Lunes de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2,18-22

En el Evangelio los discípulos son criticados porque no ayunaban. El Señor explica que «nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto (…) y deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos». La novedad de la Palabra del Señor –porque la Palabra del Señor siempre es nueva– nos lleva adelante, vence siempre, es mejor que todo. Vence la idolatría, vence la soberbia y vence esa actitud de estar demasiado seguros de sí mismos, no por la Palabra del Señor sino por las ideologías que me he construido en torno a la Palabra del Señor. Hay una frase de Jesús (Mt 9,13) muy buena que explica todo esto y que viene de Dios, sacada del Antiguo Testamento: «Misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6,6).
 
Ser un buen cristiano significa entonces ser dócil a la Palabra del Señor, escuchar lo que el Señor dice sobre la justicia, sobre la caridad, sobre el perdón, sobre la misericordia, y no ser incoherentes en la vida, usando una ideología para poder ir adelante. Es verdad que la Palabra del Señor a veces nos pone en apuros, pero también el diablo hace lo mismo, engañándonos. Ser cristiano es pues ser libres, mediante la confianza en Dios.

Sábado de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2, 13-17.

Qué fuerza de amor tuvo la mirada de Jesús para movilizar a Mateo como lo hizo; qué fuerza han de haber tenido esos ojos para levantarlo.

Sabemos que Mateo era un publicano, es decir, recaudaba impuestos de los judíos para dárselo a los romanos. Los publicanos eran mal vistos e incluso considerados pecadores, y por eso vivían apartados y despreciados por los demás. Con ellos no se podía comer, ni hablar, ni orar.

Los publicanos eran considerados traidores para el pueblo: le sacaban a su gente para dárselo a otros. Los publicanos pertenecían a esta categoría social.

Y Jesús se detuvo, no pasó de largo precipitadamente, lo miró sin prisa, lo miró con paz. Lo miró con ojos de misericordia; lo miró como nadie lo había mirado antes.

Y esa mirada abrió su corazón, lo hizo libre, lo sanó, le dio una esperanza, una nueva vida como a Zaqueo, a Bartimeo, a María Magdalena, a Pedro y también a cada uno de nosotros.

Aunque no nos atrevamos a levantar los ojos al Señor, Él siempre nos mira primero. Es nuestra historia personal; al igual que muchos otros, cada uno de nosotros puede decir: yo también soy un pecador en el que Jesús puso su mirada.

Los invito a que hoy en sus casas, o en la iglesia, estén tranquilos, solos, hagan un momento de silencio para recordar con gratitud y alegría aquellas circunstancias, aquel momento en que la mirada misericordiosa de Dios se posó en nuestra vida.

Después de mirarlo con misericordia, el Señor le dijo a Mateo: «Sígueme». Y Mateo se levantó y lo siguió. Después de la mirada, la palabra. Tras el amor, la misión. Mateo ya no es el mismo; interiormente ha cambiado.

El encuentro con Jesús, con su amor misericordioso, transformó a Mateo. Y allá atrás queda el banco de los impuestos, el dinero, su exclusión. Antes él esperaba sentado para recaudar, para sacarle a otros, ahora con Jesús tiene que levantarse para dar, para entregar, para entregarse a los demás. Jesús lo miró y Mateo encontró la alegría en el servicio.

La mirada de Jesús genera una actividad misionera, de servicio, de entrega. Sus conciudadanos son aquellos q los que Él sirve. Su amor cura nuestras miopías y nos estimula a mirar más allá, a no quedarnos en las apariencias o en lo políticamente correcto.

Jesús va delante, nos precede, abre el camino y nos invita a seguirlo. Nos invita a ir lentamente superando nuestros preconceptos, nuestras resistencias al cambio de los demás e incluso de nosotros mismos.

