Viernes Santo

Esta tarde nos reunimos para contemplar el rostro doliente de Cristo crucificado.  Queremos acercarnos al misterio de su Pasión y de su cruz, queremos comulgar con sus padecimientos, queremos agradecer la inmensidad de su amor.

Al comenzar esta tarde la celebración de la muerte de Cristo, lo hemos hecho arrodillándonos en silencio meditativo y agradecido.  Es la actitud de quien adora.  Ante esta realidad de un Dios que muere por nosotros, ¡qué otra cosa podemos hacer sino echarnos por tierra repitiendo en el corazón: qué grande, y qué fuerte, Dios mío es tu amor! ¡Tu amor ha llegado hasta el fin! ¡Tu amor nos ha salvado! ¡Gracias, Señor!

La celebración de esta tarde toda ella se centra en la Cruz.  Hoy, de hecho, la Iglesia no celebra la Eucaristía, el más importante sacramento del culto católico; pero asistimos al memorial mismo de la muerte de Cristo.

Veamos en la cruz algunos aspectos que a lo largo del año litúrgico pasamos por desapercibidos: La cruz implica sufrimiento, pero se trata del sufrimiento que lleva a la alegría.

La Iglesia, mediante su liturgia de hoy, nos invita a creer en el Mesías crucificado y a aceptar en la fe: que la muerte de Cristo es el acto de amor supremo de Dios, por medio del cual nos salva; que Dios ha querido manifestar todo su poder en la debilidad de la cruz; que la locura de la cruz es más sabia que la sabiduría del mundo; que a partir de la muerte de Jesús en el calvario, todo en la vida del creyente adquiere un sentido imposible de alcanzar por otros medios; que gracias a la cruz del Señor podemos tener la certeza de que todos nuestros pecados han quedado perdonados; que después de la cruz, no existe otra fuerza mayor en el mundo que no sea el amor;  y, que la vida adquiere su mayor sentido en el amor.

Acabamos de escuchar el impresionante relato de la Pasión.  Jesús ha dado su vida por nosotros.  Él, el inocente y el justo, ha muerto violentamente a manos de verdugos como si de un criminal se tratase.

La pasión nos muestra todo lo que Jesús ha hecho por nosotros, todo el inmenso amor que ha tenido para con todos los hombres.  Hoy, más que nunca, debemos compartir su sufrimiento.  Y, también hoy, debemos sentirnos más cerca de Jesús, incluso sintiéndonos culpables de haber pecado, puesto que, como hemos escuchado en la 2ª lectura, Él no es alguien que “no sea capaz de compadecerse de nuestras flaquezas”.  Jesús ha pagado a un precio muy caro el mal del mundo.  Por eso podemos acercarnos a Él sabiendo que nos perdona y que somos bien acogidos. 

Esta tarde, nos acercamos a la cruz con humildad y confianza, sabiendo que Jesús abre sus brazos para acogernos, perdonarnos y fortalecernos.  ¡Ojalá supiéramos contemplar los brazos abiertos de Jesús!  Por una parte, estos brazos abiertos vencen todo el mal y todo el pecado de nuestro corazón y nos hace mejores y más sencillos, y, por otra parte, nos animan a acercarnos a Él con más fuerza que nunca, con mayor ilusión, superando el desánimo y el desencanto.

Es tremendo la inmensidad de sufrimiento que existe en nuestro mundo.  Sufrimiento físico y moral.  Guerras, miseria, hambre, violencia y muerte.  Toda clase de sufrimientos.  Cárceles y torturas.  Odios, envidias y desprecios.  Y la lista sería interminable.  ¡Cuántos rostros marcados por el dolor!

Jesús hoy y aquí sigue muriendo por nuestros hermanos.  Jesús sigue siendo escupido, pisoteado, abandonado, torturado, despreciado.  En toda persona que sufre debemos ver el rostro de Cristo.  Si así lo hiciéramos, nuestra visión del mundo sería muy distinta y nos daríamos cuenta de los valores por los que vale la pena trabajar.  Cuando en el camino de nuestra vida nos encontramos con el sufrimiento propio o de algún hermano, sepamos que en este sufrimiento está presente Jesús con los brazos abiertos.  De este modo nunca estaremos totalmente solos.  Siempre Jesús estar con nosotros.  Desde Jesús, la soledad total ya no existe.

