NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

Lc 1, 57-66. 80

La misión del profeta casi siempre es dolorosa. Se necesita tiempo, reposo y calma interior para sopesar y escuchar lo que Dios pueda decirnos. Todo profeta -cada uno lo somos- pasa por momentos de desaliento y desánimo.

Profeta no es quien adivina el futuro, sino aquel que conociendo el pasado, sacando sus lecciones, interpreta el presente con serenidad, con vistas a un futuro esperanzado y mejor. Por eso digo: todos somos profetas: conocedores de un mensaje, de una historia, con sus partes negativas, y que no deberíamos repetir. Hemos sido elegidos para ser portadores de luz, de libertad, de fraternidad. “Luz para las naciones”, “llevar la salvación allá donde estemos o vayamos”. Es nuestro reto; como lo fue el de Jesús. Se trata de escuchar, de encontrar el apoyo en Dios, de no ser pretenciosos ni engreídos, abrirnos a la LUZ.

Encontrar en Jesús -como lo hizo la comunidad primitiva cuando escuchó este texto y que hoy podemos aplicar también a Juan, el bautista-, la Luz para ver más y mejor, ver más lejos y más hondo, con mayor sinceridad y más despojo, con más veracidad y entrega, es lo que nosotros, cristianos, podemos ofrecer a los demás…aunque no crean lo mismo.

Cuesta adaptar la visión interior al foco luminoso de Jesús. Al principio, es una luz cegadora, pero poco a poco, la realidad entorno va adquiriendo su auténtica dimensión y claridad, porque nuestro interior es más diáfano con Jesús.

“La verdad expresada antes de tiempo siempre es peligrosa”. Los profetas lo sabían bien, lo experimentaron en carne propia. La Iglesia es tierra de profetas.

Juan es su nombre

Desconcierto generalizado ante aquel cambio de nombre. Típico: cuando Dios tiene reservada una misión para alguien, lo primero que hace es cambiarle el nombre. Es una forma de expresar la novedad, porque cada nombre tiene un significado que va más allá de lo puramente familiar.

Por eso, antaño, los religiosos y religiosas, se cambiaban de nombre al iniciar una nueva etapa en su vida. Los papas siguen haciéndolo. Por tanto, no es de extrañar la extrañeza del vecindario cuando Zacarías dijo: Juan es su nombre. Se rompía la tradición familiar. Comenzaba una etapa nueva. Aquel niño, ¿qué iba a ser? ¿qué significado tenía ese giro nominal? Habría de pasar tiempo para saberlo.  Juan se convertiría en el eslabón unitivo de esa larga cadena entre lo antiguo y lo nuevo.

Es bueno saber qué significa el nombre bautismal que eligieron nuestros padres; y de él, ver si nuestra vida se corresponde con ese significado y comprender mejor nuestra misión en el mundo.

Aunque, la verdad, a veces hay nombres que no suenan muy bien que digamos… Se tratará entonces de que sepamos darle vida y contenido con nuestra personalidad y con nuestros actos… Si lo hacemos bien, pronto veremos que nos “hemos singularizado” más allá del nombre recibido… Claro que no todo podemos someterlo al significado de nuestro nombre, pero sí podemos darle “un estilo nuevo”.

Miércoles de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 15-20

Injertados en Cristo con el Bautismo, los cristianos hemos recibido gratuitamente de Él el don de la vida nueva; y gracias a la Iglesia podemos permanecer en comunión vital con Cristo.

Es necesario mantenerse fieles al Bautismo, y crecer en la amistad con el Señor mediante la oración, la escucha y la docilidad a su Palabra, leer el Evangelio, la participación a los Sacramentos, especialmente a la Eucaristía y a la Reconciliación.

Si uno está íntimamente unido a Jesús, goza de los dones del Espíritu Santo, que, como nos dice san Pablo, son «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal 5,22); y en consecuencia hace tanto bien al prójimo y a la sociedad, como un verdadero cristiano.