Dios nos desafía día a día con una pregunta: ¿Crees? ¿Crees que es posible que un recaudador se transforme en servidor? ¿Crees que es posible que un traidor se vuelva un amigo? ¿Crees que es posible que el hijo de un carpintero sea el Hijo de Dios?

Su mirada transforma nuestras miradas, su corazón transforma nuestro corazón. Dios es Padre que busca la salvación de todos sus hijos.

Dejémonos mirar por el Señor en la oración, la Eucaristía, en la Confesión, en nuestros hermanos, especialmente en aquellos que se sienten dejados, más solos. Y aprendamos a mirar como Él nos mira…

Viernes de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2, 1-12

El Evangelio de Marcos presenta un episodio de curación realizada por Jesús a un paralítico. Jesús está en Cafarnaúm y la muchedumbre se agolpa a su alrededor. A través de una apertura hecha en el techo de la casa, algunos le llevan a un hombre en una camilla. Esperan que Jesús cure al paralítico, pero Él descoloca a todos diciéndole: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Solo después le ordenará levantarse, tomar la camilla y volver a casa. Con sus palabras, Jesús nos permite ir a lo esencial. Él es un hombre de Dios: curaba, pero no era un curandero, enseñaba pero era más que un maestro y, ante la escena que se le presenta, va a lo esencial: mira al paralítico y le dice: “tus pecados te son perdonados”. La curación física es un don, la salud física es un don que debemos cuidar. Pero el Señor nos enseña que también la salud del corazón, la salud espiritual debemos cuidarla.

Jesús va a lo esencial también con la mujer pecadora, cuando ante su llanto le dice: “Tus pecados quedan perdonados” (Lc 7,48). Los demás se escandalizan cuando Jesús va a lo esencial; se escandalizan, porque ahí está la profecía, ahí está la fuerza. Del mismo modo, “Ve y no peques más” (Jn 5,14), dice Jesús al hombre de la piscina que nunca llega a tiempo para meterse en el agua y ser curado. Y a la Samaritana, que le hace tantas preguntas –ella hacía un poco la parte de la teóloga–, Jesús le pregunta por su marido. Va a lo esencial de la vida, y lo esencial es tu trato con Dios. Y muchas veces olvidamos esto, como si tuviésemos miedo de ir justo allí donde está el encuentro con el Señor, con Dios.

Nos preocupamos tanto por nuestra salud física, nos damos consejos sobre médicos y medicinas, y es algo bueno, pero ¿pensamos en la salud del corazón? Estas palabras de Jesús quizá nos ayuden: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. ¿Estamos acostumbrados a pensar en esa medicina del perdón de nuestros pecados, de nuestros errores? Preguntémonos: ¿Tengo que pedir perdón a Dios de algo? “Sí, sí, sí, en general, todos somos pecadores”, y así la cosa se diluye y pierde fuerza, esa fuerza de profecía que Jesús tiene cuando va a lo esencial. Y hoy Jesús a cada uno nos dice: “Yo quiero perdonarte los pecados”.

 Quizá alguno no encuentre pecados para confesarse porque le falta la conciencia de los pecados, de pecados concretos, de las enfermedades del alma que deben ser curadas, y la medicina para curar es el perdón. Es algo sencillo, que Jesús nos enseña cuando va a lo esencial. Lo esencial es la salud, toda: del cuerpo y del alma. Cuidemos bien la del cuerpo, pero también la del alma. Y vayamos a aquel Médico que puede curarnos, que puede perdonar los pecados. Jesús vino para esto, ¡dio la vida para esto!

Jueves de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 1,40-45


La lepra es una enfermedad contagiosa y despiadada, que desfigura a la persona, y que era símbolo de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados y advertir de su presencia a los pasantes. Estaba marginado de las comunidades civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.

El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves pasajes:

  1. La invocación del enfermo,
  2. La respuesta de Jesús,
  3. Las consecuencias de la curación prodigiosa.

El leproso suplica a Jesús de rodillas y le dice: «si quieres, puedes limpiarme». Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, y compasión es una palabra muy profunda: compasión significa «padecer-con-el otro».