Que esta tarde sea para nosotros, tarde de silencio contemplando al crucificado, tarde de oración y de plegaria ante Cristo en la cruz, tarde de adoración y agradecimiento a Jesús que por su cruz nos ha librado de la muerte, tarde de silencio y acompañamiento junto a María que nos dio tal redentor, tarde de esperanza porque nuestra semana santa no termina en viernes de sepultura sino en Domingo de Resurrección.

Jueves Santo

Esta tarde comenzamos, como un momento muy especial de gracia, el triduo pascual: tres días que nos sumergen de una manera especial en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Salvador. Iniciamos, pues, hoy, celebrando la institución de la Eucaristía como memorial de la nueva alianza. Hoy también celebramos el día del Amor fraterno y la institución del sacerdocio ministerial, íntimamente ligados a la Eucaristía.

La celebración de esta tarde tiene un tono especial, que quiere rememorar aquel mismo ambiente íntimo, intenso, que debía tener aquel encuentro de Jesús con sus discípulos. “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre”. Y en estos últimos momentos, Jesús quiere reunirse con sus amigos, para despedirse de ellos para dejarles su último mensaje.

Nosotros, esta tarde, queremos ser aquellos amigos de Jesús que estamos con Él en ese momento importante, porque lo amamos y queremos cumplir su voluntad.

Hoy, Jesús en su última cena, la víspera de su muerte en cruz, culmina una vida abierta y ofrecida a Dios y a los demás. Una vida que alcanza a toda  la gente y a los discípulos que lo siguen. Jesús no ignora a nadie. Incluso los que se saben alejados de Dios, encuentran un lugar cerca de Jesús. En la última cena los doce apóstoles están cerca de Jesús, y ellos representan a la Iglesia, es decir, nos representan a todos nosotros.

Jesús toma el pan y toma el cáliz, lleno de vino, y los ofrece a los discípulos. Parte el pan, después de dar gracias a Dios por el humilde don que alimenta a todos, y dice: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”.  Aquel pan es el cuerpo del Señor, para la vida del mundo. Con el pan de la Eucaristía recibimos la vida, abrimos la puerta al mismo Señor que entra en nuestra casa y habita en nosotros.

Hoy, los apóstoles comen y beben el cuerpo y la sangre de Señor. Mañana su cuerpo será triturado por la malicia de los hombres.

Esta tarde, permitamos, a Jesús, no sólo que nos alimente, sino también que nos lave los pies. Es decir, que nos preste el servicio —puesto que a eso vino— de salvarnos del odio y de la mentira, a fin de que podamos nosotros, por nuestra parte, abrirnos unos a otros en el amor. Jesús se entregó por nosotros, como acción suprema del amor de Dios por nosotros y nos mandó que nos atreviéramos a hacer lo mismo. Que nuestra felicidad no dependiera de otra cosa que no fuera el amor hasta la muerte por los que nos necesitan.

La Eucaristía es el signo eficaz del amor de Dios por nosotros y, por eso, la fuente del amor en el servicio de unos con otros. El servicio que da sentido a todo lo que vivimos en la ventura y en la desventura. El servicio es lo que más nos asemeja a Dios porque es la mejor expresión del amor.

Amor, servicio y vida es lo que celebramos hoy en este jueves santo.  No hay amigo que haya dado su vida por el amigo con tanto derroche de dolor y de amor como Cristo nuestro Señor. Y por eso Cristo nos dice: Esta será también la señal del cristiano, este mandamiento nuevo les doy: “Que se amen como yo los he amado”.

Esta es la gran enfermedad del mundo de hoy: No saber amar. Todo es egoísmo todo es explotación del hombre por el hombre. Todo es crueldad y tortura. Todo es represión y violencia. Cultura de la muerte frente a la cultura del amor.

Junto con la Eucaristía e inseparable de ella, más aún, en función de ella, Jesús nos ha dejado el don del sacerdocio ministerial. Es un don para la Iglesia más que un don personal. Porque fue a los apóstoles a quienes dio el Señor el mandato de hacerla “en memoria mía”.  Esta es la razón por la que en este día celebramos la institución del sacerdocio de Cristo, confiado a hombres frágiles, entresacados del pueblo, consagrados por la fuerza del Espíritu Santo, para presidir los sagrados misterios y proclamar la Palabra de salvación, Por el ejercicio sacerdotal, la Iglesia se congrega para la escucha de la Palabra y para ofrecer a Cristo al Padre y con Él también ella se ofrece.