De estas actitudes, de hecho, se reconoce que uno es un verdadero cristiano, así como por los frutos se reconoce al árbol.

Los frutos de esta unión profunda con Jesús son maravillosos: toda nuestra persona es trasformada por la gracia del Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad de espíritu y cuerpo.

Recibimos un nuevo modo de ser, la vida de Cristo se convierte también en la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús.

Entonces, con su corazón, como Él lo ha hecho, podemos amar a nuestros hermanos, a partir de los más pobres y sufrientes, y así dar al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz.

Confiémonos a la intercesión de la Virgen María, para que podamos ser sarmientos vivos en la Iglesia y testimoniar de manera coherente nuestra fe, coherencia de vida y de pensamiento. De vida y de fe. Conscientes que todos, según nuestras vocaciones particulares, participamos de la única misión salvífica de Jesucristo.

Martes de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 6; 12-14

A finales del siglo VII antes de Cristo, Jerusalén está sitiada por los asirios. Senaquerib, el rey de Asiria, está seguro de que la ciudad caerá en sus manos, como ha ocurrido con las demás ciudades a las que ha sometido poco antes. De nada le valdrá fiarse de su Dios, también los demás dioses han sido impotentes para librar a las otras ciudades.

El rey Ezequías se siente atemorizado y ora al Dios de Israel, ante quien despliega la carta en la que figuran las amenazas de su enemigo. En su oración invoca al Dios Creador y ensalza su incomparable superioridad sobre los dioses de las naciones vecinas, que no merecen siquiera ese nombre, pues son hechura de manos humanas.

El profeta Isaías asegura a Ezequías que Dios ha escuchado su oración y que salvará a la ciudad de esa invasión que parece inminente. Y lo hará “por mi honor y el de David, mi siervo”. Es un motivo recurrente en el AT: Dios aparece ante todo como un Dios celoso de su propia gloria, y un Dios que salva al pueblo cuando éste es fiel a sus mandatos; cuando no, lo castiga con la derrota. No es ésta la única imagen de Dios que podemos ver en el AT, pero sí predomina en un largo período de su historia.

No obstante, ese Dios celoso obra en virtud del compromiso adquirido con su pueblo. Es un Dios fiel a sus promesas y a la alianza pactada con David, su siervo. Es perfectamente coherente acogerse a É fiándose enteramente de esas promesas y de esa alianza. Nunca se desdecirá de lo que dijo a los antepasados. Esa fidelidad a sí mismo y a su pueblo es una constante en toda la historia de la salvación, y sigue siendo el fundamento de nuestra fe y de nuestra confianza en él.

Hacer el bien siguiendo a Jesús, aun cuando resulte penoso

El sermón del monte está a punto de concluir. Jesús proclama a quienes lo escuchan que hay que llevar a la práctica las enseñanzas recibidas a lo largo de ese discurso que les ha dirigido. Habla de dos puertas y dos caminos, idea que encontramos con frecuencia en el Antiguo Testamento. La puerta que abre a la vida es estrecha y el camino que conduce a ella es también penoso.

Jesús se está refiriendo a las penalidades que tendrán que soportar los discípulos para entrar en la vida, es decir, para disfrutar de la dicha que les prometió al hablar de las bienaventuranzas al comienzo de su discurso. El sermón del monte tiene exigencias radicales para sus oyentes; entre otras, la urgencia de seguir a Jesús, con los riesgos que de ello se derivan.

Como resumen de todo el sermón del monte, Mateo inserta aquí la regla de oro que aparece en diversos pasajes de la Escritura y en la que se concentra en cierto modo todo el pensamiento bíblico: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la ley y los profetas”. Se nos invita a tomar la iniciativa de hacer el bien, independientemente de lo que hagan los demás y sin esperar ninguna compensación por nuestro comportamiento. Si eso nos proporciona un trato amable por parte de los otros, bienvenido sea, pero no es lo que pretendemos en primera instancia. Hacemos el bien porque eso es bueno, y además porque así es como ha obrado siempre Jesús, que “pasó haciendo el bien”.