El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo. Este detalle es muy importante. «Jesús extendió la mano y lo tocó… y en seguida la lepra desapareció y quedó purificado»

La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal se convierte en el punto del contacto.

Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y sanadora.

Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos toca y nos dona su gracia. En este caso pensamos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.

Una vez más el Evangelio nos muestra qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: Dios no viene a dar una lección sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de manera radical y definitiva.

Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios.

Hoy, a nosotros, el Evangelio de la curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación.

Para ser imitadores de Cristo frente a un pobre o a un enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y de abrazarlo.

Yo os pregunto: ustedes, cuando ayudáis a los demás, ¿los miráis a los ojos? ¿Los acogéis sin miedo de tocarlos? ¿Los acogéis con ternura?

Pensad en esto: ¿cómo ayudáis, a la distancia o con ternura, con cercanía? Si el mal es contagioso, también lo es el bien. Por lo tanto, es necesario que abunde en nosotros, cada vez más, el bien. Dejémonos contagiar por el bien y ¡contagiemos el bien!

Miércoles de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 1, 29-39

En nuestras carreras y nuestras apuraciones, muchas veces no sabemos en qué hemos gastado el tiempo. Decimos que le damos prioridad a ciertas cosas, que serían para nosotros las más importantes… y después al comprobar el tiempo que les dedicamos, muchas  veces apenas alcanzan un poco de nuestro tiempo. ¿Cómo sería un día de Jesús? ¿A qué le dedicaría más tiempo? 

San Marcos nos permite acercarnos a Jesús y compartir su tiempo y sus preocupaciones en un día ordinario, como haciendo un resumen de toda su actividad. Lugar importante para Jesús ocupan sus discípulos, sus amigos y sus familiares. Se da tiempo para el diálogo y también para enterarse de lo que les sucede, sus enfermedades y preocupaciones. Pero no se queda pasivo ante los acontecimientos, sino que proporciona solución.

Así lo encontramos conviviendo en la casa de Pedro, pero curando a su suegra y permitiéndole reintegrarse al servicio. Pero no se cierra en el entorno de amigos y conocidos, “al atardecer” le llevan enfermos y poseídos del demonio provenientes de todos los lugares. A todos los atiende, a todos los libera y a todos les devuelve su dignidad. Expulsa a los demonios y no les permite que hablen. Después de esta frenética misión curativa, lo encontramos “en la madrugada”, en la oscuridad y en solitario, entregado a la oración con Dios su Padre. Fortalecido por esos espacios de intimidad con su Padre retorna a lo que es su principal misión: “Vayamos a los pueblos cercanos a predicar el Evangelio pues para eso he venido”. Y termina este pequeño pasaje con una imagen de Jesús predicando y expulsando demonios.

Responde, pues, Jesús a las necesidades urgentes de curaciones y problemas, de amistad y convivencia, pero no descuida los ejes que sostienen su misión: la oración y la predicación del Evangelio.

Ahora estamos sometidos a jaloneos y propuestas que nos hacen olvidar la intimidad con Dios, que nos roban espacios de convivencia con los cercanos y que nos impiden ser testigos del Evangelio en atención con los hermanos. Si comparamos nuestras prioridades y nuestras urgencias con lo que hace Jesús, tendremos un serio cuestionamiento porque muchas de nuestras urgencias son banales y superficiales, y descuidamos lo verdaderamente importante. ¿Qué nos hace pensar hoy Jesús?

Martes de las I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 1, 21-28

Jesús “les enseñaba con autoridad”. El Evangelio de Marcos cuenta la enseñanza de Jesús en el templo y la reacción que suscita entre la gente su modo de actuar “con autoridad, y no como los escribas”. Es la diferencia entre “tener autoridad”, autoridad interior, como Jesús, y “ejercer la autoridad sin tenerla”, como los escribas, a los que siendo especialistas en la enseñanza de la ley y escuchados por el pueblo, no les creían. 