Hoy es muy buena ocasión para valorar y orar por las vocaciones sacerdotales. Por tanto oremos para rogar al Padre de misericordia que suscite en los corazones de mucho jóvenes el deseo de consagrar la vida al servicio del Reino y de sus hermanos. Por nuestra parte trabajemos porque en nuestras familias se vivan de tal manera los valores del Evangelio que sea el mejor ambiente para cultivar esas vocaciones.

Agradezcámosle a Jesús su invitación a estar con Él esta tarde tan importante, digámosle que lo amamos y queremos cumplir su voluntad y que estamos convencidos de que como discípulos suyos tenemos que distinguirnos por nuestra capacidad de amar.

Miércoles Santo

Mt 26, 14-25

El Miércoles Santo es llamado también “miércoles de la traición”, el día en el que se subraya en la Iglesia la traición de Judas. Judas vende al Maestro.

Cuando pensamos en el hecho de vender gente, viene a la mente el comercio de esclavos de África para llevarlos a América –una cosa antigua–, luego el comercio, por ejemplo, de las niñas yazidíes vendidas a Daesh: pero es algo que nos pilla lejos… También hoy se vende gente. Todos los días. Hay Judas que venden a sus hermanos y hermanas: explotándolos en el trabajo, no pagando lo justo, no reconociendo sus deberes… Es más, venden muchas veces las cosas más queridas. Pienso que, para estar más cómodo, un hombre es capaz de alejar a sus padres y no verlos más; meterlos en una residencia y no ir a verlos… ¡los vende! Hay un dicho muy común que, hablando de gente así, dice que “ese es capaz de vender a su madre”: y la venden. Y se quedan tan tranquilos, desde lejos: “Cuidadlos vosotros…”.

Hoy el comercio humano es como en los primeros tiempos: se hace. ¿Y por qué? Porque Jesús lo dijo. Le dio al dinero un señorío. Jesús dijo: “No se puede servir a Dios y al dinero”, dos señores. Es lo único que Jesús pone a la altura y cada uno debe elegir: o siervos de Dios, y serás libre en la adoración y en el servicio; o siervos del dinero, y serás esclavo del dinero. Esa es la opción; y mucha gente quiere servir a Dios y al dinero. Y eso no se puede hacer. Al final simulan servir a Dios para servir al dinero. Son los abusadores escondidos que son socialmente impecables, pero bajo mesa hacen negocio, incluso con la gente: no importa. La explotación humana es vender al prójimo.

Judas se fue, pero dejó discípulos, que no son sus discípulos sino del diablo. Cómo fue la vida de Judas no lo sabemos. Un chico normal, quizá, incluso con inquietudes, porque el Señor lo llamó a ser discípulo. Pero nunca llegó a serlo: no tenía ni boca de discípulo ni corazón de discípulo, como hemos leído en la primera Lectura. Era débil en el discipulado, pero Jesús lo amaba… Luego el Evangelio nos da a entender  que le gustaba el dinero: en casa de Lázaro, cuando María unge los pies de Jesús con aquel perfumo tan caro, hace una reflexión y Juan aclara: “Pero no lo dice por amor a los pobres: porque era ladrón”. El amor al dinero le llevó fuera de las reglas: a robar, y de robar a traicionar hay un paso, pequeñito. Quien ama demasiado el dinero traiciona para tener más, siempre: es una regla, es un dato de hecho. El Judas muchacho, quizá bueno, con buenas intenciones, acaba traidor hasta el punto de ir al mercado a vender: «fue a los sumos sacerdotes y les propuso: ¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?» (cfr. Mt 26,14). En mi opinión, ese hombre estaba fuera de sí.

Una cosa que me llama la atención es que Jesús nunca le llama “traidor”; dice que será traicionado, pero no le dice “traidor”. Jamás lo dice: “Vete, traidor”. ¡Nunca! Es más, le dice: “Amigo”, y lo besa. El misterio de Judas: ¿cómo es el misterio de Judas? No sé. ¿Cómo acabó Judas? No sé. Jesús amenaza fuerte, aquí; amenaza fuerte: «¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!, más le valdría a ese hombre no haber nacido». ¿Pero eso quiere decir que Judas está en el infierno? No sé.

