada, querido, nada! Lo último que debes hacer es decir algo. Comienza viviendo y ellos, al ver tu buen ejemplo, te preguntarán: ¿Por qué vives así?”. La fe se trasmite: no obligando sino como el que ofrece un tesoro. “Está ahí, ¿veis?”. Y esa es también la humildad de la que habla San Pedro en la Primera Lectura: «Queridísimos, revestíos todos de humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes». Cuántas veces en la Iglesia, en la historia, han nacido movimientos, asociaciones de hombres o mujeres que querían obligar a la fe, convertir…, auténticos “proselitistas”. ¿Y cómo acabaron? En la corrupción.

 Es tan tierno este pasaje del Evangelio. Pero, ¿dónde está la seguridad? ¿Cómo puedo estar seguro de que saliendo de mí seré fecundo en la transmisión de la fe? «Proclamad el Evangelio a toda criatura», haréis maravillas. Y el Señor estará con nosotros hasta el fin del mundo. Nos acompaña. En la transmisión de la fe, el Señor siempre está con nosotros. En la transmisión de la ideología habrá maestros, pero si tengo la actitud de fe que debo trasmitir, el Señor está ahí y me acompaña. En la transmisión de la fe nunca estoy solo. Es el Señor conmigo quien trasmite la fe. Lo prometió: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

 Pidamos al Señor que nos ayude a vivir nuestra fe así: la fe de puertas abiertas, una fe transparente, no “proselitista”, sino que se haga ver: “¡Pues yo soy así!”. Y con esa sana curiosidad, ayude a la gente a recibir este mensaje que les salvará.

Miércoles de la IV Semana de Pascua

Hech 12, 24-13,5

Antioquia es la capital del crecimiento cristiano hacia el mundo pagano.  Es el centro operativo de Saulo y Bernabé; es el lugar donde se comenzó a llamar «cristianos»  a los seguidores de Cristo.

En el ambiente de una celebración litúrgica y de una comunidad unida y llena de dones, los profetas son los que, iluminados por Dios, saben ir leyendo su voluntad en los acontecimientos concretos; los maestros disciernen la luz de Dios en las Escrituras y la comunidad vitalmente a sus hermanos.  En esa comunidad y en ese ambiente eclesial se hace presente la luz del Espíritu, «resérvenme a Saulo y a Bernabé para la misión que les tengo destinada».  Toda la comunidad está implicada en ese envío.  Una comunidad que esté viviendo ricamente su vida litúrgica sentirá la necesidad del envío.  Todo cristiano es misionero.

Jn 12, 44-50

Juan sitúa la lectura de hoy antes de la Cena y la Pasión del Señor.  Es, pues, la proximidad de la Pascua.

Jesús, en su unidad con el Padre, es su enviado y el comunicador de su misma vida.

Jesús se presenta de nuevo; Él es la Luz, la luz que es conocimiento, vida, bien, en contraste con las tinieblas que son mal, muerte y error.

Pero la vida que nos comunica Jesús, tiene que ser en nosotros eso: vida.  Las palabras tienen que ponerse en práctica, pues la vida es obras…

Cerrarse a la vida significa muerte, cerrarse a la luz es oscuridad, cerrarse al bien es mal definitivo.

Invitados por la Palabra, abrámonos a la vida que nos comunica y pongámosla en práctica.

Martes de la IV Semana de Pascua

Hech 11, 19-26

Hoy hemos escuchado una concretización de la universalidad de la salvación: el cristianismo que se va propagando por Fenicia, Chipre y Antioquía, la predicación ya no sólo a los judíos sino a los paganos.

Bernabé nos aparece como figura clave en esta expansión.  Bernabé es calificado con calificación máxima: «hombre bueno, lleno del Espíritu Santo y de fe», fue enviado como «visitador apostólico».  Hoy muy difícilmente podemos imaginarnos la real dificultad que para los cristianos de origen judío significaba esa introducción en la fe de tantos paganos.  Bernabé sabe reconocer la acción del Espíritu Santo.

Pero Bernabé hace otra obra maravillosa, promueve a Pablo lo asesora y lo lanza.  No teme Bernabé ya no tener el liderazgo de esos nuevos cristianos, le importa sólo Cristo.  ¿Nos parecemos a Bernabé?

Jn 10, 22-30

La fiesta de la Dedicación, considerada como fiesta de la luz.  Esta fiesta caía en el mes de Kislev (mediados de noviembre-diciembre).  Los judíos se acercan a Jesús, la verdadera luz, y le piden luz, «si tú eres, dínoslo claramente».  Pero Jesús hace notar que no se trata de claridad de enunciados, de ciencia, sino de la luz que el mismo Dios da a los que se abran a ella en sencillez.

Vuelve el Señor a la imagen del Pastor y las ovejas que escuchamos los días anteriores.  Se trata de oír su voz, de conocerlo, de seguirlo.

Hemos oído la voz, en la liturgia de la Palabra, como los discípulos de Emaús, reconozcámoslo en la fracción del pan y sigámoslo decididamente.

Lunes de la IV Semana de Pascua

Hech 11, 1-18

De nuevo aparece en escena el binomio: oración – Voluntad de Dios.