¿Cuál es la autoridad que tiene Jesús? Es ese estilo del Señor, ese “señorío” –digamos así– con el que el Señor se movía, enseñaba, curaca, escuchaba. Ese estilo señorial –que es algo que viene de dentro– muestra… ¿Qué muestra? Coherencia. Jesús tenía autoridad porque era coherente entre lo que enseñaba y lo que hacía, es decir, cómo vivía. Esa coherencia es lo que da la expresión de una persona que tiene autoridad: “Este tiene autoridad, esta tiene autoridad, porque es coherente”, es decir, da testimonio. La autoridad se ve en esto: coherencia y testimonio.

 Al contrario, los escribas no eran coherentes y Jesús por una parte advierte al pueblo a hacer lo que dicen pero no lo que hacen, y por otra no pierde ocasión para reprocharles, porque con esa actitud han caído en una esquizofrenia pastoral: dicen una cosa y hacen otra. Y pasa en diversos episodios del Evangelio. A veces Jesús reacciona arrinconándolos, a veces no respondiéndoles y otras veces calificándoles. Y la palabra que usa Jesús para calificar esa incoherencia, esa esquizofrenia, es hipocresía. ¡Es un rosario de calificativos! Tomemos el capítulo 23 de Mateo; muchas veces dice hipócritas por esto, hipócritas por aquello, hipócritas… Jesús los califica de hipócritas. La hipocresía es el modo de actuar de los que tienen responsabilidad sobre la gente –en este caso responsabilidad pastoral– pero no son coherentes, no son señores, no tienen autoridad. Y el pueblo de Dios es manso y tolera; tolera a tantos pastores hipócritas, a tantos pastores esquizofrénicos que dicen y no hacen, sin coherencia.

 Pero el pueblo de Dios que tanto tolera, sabe distinguir la fuerza de la gracia. Lo vemos en la Primera Lectura de hoy (Sam 1,9-20, donde el anciano Elí había perdido toda la autoridad, solo le quedaba la gracia de la unción, y con esa gracia bendice y hace el milagro a Ana que, destrozada de dolor, está rezando para ser madre. El pueblo de Dios distingue bien entre la autoridad de una persona y la gracia de la unción. “¿Pero tú vas a confesarte con ese, que es esto y lo otro?” –“Pues para mí ese es Dios. Punto. Ese es Jesús”. Y esa es la sabiduría de nuestro pueblo que tolera muchas veces a tantos pastores incoherentes, pastores como los escribas, y también a cristianos que van a Misa todos los domingos y luego viven como paganos. Y la gente dice: “Esto es un escándalo, una incoherencia”. ¡Cuánto daño hacen los cristianos incoherentes que no dan ejemplo y los pastores incoherentes, esquizofrénicos que no dan ejemplo!

Pidamos, pues, al Señor que todos los bautizados tengan “autoridad”, que no consiste en mandar ni dejarse oír, sino en ser coherente, dar buen ejemplo, y para eso ser compañeros de camino por las vías del Señor.

Lunes de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 1, 14-20

Una de las actitudes que han hecho que el cristianismo no haya llegado todavía a todos los corazones como es el deseo de Dios, es la indecisión en el seguimiento del Señor.

Todos estamos muy ocupados con nuestras cosas y nuestros pensamientos. Y la verdad que lo que hacemos es importante, sin embargo cuando el Señor nos llama no hay lugar para las demoras, ni para las excusas. Y este llamado no es solo al seguimiento apostólico, como sería el caso de los sacerdotes o religiosos o religiosas, es un llamado general para vivir con «prontitud» el mensaje del Evangelio: ¡Ven y sígueme! Será el mismo llamado para todos, apóstoles y seglares.

A la voz del Maestro hay que dejarlo todo y ponerse en camino con él. Pedro, Andrés, Santiago y Juan dejaron «de inmediato» lo que estaban haciendo: Nosotros ¿cuándo?