Y esto nos hace pensar en otra cosa, que es más real, más de hoy: el diablo entró en Judas, fue el diablo a llevarlo a ese punto. ¿Y cómo acabó la historia? El diablo es un mal pagador: no es un pagador fiable. Te promete todo, te muestra todo y al final te deja solo en tu desesperación de ahorcarte. El corazón de Judas, inquieto, atormentado por la avaricia y atormentado por el amor a Jesús –un amor que no logró hacerse amor–, atormentado con esa niebla, vuelve a los sacerdotes pidiendo perdón, pidiendo salvación. «¿A nosotros qué nos importa? Tú veras»: el diablo habla así y nos deja en la desesperación.

Pensemos en tantos Judas institucionalizados de este mundo, que explotan a la gente. Y pensemos también en el pequeño Judas que cada uno lleva dentro a la hora de elegir: entre lealtad o interés. Cada uno tiene la capacidad de traicionar, de vender, de escoger por su propio interés. Cada uno tiene la posibilidad de dejarse atraer por el amor al dinero o a los bienes o al bienestar futuro. “Judas, ¿dónde estás?”. Y la pregunta la hago a cada uno: “Tú, Judas, el pequeño Judas que llevo dentro: ¿dónde está?”.

Martes Santo

Jn 13, 21-33; 36-38

La profecía de Isaías que hemos escuchado es una profecía sobre el Mesías, sobre el Redentor, pero también una profecía sobre el pueblo de Israel, sobre el pueblo de Dios: podemos decir que puede ser una profecía sobre cada uno de nosotros. En sustancia, la profecía subraya que el Señor eligió a su siervo desde el vientre materno: lo dice dos veces (cfr. Is 49,1). Su siervo fue elegido desde el principio, desde el nacimiento o antes del nacimiento. El pueblo de Dios fue elegido antes de nacer, también cada uno de nosotros. Ninguno ha caído en el mundo por casualidad. Cada uno tiene un destino, un destino libre, el destino de la elección de Dios. Yo nazco con el destino de ser hijo de Dios, de ser siervo de Dios, con la tarea de servir, de construir, de edificar. Y eso, desde el seno materno.

El siervo de Yahvé, Jesús, sirvió hasta la muerte: parecía una derrota, pero era la manera de servir. Y esto subraya la manera de servir que debemos tener en nuestras vidas. Servir es darse uno mismo, darse a los demás. Servir no es pretender otro beneficio que no sea el de servir. Servir es la gloria, y la gloria de Cristo es servir hasta aniquilarse en la muerte y muerte de cruz. Jesús es el servidor de Israel. El pueblo de Dios es siervo, y cuando el pueblo de Dios se aleja de esa actitud de servicio es un pueblo apóstata: se aleja de la vocación que Dios le dio. Y cuando cada uno se aleja de esa vocación de servicio, se aleja del amor de Dios, y construye su vida sobre otros amores, muchas veces idólatras.

El Señor nos ha elegido desde el vientre materno. En la vida hay caídas: cada uno es un pecador y puede caer, y ha caído. Salvo la Virgen y Jesús, todos los demás hemos caído, somos pecadores. Pero lo que importa es la actitud ante el Dios que me eligió, que me ungió como siervo; es la actitud de un pecador capaz de pedir perdón, como Pedro, que jura que “no, nunca te negaré, Señor, nunca, nunca, nunca”, pero luego, cuando el gallo canta, llora, se arrepiente. Ese es el camino del siervo: cuando resbala, cuando cae, pide perdón. En cambio, cuando el siervo no es capaz de comprender que ha caído, cuando la pasión lo domina de tal manera que lo lleva a la idolatría, abre su corazón a satanás, entra en la noche: es lo que le pasó a Judas.

Pensemos hoy en Jesús, el siervo, fiel en el servicio. Su vocación es servir hasta la muerte y muerte de Cruz. Pensemos en cada uno de nosotros, parte del pueblo de Dios: somos siervos, nuestra vocación es servir, no aprovechar nuestro lugar en la Iglesia. Servir. Siempre en servicio. Pidamos la gracia de perseverar en el servicio. A veces con resbalones, caídas, pero al menos con la gracia de llorar, como Pedro lloró.

LUNES SANTO

Jn 12, 1-11

Este pasaje acaba con una observación: «Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús».  El otro día vimos los pasos de la tentación: la seducción inicial, la ilusión, que luego crece –segundo paso– y tercero, crece y se contagia y se justifica. Pero hay otro paso: sigue adelante, no se para. Para estos no era suficiente matar a Jesús, sino que ahora también a Lázaro, porque era un testigo de vida.