En resumen: ¿Confiamos en Dios también cuando nos va mal? ¿Tratamos de hacer el bien, cueste lo que cueste?

Lunes de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 1-5

No juzgues ni condenes a nadie, pero adviérteles como verdaderos hermanos.

Las palabras de Jesús no imponen a sus discípulos la prohibición de formarse un juicio moral sobre la conducta del ser humano, lo que condena es todo intento de corregir a los demás antes de haberse aplicado a sí mismo esa norma de conducta. Juzgar se entiende por la inclinación que experimenta el ser humano a criticar y a encontrar defectos en el prójimo. El que no quiere saber nada de autocrítica ¿cómo puede ayudar a los demás? Quien practica la crítica implacable pierde toda lucidez. La viga en el propio ojo es la falta de amor con que se juzga a los demás, que impide toda visión objetiva. El primer paso es la sincera evaluación de las propias limitaciones. Sólo el que logra superar sus fallos personales puede alcanzar una visión suficientemente aguda como para ayudar a sus semejantes.  Mira cómo queda tu corazón: “El fruto de la paz – dice S. Ambrosio-, es la falta de confusión en el corazón”.

 “Hipócrita, ¡sácate primero la viga de tu ojo, y entonces…”. No es que cada uno vaya a lo suyo. La viga en tu ojo te impide para sacar la mota del ojo de tu hermano. El sacarse la viga no es sino para poder servir al hermano. El fin no es que no sufras la molestia. No es caer en el “ése es su problema”. Eso no es cristiano. Dios quiere la salvación de todos los hombres. La salvación de cada ser humano se nos encomienda. Es algo mucho más delicado que el sacar una “mota”…, el fin es poder servir al otro para su salvación. 

Sábado de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 24-34

Dios no se olvida de nosotros, de ninguno de nosotros. De ninguno de nosotros, nos recuerda con nombre y apellido. Nos ama y no se olvida. Que hermoso es pensar en esto. Dice Jesús: «Miren los pájaros del cielo ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta.… Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos». (Mt 6,26.28-29).

Pero pensando en tantas personas que viven en condiciones de precariedad, o incluso en la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer abstractas, si no ilusorias.

En realidad son más que nunca actuales. Nos recuerdan que no se puede servir a dos patrones: Dios y la riqueza. Mientras cada uno busque acumular para sí, jamás habrá justicia.

Debemos escuchar bien esto, ¿eh? Mientras cada uno busque acumular para sí, jamás habrá justicia. Si en cambio, confiando en la providencia de Dios, buscamos juntos su Reino, entonces a nadie faltará lo necesario para vivir dignamente.

Un corazón ocupado por la furia de poseer es un corazón lleno de esta furia de poseer, pero vacío de Dios. Por eso Jesús ha advertido varias veces a los ricos, porque en ellos es fuerte el riesgo de colocar la propia seguridad en los bienes de este mundo, y la seguridad, la seguridad definitiva, está en Dios.

En un corazón poseído por las riquezas, no hay más espacio para la fe. Todo está ocupado por las riquezas, no hay lugar para la fe.

Si en cambio se deja a Dios el lugar que le espera, o sea el primer lugar, entonces su amor conduce a compartir también las riquezas, a ponerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de desarrollo, como demuestran tantos ejemplos, también recientes, en la historia de la Iglesia.

Y así, la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula riquezas solamente para sí sino que las pone al servicio de los demás, en este caso la Providencia de Dios se hace visible como un gesto de solidaridad.

Si en cambio alguien acumula solo para sí, ¿qué le pasará cuando será llamado por Dios? No podrá llevarse las riquezas consigo porque, sepan, la mortaja no tiene bolsillos.

Es mejor compartir, porque solamente llevamos al cielo aquello que hemos compartido con los demás.