En este pasaje podemos comprobar como Jesús pasa a nuestro lado y nos llama. Cristo se presenta a nosotros en las actividades diarias, cuando menos lo esperamos, ya sea en la oficina, ya sea en las labores de casa. Él nos ve y nos llama.

El seguimiento a este llamado requiere dejar las cosas de lado y seguirle a Él totalmente. Con esto no quiero decir que haya que dejar de trabajar en ese momento o salir del trabajo para estar con Él (aunque si fuera posible sería maravilloso, como quien atiende a su mejor amigo recibiéndole en casa y no sólo llamando por teléfono). Jesús nos llama sin importarle lo que somos o cómo somos.

No le importa si somos un banquero, un albañil, un ama de casa, un pecador o un santo. Eso sí, una vez que le hemos respondido se nos pide dejarlo todo y seguirlo. Escogió a pescadores y a publicanos. Y no fueran los más inteligentes o capaces de su tiempo. Dios escoge a quien quiere. No hay motivos para tener miedo a fallarle, a no ser del todo fieles a Cristo en nuestro trabajo. Los apóstoles también le dejaron pero sin embargo tuvieron el valor de levantarse.

El Santo Padre Juan Pablo II ya lo dijo al inicio de su pontificado, “no tengan miedo, abran las puertas a Cristo”. Hagámoslo porque para Dios nada es imposible.

SÁBADO FERIA DE NAVIDAD

Mc 6, 34-44

En medio de un mundo egoísta, que solo piensa en sí mismo, este evangelio nos enseña lo que puede ocurrir cuando se comparte lo que se tiene.

El amor que nosotros decimos tener a Dios, tiene que hacerse concreto en las actitudes que tenemos para con los hermanos.

San Juan, en su carta, es muy claro cuando lo afirma  “amémonos los unos a los otros, el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” Proclamar que Dios es amor y olvidar que tenemos hermanos a nuestro lado, es una frase hueca, carente de vida y una traición al verdadero amor.

San Marcos, en el Evangelio de este día, nos presenta a Jesús viviendo plenamente este amor en los hechos concretos de solidaridad con los hermanos.

El hambre es una realidad de todos los tiempos y de todos los lugares. No podemos hacernos los desentendidos. Frente a las graves situaciones de hambre que actualmente se vive en muchos países, no se puede vivir en el seguimiento de Jesús y dar la espalda a la realidad que vive el pueblo.

Las palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos “dadle vosotros de comer” suenan terriblemente actuales, una orden categórica, y son una orden categórica que no podemos hacer a un lado.

Estamos terminando estas fiestas de Navidad y aunque se habla de una crisis sin precedentes, descubrimos excesos e incongruencias en los gastos y despilfarros. Así, mientras muchos pasan hambre, otros desperdician.

Es el inicio del año y tenemos que estar conscientes que el verdadero discípulo de Jesús se tiene que comprometer en una más justa distribución, en un nuevo sistema.

Después de anunciar su palabra, Jesús no se queda en palabras bonitas, asume el compromiso que implica el hambre del pueblo, es más, empuja a sus discípulos para que ellos también se comprometan a que no habrá verdadera paz mientras haya hambre, pobreza y miseria.

El compromiso del cristiano es llevar el mensaje y luchar por condiciones más justas para todos los hombres. ¿Cómo asumimos nosotros este compromiso?

Quizá nos parezca utópico, pero debemos iniciar desde lo pequeño, desde nuestros vecinos, desde nuestra realidad, los pequeños proyectos productivos, el compartir lo poco que tenemos, el descubrir la necesidad del otro, son los primeros pasos para iniciar este camino.

Cristo nos sigue diciendo hoy a cada uno de nosotros “dadle de comer”. Oigamos su voz y pongamos en práctica su mandamiento.