Pero yo querría detenerme hoy en unas palabras de Jesús. Seis días antes de la Pascua –estamos justo a las puertas de la Pasión– María hace ese gesto de contemplación: Marta servía –como en el otro pasaje– y María abre la puerta a la contemplación. Y Judas piensa en el dinero y en los pobres, pero «no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando». Esta historia del administrador infiel es siempre actual, siempre hay, incluso a alto nivel: pensemos en algunas organizaciones de beneficencia o humanitarias que tienen tantos empleados, muchos, con una estructura llena de gente, y al final llega a los pobres el cuarenta por ciento, porque el sesenta es para pagar el sueldo de tanta gente. Es un modo de hacerse con el dinero de los pobres. Pero la respuesta es Jesús. Y aquí quiero detenerme: «a los pobres los tenéis siempre con vosotros». Esa es una realidad: «porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros». Los pobres existen. Hay muchos: está el pobre que vemos, y esa es la mínima parte; la gran cantidad de pobres son los que no vemos: los pobres escondidos. Y no los vemos porque entramos en la cultura de la indiferencia que es negacionista y negamos: “No, no, no hay tantos, no se ven; sí, algún caso…”, disminuyendo siempre la realidad de los pobres. Pero hay muchos, muchos.

O aunque no entremos en esa cultura de la indiferencia, es habitual ver a los pobres como adornos de una ciudad: “sí, los hay, como las estatuas; sí, hay, se ven; sí, aquella viejecita que pide limosna, aquel otro…”. ¡Como si fuese algo normal: es parte de la ornamentación de la ciudad tener pobres! Pero la gran mayoría son los pobres víctimas de las políticas económicas, de las políticas financieras. Algunas estadísticas recientes lo resumen así: hay mucho dinero en manos de pocos y mucha pobreza en manos de muchos. Y esa es la pobreza de tanta gente víctima de la injusticia estructural de la economía mundial. Y hay muchos pobres que tienen vergüenza de mostrar que no llegan a fin de mes; tantos pobres de clase media, que van a escondidas a Cáritas y, a escondidas, piden y sienten vergüenza. Los pobres son muchos más que los ricos; muchos más. Y lo que dice Jesús es cierto: «porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros». ¿Pero yo los veo? ¿Me doy cuenta de esa realidad? Sobre todo de la realidad escondida, de los que tienen vergüenza de decir que no llegan a fin de mes.

Hoy hay nuevos pobres que deben dejar la casa porque no pueden pagarla, Es esa injusticia de la organización económica o financiera lo que les lleva a esa situación. Y hay tantos, tantos, que los encontraremos en el juicio. La primera pregunta que nos hará Jesús es: “¿Qué tal con los pobres? ¿Les diste de comer? Cuando estaban en la cárcel, ¿los visitaste? En el hospital, ¿los fuiste a ver? ¿Asististe a la viuda, al huérfano? Porque allí estaba Yo”. De eso seremos juzgados. No seremos juzgados por el lujo o los viajes que hagamos o la importancia social que tengamos. Seremos juzgados por nuestro trato con los pobres. Y si yo, hoy, ignoro a los pobres, los dejo de lado, creo que no hay, el Señor me ignorará en el día del juicio. Cuando Jesús dice: «A los pobres los tenéis siempre con vosotros», quiere decir: “Yo, estaré siempre con vosotros en los pobres. Estaré presente ahí”. ¡Y eso no es ser comunista, es el centro del Evangelio: seremos juzgados por eso!

Sábado de la V Semana de Cuaresma

Juan 11, 45-56

Ya hace tiempo que los doctores de la ley y los sumos sacerdotes estaban inquietos, porque pasaban cosas extrañas en el país. Primero ese Juan, que al final dejaron estar porque era un profeta: bautizaba y la gente se iba, pero no había más consecuencias. Luego vino ese Jesús, señalado por Juan. Comenzó a hacer prodigios, milagros, pero sobre todo a hablar a la gente, y la gente entendía y le seguía, y no siempre observaba la ley, y eso inquietaba mucho. “Este es un revolucionario, un revolucionario pacífico… Arrastra a la gente, la gente lo sigue…” Y esas ideas les llevaron a hablar entre sí: “Pues mira, ese a mí no me gusta…”, y así entre ellos había ese tema de conversación, incluso de preocupación. Luego algunos fueron a Él para ponerlo a prueba y siempre el Señor tenía una respuesta clara que a los doctores de la ley ni se les habría ocurrido. Pensemos en la mujer casada siete veces y enviudada otras siete: “Y en el cielo, ¿de cuál de esos maridos será esposa?”. Él respondió claramente y ellos se fueron un poco avergonzados por la sabiduría de Jesús. Y otras veces se fueron humillados, como cuando querían lapidar a la mujer adúltera y Jesús dijo al fin: “Quien de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra”, y dice el Evangelio que “se fueron, empezando por los más viejos”, humillados en aquel momento.