Viernes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 19-23

Hay expresiones en nuestro mundo que encajan perfectamente con el pensamiento judío que muestran los evangelios.  Cuando una persona no es sincera, que es hipócrita o se deja llevar por la ambición, lo expresamos diciendo que camina con doble corazón.  Así expresan también el dolor y la intranquilidad que esto ocasiona.

Al contrario, cuando alguien es sincero y está contento, se le dice que tiene un solo corazón.

¿Cómo puede alguien ser feliz con un corazón apegado a las riquezas?  “Donde está tu tesoro ahí está tu corazón”, dice el Señor.  Esto contradice y está fuera de lugar del pensamiento y deseo actual que supone que con las riquezas llega la felicidad, pero es una clara aclaración de que el corazón humano no está hecho para permanecer esclavo de las cosas, sino para ser su dueño y señor.

El hombre fue creado para parecerse a Dios, que es dueño y Señor, que da vida y sostiene, que con generosidad y gratuitamente da a todos sus dones.

Cuando miramos a través del cristal del dinero, todo se cambia y pierde su sentido.  Si miramos a las personas con el signo de Euros, les quitamos su dignidad.  Si las riquezas prevalecen sobre la verdad, los engaños y los fraudes destruyen las relaciones.  Si importa más el negocio y las ganancias que la justicia, se rompen todos los lazos de la fraternidad y nos hacemos unos esclavos de los otros.

Todos experimentamos esta grave tentación del dinero, del bienestar y todo lo que traen las riquezas y buscamos justificar su posesión.  Pero hoy dejemos entrar estas palabras de Jesús en nuestro corazón y miremos si no han invadido las riquezas, como un cáncer, nuestro corazón.  No es necesario tener grandes riquezas para decir que nuestro corazón es esclavo de las riquezas.  El dinero también esclaviza y hace egoísta a los pobres.

Miremos nuestra relación con el dinero y los problemas que esto nos ocasiona, por ejemplo, en la misma familia, entre los amigos, entre los compañeros.  Muchas veces una amistad termina por la ambición de una de las partes.

Pidamos al Señor que tengamos un corazón libre, generoso, dispuesto al amor, que busquemos la verdadera libertad de nuestro corazón para seguir el camino del Señor.

Jueves de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 7-15

La comunidad a la que se dirige el evangelio de Mateo es una comunidad cristiana de segunda generación en la que se va enfriando “el amor primero” con las consecuencias prácticas que esto tiene. Es necesario volver a presentar la vida de Jesús, sus hechos, su itinerario, la continuidad de su presencia a través del Espíritu, la misión de la Iglesia.

En este texto evangélico, Mateo presenta a la comunidad este relato de la vida de Jesús en la que nos propone una forma de dirigirse al Padre. Ellos, los judíos, estaban ya acostumbrados a rezar, Jesús resume toda su enseñanza en peticiones dirigidas al Padre marcadas por una experiencia profunda de filiación.

El Padre Nuestro es mucho más que una oración de petición. Esta forma de dirigirse Jesús a Dios como Padre, expresa toda la riqueza y hondura con la cual Jesús vivió la relación filial con su Padre, su modo de experimentar a Dios. Abba como expresión de cariño, confianza, ternura que son también atributos de Madre. Manifiesta así mismo, la nueva relación con Dios que debe caracterizar la vida de los creyentes.

A pesar de ser una oración tan repetida, se nos invita a no caer en la rutina, a crear un espacio interior desde donde captar toda la hondura que se expresa en la palabra Abba “papaíto” A abrir nuestro corazón a la caricia de Dios y desde ahí, abrir nuestros labios para el diálogo con Él.

Pero si la palabra PADRE  nos pone en conexión con nuestro ser más profundo y desde ahí entrar en intimidad con el Abba, la palabra NUESTRO nos conecta con todos los seres humanos, nos invita a sentirnos miembros de una comunidad mayor, a entrar en sintonía con los gritos de la humanidad, nos llama a estrechar, con acciones concretas, nuestras relaciones para hacerlas más fraternas, para que “nada de lo humano nos sea ajeno” y solo así, dispuesto nuestro corazón para acoger esas dos experiencias, iniciamos nuestra oración diaria PADRE NUESTRO.