Viernes, Feria de Navidad

Mt 4, 12-17. 23-25

Dice la Primera Carta de San Juan (3,22-4,6): “Cuanto pidamos lo recibimos de Él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada”. Así pues, el acceso a Dio está abierto, y la llave es precisamente la que sugiere el apóstol: “que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros”. Solo así podemos pedir lo que queramos, con valentía, descaradamente: creer que Dios —el Hijo de Dios— vino en la carne, se hizo uno de nosotros. Esa es la fe en Jesucristo: un Jesucristo concreto, un Dios concreto, que fue concebido en el seno de María, que nació en Belén, que creció como un niño, que huyó a Egipto, que volvió a Nazaret, que aprendió a leer con su padre, a trabajar, a salir adelante, y que luego predicó cosas concretas: un hombre concreto, un hombre que es Dios pero hombre. No es Dios disfrazado de hombre. No: hombre, Dios que se hizo hombre. La carne de Cristo. Esa es la concreción del primer mandamiento. El segundo también es concreto: amar, amarnos los unos a los otros, amor concreto, no amor de fantasía: “Te quiero, cuánto te quiero”, pero luego con mi lengua te destruyo con las críticas. No, no, eso no. Amor concreto. Los mandamientos de Dios son concretos y el criterio del cristianismo es lo concreto, no ideas ni palabras bonitas. Concreción. ¡Ese es el reto!

El apóstol Juan, un apasionado de la Encarnación de Dios, anima a poner a prueba los espíritus —“examinad si los espíritus vienen de Dios”—, es decir, que cuando nos venga una idea sobre Jesús, o la gente, o hacer algo, o pensar que la redención va por tal camino, pongamos a prueba esa inspiración. La vida del cristiano, en el fondo, es concreción en la fe en Jesucristo y en la caridad, pero también es vigilancia espiritual, lucha, porque te vienen siempre ideas o “falsos profetas” que te proponen un Cristo “soft”, sin tanta carne, y un amor al prójimo un tanto relativo: “Sí, esos sí son de los míos, pero aquellos no”.


Debemos, pues, creer en Cristo que vino en carne, creer en el amor concreto y discernir, según la gran verdad de la Encarnación del Verbo y del amor concreto, para saber si los espíritus —la inspiración— provienen verdaderamente de Dios, “pues muchos falsos profetas han salido al mundo”: el diablo intenta siempre alejarnos de Jesús, apartarnos de Él, por eso es necesaria la vigilancia espiritual. Más allá de los pecados cometidos, el cristiano al final del día debe dedicar dos, tres, cinco minutos para preguntarse qué ha pasado en su corazón, qué inspiración o quizá incluso qué locura del Señor se le ha ocurrido: porque el Espíritu a veces nos empuja a las locuras, pero a las grandes locuras de Dios. Como por ejemplo, la de un hombre —presente en la Misa de hoy— que desde hace más de 40 años dejó Italia para ser misionero entre los leprosos de Brasil, o la de Santa Francisca Cabrini que siempre estaba de viaje para cuidar inmigrantes. Por tanto, os animo a no tener miedo y a discernir. ¿Quién me puede ayudar a discernir? El pueblo de Dios, la Iglesia, la unanimidad de la Iglesia, el hermano, la hermana que tienen el carisma de ayudarnos a ver claro. Por eso es importante para el cristiano la charla espiritual con gente de autoridad espiritual. No es necesario ir al Papa o al obispo para ver si eso que siento es bueno, pues hay mucha gente, sacerdotes, religiosas, laicos que tienen la capacidad de ayudarnos a ver qué pasa en mi espíritu para no equivocarme. Jesús tuvo que hacerlo al inicio de su vida pública, cuando el diablo le visitó en el desierto y le propuso tres cosas que no eran según el Espíritu de Dios, y rechazó al diablo con la Palabra de Dios. Si a Jesús le pasó eso, a nosotros también nos puede pasar. ¡No tengáis miedo!


