Jueves de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 6, 7-13

El Evangelio debe ser anunciado en pobreza, porque la salvación no es una teología de la prosperidad. Es solamente y nada más que el buen anuncio de liberación llevado a todo oprimido.

Ésta es la misión de la Iglesia: la Iglesia que sana, que cura. Algunas veces, he hablado de la Iglesia como hospital de campo. Es verdad: cuántos heridos hay, cuántos heridos. Cuánta gente necesita que sus heridas sean curadas.

Ésta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es Padre, que Dios es tierno, que Dios nos espera siempre.

Desviar de la esencialidad de este anuncio abre al riesgo de tergiversar la misión de la Iglesia, por lo cual el compromiso profuso para aliviar las diversas formas de miseria se vacía de la única cosa que cuenta: llevar a Cristo a los pobres, a los ciegos, a los prisioneros.

Cuando olvidamos esta misión, olvidamos la pobreza, olvidamos el celo apostólico y ponemos la esperanza en estos medios, la Iglesia lentamente cae en una ONG y se transforma en una bella organización: potente, pero no evangélica, porque falta aquel espíritu, aquella pobreza, aquella fuerza para curar.

En el Evangelio de hoy, los discípulos vuelven felices de su misión y Jesús los lleva a descansar un poco, pero no les dijo: «pero ustedes son grandes, en la próxima salida organicen mejor las cosas…» Solamente les dice: «Cuando hayan hecho todo lo que deben hacer, díganse a sí mismos: somos siervos inútiles».

Éste es el apóstol. ¿Y cuál sería la gloria más grande para un apóstol? «Ha sido un obrero del Reino, un trabajador del Reino». Ésta es la gloria más grande, porque va en este camino del anuncio de Jesús: va a curar, a custodiar, a proclamar este buen anuncio y este año de gracia. A hacer que el pueblo encuentre al Padre, a llevar la paz al corazón de la gente».