Si seguimos desgranando las peticiones que dirigimos al Padre sentiremos una invitación a trabajar para construir aquí su Reino, para que no falte a nadie ni el Pan de la Eucaristía ni el pan que sustenta la vida de los seres humanos. Y recordamos que, en la medida que vivamos la experiencia de sentirnos perdonados por Dios nos será más fácil perdonar a nuestros hermanos y esta experiencia de perdón fortalecerá la paz de nuestro corazón.

Por último, recordamos nuestra fragilidad tantas veces experimentada, “no nos dejes caer en la tentación”. Deseamos, así se lo pedimos al Padre, que sostenga nuestra debilidad y fortalezca nuestra voluntad para que, “nos libre de todo mal” y como proclamó el profeta Ezequiel al pueblo de Israel, podamos cantar con nuestra vida” no adoréis a nadie más que a Él”.

Miércoles de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 1-6; 16-18

Después de que Elías fuera arrebatado al cielo, a Eliseo le salía de las entrañas esta pregunta ¿Dónde está Dios? Es una pregunta constante en todo drama humano.

Recurriendo al antiguo catecismo del Astete, la respuesta que daba a esta pregunta era: “Dios está en el cielo, en la tierra y en todas las cosas”. De pequeños, nos hacían repetir esta respuesta de memoria, probablemente sin pararnos a pensar qué significaba.

En resumen, Dios está presente en todas las cosas, en cada situación humana, sea de alegría o de tristeza, de dolor o de gozo, en cada situación en la que se bendiga a Dios, Él está presente.

Está presente, mientras nosotros sufrimos, por medio de la cruz asumiendo nuestro dolor, y por medio del amor siendo para nosotros palabra de aliento y consuelo. Está presente cuando dedicamos nuestras manos al servicio de la caridad, siendo alimento para los más necesitados. Está presente por medio de nosotros cuando es el perdón lo que ofrecemos en medio de las tensiones.

Es el momento de buscar una respuesta adecuada a nuestra necesidad actual. La pregunta “¿Dónde está Dios?” se ha de transformar en otra cuestión: ¿Dónde quiero que esté Dios en mi vida? Porque en definitiva no es una cuestión de ubicación de Dios, sino de cómo me sitúo yo ante Dios. ¿Dónde sitúo a Dios en mi vida?

No es una pregunta que suponga una respuesta cómoda. La opción por Dios necesita de la incomodidad. Aunque por raro que nos parezca, requiere que nos desquicie. La búsqueda personal que supone la presencia de Dios es comprendida cuando salgo de mi estado de bienestar e intento responder afirmativamente a su llamada.

Oración, ayuno y solidaridad

El Evangelio comienza diciendo: “Cuidado de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos”. A veces, eso que llamamos nuestra justicia se transforma en desquite, venganza, narcisismo… Es como tomarse la justicia por su cuenta. No podemos pretender ser un escaparate donde se exponen nuestras formas de vidas, pero de alguna forma lo somos, cuando queremos ofrecer un testimonio del amor de Dios.

La propuesta de Jesús es la oración en silencio, apartada, sin escaparates, una oración sincera, que tenga que ver sólo contigo y con Dios. Este tipo de oración necesita de una justa intimidad, porque requiere de la lealtad y la fidelidad, de la constancia y la cercanía.

Otra propuesta de Jesús es el ayuno. No por razones terapéuticas, sino como una manera de sentir en tu piel las necesidades del pobre: hambre, desnudez, vulnerabilidad, desconsuelo… Sentir en tu piel las necesidades del pobre nos ayuda a comprender su situación, y a medir nuestras fuerzas y recursos para el compartir.