Esto hacía crecer esa conversación entre ellos: “Debemos hacer algo, esto no puede ser”. Luego mandaron soldados a prenderlo y volvieron diciendo: “No hemos podido prenderlo porque ese hombre habla como nadie”. “También vosotros os habéis dejado engañar”: enfadados porque ni los soldados podían prenderlo. Y luego, tras la resurrección de Lázaro –lo que hemos leído hoy– muchos judíos iban allí a ver a las hermanas de Lázaro, pero algunos fueron a ver bien cómo estaban las cosas para contarlas, y algunos fueron a los fariseos y les refirieron lo que Jesús había hecho. Otros creyeron en Él. Y esos que fueron, los chismosos de siempre, que viven de chismorreos, fueron a decírselo.

En ese momento, aquel grupo que se había formado de doctores de la ley hizo una reunión formal: “Esto es muy peligroso; debemos tomar una decisión. ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos –reconocen los milagros–; si lo dejamos continuar así, todos creerán en Él, hay peligro, el pueblo irá tras Él, se separará de nosotros” –el pueblo no estaba apegado a ellos–. “Vendrán los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación”. En esto había parte de verdad pero no toda, era una justificación, porque había hallado un equilibrio con el ocupador, aunque odiaban al ocupador romano, pero políticamente habían logrado un equilibrio. Así hablaban entre sí. Uno de ellos, Caifás –era el más radical–, el sumo sacerdote, dijo: «No comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera». Era el sumo sacerdote y hace la propuesta: “Quitémoslo de en medio”. Y Juan dice: «Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación… Y desde aquel día decidieron darle muerte»

Fue un proceso, un proceso que comenzó con pequeñas inquietudes en tiempos de Juan Bautista y luego acabó en esta sesión de los doctores de la ley y los sacerdotes. Un proceso que crecía, un proceso que era más seguro que la decisión que debían tomar, pero ninguno la había dicho tan clara: “A este hay que eliminarlo”. Ese modo de proceder de los doctores de la ley es precisamente una figura de cómo actúa la tentación en nosotros, porque detrás evidentemente estaba el diablo, que quería destruir a Jesús, y la tentación en nosotros generalmente actúa así: empieza con poca cosa, con un deseo, una idea, crece, contagia a otros y al final se justifica.

Esos son los tres pasos de la tentación del diablo en nosotros y aquí están los tres pasos que dio la tentación del diablo en la persona del doctor de la ley. Comenzó con poca cosa, pero creció y creció, luego contagió a otros, tomó cuerpo y al final se justifica: “Es necesario que muera uno por el pueblo”: la justificación total. Y todos se fueron a casa tan tranquilos. Habían dicho: “Esta es la decisión que debíamos tomar”. Y nosotros, cuando somos vencidos por la tentación, acabamos tranquilos, porque hemos encontrado una justificación para ese pecado, para esa actitud pecaminosa, para esa vida que no es según la ley de Dios.

Deberíamos tener la costumbre de ver ese proceso de la tentación en nosotros. Ese proceso que nos hace cambiar el corazón del bien al mal, que nos lleva por un camino cuesta abajo. Algo que crece y crece y crece lentamente, luego contagia a otros y al final se justifica. Difícilmente nos vienen las tentaciones de golpe, el diablo es astuto. Y sabe tomar esa senda, la misma que tomó para llegar a la condena de Jesús.

Cuando nos encontramos en pecado, en una caída, sí, debemos ir a pedir perdón al Señor, es el primer paso que hemos de dar, pero luego debemos decir: “¿Cómo he llegado a caer ahí? ¿Cómo empezó ese proceso en mi alma? ¿Cómo ha crecido? ¿A quién he contagiado? ¿Y cómo al final me he justificado para caer?”. La vida de Jesús es siempre un ejemplo para nosotros y las cosas que le pasaron a Jesús son cosas que nos pasarán a nosotros, las tentaciones, las justificaciones, la buena gente que está a nuestro alrededor y quizá no la oímos, y a los malos, en el momento de la tentación, intentamos acercarnos a ellos para hacer crecer la tentación. Pero nunca olvidemos: siempre, detrás de un pecado, detrás de una caída, hay una tentación que empezó pequeña, que creció, que contagió y al final encontró una justificación para caer. Que el Espíritu Santo nos ilumine en ese conocimiento interior.