Por otra parte, también en la época de Jesús había gente con buena voluntad, pero pensaban que el camino de Dios era otro: los fariseos, los saduceos, los esenios, los zelotes…, todos tenía la ley en la mano, pero no siempre tomaron el mejor camino. De ahí que recomiende la mansedumbre de la obediencia. Por eso, el pueblo de Dios va siempre adelante con cosas concretas, la caridad, la fe, la Iglesia. Y ese es el sentido de la disciplina de la Iglesia: cuando la disciplina de la Iglesia es concreta ayuda a crecer, evitando filosofías de fariseos o de saduceos. Es Dios quien se hizo concreto, nacido de una mujer concreta, vivido una vida concreta, muerto de una muerte concreta, y nos pide amar a hermanos y hermanas concretos, ¡aunque algunos no sean fáciles de amar! Pidamos a los santos, que son los locos de lo concreto, que nos ayuden a caminar por esa vía y a discernir las cosas concretas que el Señor quiere ante las fantasías e ilusiones de los falsos profetas.

Miércoles de la II Semana después de Navidad

1Jn 3, 11-21; Jn 1, 43-51

La palabra clave de la primera lectura de hoy es: «amor», una palabra muy usada y por lo tanto desgastada. Tal vez no nos equivocamos si decimos que hay tantos significados de esta palabra como personas que la pronunciamos o pensamos. ¿Qué es para mí el amor? podríamos preguntarnos. Y un cristiano tendría que responderse esa pregunta a la luz de la Palabra de Dios cuya encarnación en Jesucristo estamos celebrando por estos días.

En primer lugar «amar», «amor», es para nosotros un mandato de Cristo. Su único mandamiento. Un mandamiento que nos ha dado Jesús como su testamento en la cena de despedida, la última cena que celebró con sus discípulos. Por eso la lectura de hoy nos dice que este mensaje lo hemos oído desde el principio, desde que comenzamos a ser cristianos, desde que recibimos la primera catequesis. Otra cosa es que lo hayamos olvidado, lo hayamos puesto en segundo o quinto o quién sabe qué lugar en nuestras vidas.

En la lectura se nos presenta una inquietante confrontación entre dos pares de palabras: amor y vida, odio y muerte. Quien no ama no vive y quien odia llega hasta matar, como Caín. Quien ama es capaz de llegar hasta a dar la vida por los que ama, como Jesús. El que no ama se cierra en su egoísmo estéril. Esta es la verdadera dimensión del amor: cuando es creador, cuando da vida, cuando difunde en torno suyo alegría y paz, solidaridad, comprensión, perdón, cuando construye comunidad y hace de los que se aman una familia de hermanos. Todo lo contrario de la fatídica imagen de Caín.

Las palabras de la carta 1ª de Juan resuenan entonces absolutamente realistas: «quien odia a su hermano es un homicida»; «hijos míos no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras».

La lectura evangélica continúa presentándonos el llamamiento de los primeros discípulos. Jesús llama a Felipe con una llamada imposible de no escuchar: «¡sígueme!»; y Felipe a su vez anuncia a su hermano Natanael el gran encuentro: «Aquel de quien escribieron en la Ley Moisés y los Profetas». Solo que Natanael no puede creer, que un pobre campesino, oriundo de la desconocida Nazaret, hijo de un carpintero, sea el Mesías anunciado y esperado por siglos. Jesús les anuncia, al asombrado Natanael y a sus compañeros, que a su lado verán maravillas: verán la irrupción del cielo en la tierra, la definitiva intervención de Dios en la historia de los seres humanos, las palabras del juicio final que serán consuelo y salvación para las víctimas, los mártires, los pobres y humillados de la tierra, y en cambio serán la condenación de la soberbia, del orgullo, la violencia y la codicia. Es lo que significan las imágenes del lenguaje apocalíptico que el evangelista pone en labios de Jesús.