Y la limosna, entendida como el servicio solidario que prestamos desde la caridad, compartiendo con los más necesitados nuestros recursos, practicando así las obras de misericordia: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, consolar al triste…

En este tiempo hemos de dirigir la mirada en nuestras posibilidades de fe y compromiso por Dios, que nos alienta al servicio de la caridad. Por eso, nuestra presencia, y nuestra manera de nombrar a Dios será desde la solidaridad, y la alegría del compartir. Esta ha de ser nuestra oración.

Martes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

M 5, 43-48

La terminación del pasaje del evangelio de hoy nos hace comprender nuestra debilidad y al mismo tiempo el mandato vocacional que hemos recibido: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.” Esta exigencia de Jesús está enmarcada en el sermón de la montaña que venimos escuchando.  En los versículos del capítulo quinto del evangelio de San Mateo, proclamado el jueves de la semana pasada, encontramos la razón de ser: “Si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos.” El referente de la perfección no es la ley, sino el mismo Dios. Eso ya se había indicado a los hijos de Israel: “Vosotros sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo.” Fijando su mirada en la letra de la ley se olvidan del Legislador. Se remitían a la ley olvidándose del Dador de la ley.

Este pasaje del libro primero de los Reyes pone de manifiesto el olvido Dios en el día a día, dejándolo al margen de los proyectos y propósitos que tenemos. Cuando esto ocurre la injusticia se hace presente y se usa el poder, recibido para llevar a cabo una encomienda, en este caso, el gobierno del pueblo de Dios (Ajab es rey de Israel), para servirse de él para conseguir sus fines.  Y así aparece el atropello del débil que apelando a sus derechos no cede a las peticiones reales. Mal aconsejado, en lugar de apegarse a los preceptos de Dios, presta oídos a los consejos afines con sus deseos. La consecuencia, cerrar los ojos a la justicia y dejar que por medios infames le consigan lo que desea. Parece que todo vale.

La voz del profeta Elías sale a su encuentro y denuncia en nombre del Señor el atropello. La advertencia es acogida: se rasga las vestiduras, viste sayal y ayuna en señal de penitencia.  Pero eso es algo puntual, no significa cambio de rumbo. De hecho el texto dice: “Y es que no hubo otro que se vendiera como Ajab para hacer lo que el Señor reprueba, empujado por su mujer Jezabel.”

La ley sin la referencia permanente al Legilador se torna un arma de dos filos. Al olvidarse de Dios, su salvador, la norma pierde vigencia y no afecta a la vida, porque incluso cumpliéndola, la letra mata por desconocer el espíritu de la misma.

No he venido a abolir sino a dar plenitud

No llega Jesús a derribar lo que está en pie, sino a levantar las tiendas caídas de Israel. Ha venido a llevar a la humanidad a la plenitud de su existencia. De ahí la exigencia de una mayor perfección. Marca la diferencia al colocar nuevamente en su lugar a Dios. En el centro de la vida, lugar del que ha sido retirado para situarse el hombre. Cuando esto ocurre aparecen las mayores contradicciones.

Por eso Jesús, en el sermón de la montaña lleva a su máxima expresión los mandatos de la ley. “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo…” Esto parece que tiene carta de ciudadanía. Nos limitamos a atender a los que son de los nuestros. Favorecer a los que piensan y sienten como nosotros y a veces da la impresión que esto es compatible con el Evangelio. Nos puede ocurrir lo que a los letrados y fariseos: desconocen la misericordia y se centran en los que son sus disposiciones y tradiciones. Hay que amar a los que nos persiguen y calumnian. Hay que amar a todos.

Se trata de seguir el ejemplo que nos da Dios que en Jesucristo se ha revelado como la norma de vida para todo ser humano. No puede ser de otra manera. Sed santos porque yo, vuestro Dios, soy santo. Mirándose en Él, la letra ya no está muerta ni mata, porque habiéndonos centrado en Él, su vida es nuestra vida. Así debía haber sido para la totalidad de Israel, pero apartándose se descarrió. El resto fiel, firmemente apegado a Dios reconoce la plenitud de la ley en el amor a todos. Estos son los que acogen, se alegran ante la llegada del Reino y afirman con Jesús que sólo amando como somos amados todo cobra un sentido nuevo.