Viernes de la V Semana de Cuaresma

Jn 10,31-42

Este Viernes de Pasión, la Iglesia recuerda los dolores de María, la Dolorosa. Desde hace siglos viene esta veneración del pueblo de Dios. Se han escrito himnos en honor de la Dolorosa: estaba al pie de la cruz y la contemplan allí, sufriendo. La piedad cristiana ha recogido los dolores de la Virgen y habla de los “siete dolores”. El primero, apenas 40 días después del nacimiento de Jesús, la profecía de Simeón que habla de una espada que le traspasará el corazón. El segundo dolor en la huida a Egipto, para salvar la vida del Hijo. El tercer dolor, aquellos tres días de angustia cuando el niño se quedó en el templo. El cuarto dolor, cuando la Virgen se encuentra con Jesús camino del Calvario. El quinto dolor de la Virgen es la muerte de Jesús, ver al Hijo allí, crucificado, desnudo, muriendo. El sexto dolor, el descendimiento de Jesús de la cruz, muerto, y lo toma entre sus manos como lo tuvo en sus manos más de 30 años antes en Belén. El séptimo dolor es la sepultura de Jesús. Y así, la piedad cristiana recorre ese camino de la Virgen que acompaña a Jesús.

La Virgen nunca pidió nada para Ella, jamás. Sí para los demás: pensemos en Caná, cuando va a hablar con Jesús. Nunca dijo: “Yo soy la madre, miradme: seré la reina madre”. Jamás lo dijo. Tampoco pidió nada importante para Ella en el colegio apostólico. Solo acepta ser Madre. Acompañó a Jesús como discípula, porque el Evangelio muestra que seguía a Jesús: con las amigas, mujeres piadosas, seguía a Jesús, escuchaba a Jesús. Una vez alguien la reconoció: “Eh, que es su madre”, “Tu madre está aquí”. Seguía a Jesús. Hasta el Calvario. Y allí, de pie… la gente seguramente decía: “Pobre mujer, como sufrirá”, y los malos seguramente decían: “Bueno, también Ella tiene la culpa, porque si lo hubiese educado bien esto no habría acabado así”. Estaba allí, con el Hijo, con la humillación del Hijo.

Honrar a la Virgen y decir: “Esta es mi Madre”, porque Ella es Madre. Y ese es el título que recibió de Jesús, precisamente allí, en el momento de la Cruz. Tus hijos, tú eres Madre. No la hizo primero ministro o le dio títulos de “funcionalidad”. Solo “Madre”. Y luego, los Hechos de los Apóstoles la muestran en oración con los apóstoles como Madre. La Virgen no quiso quitar a Jesús ningún título; recibió el don de ser Madre de Él y el deber de acompañarnos como Madre, de ser nuestra Madre. No pidió para Ella ser una casi-redentora o una co-redentora: no. El Redentor es uno solo y ese título no se desdobla. Solo discípula y Madre. Y así, como Madre debemos pensarla, debemos buscarla, debemos rezarle. Es la Madre en la Iglesia Madre. En la maternidad de la Virgen vemos la maternidad de la Iglesia que recibe a todos, buenos y malos: a todos.

Hoy nos vendrá bien pararnos un poco y pensar en el dolor y en los dolores de la Virgen. Es nuestra Madre. Y cómo los llevó, lo bien que los llevó, con fuerza, con llanto: no era un llanto simulado, era el corazón destruido de dolor. Nos vendrá bien detenernos un poco y decir a la Virgen: “Gracias por haber aceptado ser Madre cuando el Ángel te lo dijo, y gracias por haber aceptado ser Madre cuando Jesús te lo dijo”.

Jueves de la V Semana de Cuaresma

Jn 8,51-59

«El Señor se acuerda de su alianza eternamente». Lo acabamos de repetir en el Salmo responsorial (Sal 105,8). El Señor no olvida, nunca olvida. Bueno, sólo olvida en un caso, cuando perdona los pecados. Después de perdonar pierde la memoria, no recuerda los pecados. En los demás casos Dios no se olvida. Su fidelidad es memoria. Su fidelidad a su pueblo. Su fidelidad a Abraham es el recuerdo de las promesas que hizo. Dios eligió a Abraham para hacer un camino. Abraham es un elegido, era un elegido. Dios lo eligió. Luego en esa elección le prometió una herencia y hoy, en el pasaje del libro del Génesis, hay un paso más. «Por mi parte, esta es mi alianza contigo» (Gn 17,4). La alianza. Una alianza que le hace ver a lo lejos su fecundidad: «serás padre de muchedumbre de pueblos». La elección, la promesa y la alianza son las tres dimensiones de la vida de fe, las tres dimensiones de la vida cristiana.