Fue precisamente estando en oración como Pedro y el hombre que fue bautizado por éste, fueron advertidos estando en oración.

Y es que la oración es el medio ordinario por el cual Dios va comunicando su voluntad a sus hijos, de manera que una persona que ora todos los días, y que busca con todo su corazón al Señor sin lugar a dudas que aun en la más oscura de las noches, encontrará el camino seguro; en medio de la crisis caminos de solución; en la pena y el dolor la consolación y sobre todo, en todo momento irá descubriendo la voluntad de Dios para cada uno de sus proyectos e iniciativas.

La oración es el «medio» en el cual el Espíritu se manifiesta, concediendo a sus fieles abundantes dones, carismas y consolaciones. De manera que no orar puede ser considerado como un verdadero suicidio espiritual.

Un santo sacerdote decía: «Nunca dejes lo importante por hacer lo urgente… recuerda siempre que lo más importante de tu día es tu oración».

Jn 10,11-18


Cuando Pedro subió a Jerusalén, los fieles le reprochaban. Lo reprochaban porque había entrado en casa de hombres no circuncisos y había comido con ellos, con los paganos: eso no se podía, era un pecado. La pureza de la ley no permitía eso. Pero Pedro lo había hecho porque el Espíritu lo llevó allí. Siempre hay en la Iglesia –y más en la Iglesia primitiva, porque las cosas no estaban claras– ese espíritu de “nosotros somos los justos, los demás los pecadores”. Este “nosotros y los demás”, “nosotros y los otros”, las divisiones: “Nosotros tenemos la posición justa ante Dios”. En cambio están “los otros”, se dice incluso: “Son los condenados”. Y esa es una enfermedad de la Iglesia, un mal que nace de las ideologías o de los partidos religiosos. Pensad que en tiempos de Jesús, al menos había cuatro partidos religiosos: el partido de los fariseos, el partido de los saduceos, el partido de los zelotes y el partido de los esenios, y cada uno interpretaba la ley según “la idea” que tenía. Y esa idea es una escuela “fuera de la ley” cuando es un modo de pensar, de sentir mundano que se hace intérprete de la ley. También reprochaban a Jesús por entrar en casa de publicanos –que eran pecadores, según ellos– a comer con ellos, con los pecadores, porque la pureza de la ley no lo permitía; y no se lavaba las manos antes de comer…; siempre ese reproche que provoca división: esto es lo importante que yo quería subrayar.

 
Hay ideas y posturas que crean división, y llega a ser más importante la división que la unidad: es más importante mi idea que el Espíritu Santo que nos guía. Hay un cardenal emérito que vive aquí en el Vaticano, buen pastor, que decía a sus fieles: “La Iglesia es como un río. Algunos están más de esta parte, otros de la otra parte, pero lo importante es que todos estén dentro del río”. Eso es la unidad de la Iglesia. Nadie fuera, todos dentro. Y con sus peculiaridades: eso no divide, no es ideología, es lícito. Pero, ¿por qué la Iglesia tiene esa amplitud del río? Porque el Señor la quiere así

 
El Señor, en el Evangelio, nos dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y en solo Pastor». El Señor dice: “Tengo ovejas en todas partes y yo soy pastor de todos”. Este todos en Jesús es muy importante. Pensemos en la parábola de la fiesta de bodas, cuando los invitados no querían ir: uno porque había comprado un campo, otro se había casado…, cada uno dio su motivo para no ir. Y el dueño se enfadó y dijo: «Marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis». A todos. Grandes y pequeños, ricos y pobres, buenos y malos. Todos. Ese “todos” es la visión del Señor que vino por todos y murió por todos. “¿Y también murió por aquel desgraciado que me ha hecho la vida imposible?”. También murió por él. “¿Y por aquel bandido?”: murió por él. Por todos. E incluso por la gente que no cree en Él o es de otras religiones: murió por todos. Eso no quiere decir que se deba hacer proselitismo: no. Pero Él murió por todos, justificó a todos.

 
Cristo murió por todos: ¡sigamos adelante!”. Tenemos un solo Redentor, una sola unidad: Cristo murió por todos. En cambio, la tentación… hasta Pablo la sufrió: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de este, yo soy del otro…”. Y pensemos en nosotros, hace 50 años, en el postconcilio: las divisiones que sufrió la Iglesia. “Yo estoy de esta parte, yo pienso así, tú así…”. Sí, es lícito pensar así, pero en la unidad de la Iglesia, bajo el Pastor Jesús.

 
Dos cosas. El reproche de los apóstoles a Pedro por haber entrado en la casa de los paganos y Jesús que dice: “Yo soy pastor de todos”. Y: “Tengo otras ovejas que no provienen de este redil. Y debo guiarlas también a ellas. Escucharán mi voz y serán un solo rebaño”. Es la oración por la unidad de todos los hombres, porque todos, hombres y mujeres, todos tenemos un único Pastor: Jesús.

 
Que el Señor nos libre de la psicología de la división, de separar, y nos ayude a ver esto tan grande de Jesús: que en Él todos somos hermanos y Él es el Pastor de todos. Hoy, esta palabra: “Todos, todos”, que nos acompañe durante la jornada.