Hoy tenemos un reto: mostrar que la perfección consiste en amar a todos como Dios los ama. No hay distingos posibles en la determinación de amar. No amo desde mis planteamientos, sino que el deseo de amar se asienta en el mismo amor de Dios. Él va abriendo camino. El que es perfecto es el único modelo válido. No valen otros modelos.

¿Sintonizo desde la sintonía con Dios con cada ser humano sin dejar de lado a nadie?

¿Busco la perfección amando como Dios ama?

Lunes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

M 5, 38-42

En la primera lectura se nos narra la historia de Nabot, de Yezrael. Desde que el mundo es mundo, el abuso de poder y los caprichos de los poderosos se pagan con la sangre y el sacrificio de los inocentes. Por otra parte, en nuestra mentalidad tal vez no se concibe que pierdas la vida por una propiedad a la que incluso te ofrecen intercambiarla sacándole buenos beneficios. Pero para un israelita la heredad de sus padres suponía la pertenencia a un clan, un derecho de ciudadanía y en muchos casos, el lugar donde reposaban los restos de los antepasados.

Nabot se niega a acceder a los deseos del rey para defender sus derechos, como lo han hecho y lo hacen tantos hermanos nuestros. Y lo más sarcástico de esta injusticia y de este pecado que se nos narra es que se hace en nombre de Dios y de su ley, proclamando un ayuno colectivo para “aplacar la ira de Dios”. Esto es algo que, por desgracia, se ha repetido y se repite también muchas veces a lo largo de la historia. 

Pero como nos dice el salmista, nuestro Dios no ama la maldad, ni el malvado es su huésped, ni el arrogante se mantiene en su presencia. Detesta a los malhechores, destruye a los mentirosos y aborrece a los sanguinarios y traicioneros. El pecado tiene sus consecuencias y siempre pasa factura.

Dios siempre nos escucha, atiende a nuestros gemidos y nos defiende del peligro. Él es nuestro verdadero Rey, que protege y defiende nuestros derechos. Él es nuestro verdadero y único Dios, que conoce nuestro corazón y nos libera del poder del pecado y de la muerte.

En el evangelio vemos a Jesús como nuestro gran Maestro, que no sólo no ha venido a abolir la Ley y los Profetas, sino que le da plenitud, la plenitud del Amor.

En este caso se trata de la ley del Talión. Una ley “justa” para evitar los excesos de venganza. Jesús nos introduce en el corazón del Padre, pues de allí salimos, y nos muestra una vez más, que la medida del amor es el amor sin medida (San Agustín). No sólo no quiere que no nos excedamos en la venganza sino que no anide en nuestro corazón ningún sentimiento malo.

Es fuerte poner la otra mejilla al que te abofetea, es más, nos parece inaudito y en la mayoría de los casos, cuando nos vemos en esas situaciones, nos vence la tentación de defendernos ante la ofensa. Pero Jesús no nos pide algo por lo que Él no haya pasado, pues ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado dándonos ejemplo para que sigamos sus huellas; ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos.

Dios es amor; amor hasta el extremo. Él nos enseñó el Mandamiento: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás al prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley y los Profetas. No basta sólo cumplir, no basta sólo resistir al mal, hay que vencer al mal a fuerza de bien.

Señor, que tu Espíritu de Amor venga en ayuda de nuestra debilidad para vencer las tentaciones del odio y del egoísmo. Que tu Espíritu de Amor nos haga vivir la caridad que es paciente, amable, que no lleva cuentas del mal, que aguanta sin límites y todo lo soporta. Derrama sobre nosotros tu Espíritu de Amor para que el testimonio de nuestra vida haga creíble el Evangelio.