Cada uno de nosotros es un elegido, nadie elige ser cristiano entre todas las posibilidades que le ofrece el “mercado” religioso. Somos cristianos porque hemos sido elegidos. En esta elección hay una promesa, hay una promesa de esperanza, el signo es la fecundidad: Abraham serás padre de una muchedumbre de pueblos y… serás fecundo en la fe. Tu fe florecerá en las obras, en las buenas obras, en las obras de fecundidad también, una fe fecunda. Pero debes —el tercer paso— observar la alianza conmigo. Y la alianza es fidelidad, ser fiel. Hemos sido elegidos, el Señor nos ha hecho una promesa, ahora nos pide una alianza. Una alianza de fidelidad. Jesús dice que Abraham se regocijó pensando, viendo su día, el día de la gran fecundidad, ese hijo suyo —Jesús era hijo de Abraham — que vino a rehacer la creación, que es más difícil que hacerla, dice la liturgia, vino a redimir nuestros pecados, a liberarnos.

El cristiano es cristiano no para hacer ver la fe del bautismo: la fe de bautismo es un papel. Eres cristiano si dices sí a la elección que Dios hizo de ti, si vas tras las promesas que el Señor te hizo y si vives una alianza con el Señor: esa es la vida cristiana. Los pecados del camino están siempre en contra de esas tres dimensiones: no aceptar la elección y “elegir” nosotros muchos ídolos, tantas cosas que no son de Dios. No aceptar la esperanza en la promesa, ir, mirar de lejos las promesas, incluso muchas veces, como dice la Carta a los Hebreos, saludándolas de lejos y hacer que las promesas estén hoy con los pequeños ídolos que nosotros hacemos, y olvidar la alianza, vivir sin alianza, como si estuviéramos sin alianza.

La fecundidad es la alegría, esa alegría de Abraham que previó el día de Jesús y se llenó de alegría. Esa es la revelación que la palabra de Dios nos da hoy acerca de nuestra existencia cristiana. Que sea como la de nuestro Padre: consciente de ser elegido, alegre de ir hacia una promesa y fiel en el cumplimiento de la alianza.

Miércoles de la V Semana de Cuaresma

Jn 8,31-42

En estos días, la Iglesia nos hace escuchar el capítulo octavo de Juan (8,31-42): es la discusión tan fuerte entre Jesús y los doctores de la Ley. Y sobre todo, se intenta mostrar la identidad: Juan procura acercarnos a esa lucha para aclarar la identidad, tanto de Jesús como la identidad de los doctores. Jesús los arrincona haciéndoles ver sus contradicciones. Y ellos, al final, no hallan otra salida que el insulto: es una de las páginas más tristes, es una blasfemia. Insultan a la Virgen.

Y hablando de identidad, Jesús dice a los judíos que habían creído, les aconseja: «Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos». Vuelve esa palabra tan querida para el Señor que la repetirá tantas veces, y luego en la cena: permanecer. “Permanecéis en mi”. Permanecer en el Señor. No dice: “Estudiad mucho, aprended bien los argumentos”: eso lo da por descontado. Sino que va a lo más importante, a lo que es más peligroso en la vida, si no se hace: permanecer. “Permaneced en mi palabra”. Y los que permanecen en la palabra de Jesús tienen la identidad cristiana. ¿Y cuál es? “Seréis de verdad discípulos míos”. La identidad cristiana no es un papel que dice “yo soy cristiano”, un carnet de identidad: no. Es el discipulado. Tú, si permaneces en el Señor, en la Palabra del Señor, en la vida del Señor, serás discípulo. Si no permaneces serás uno que simpatiza con la doctrina, que sigue a Jesús como un hombre que hace mucha beneficencia, es tan bueno, que tiene valores justos, pero el discipulado es la verdadera identidad del cristiano.

Y será el discipulado el que nos dará la libertad: el discípulo es un hombre libre porque permanece en el Señor. Y “permanece en el Señor”, ¿qué significa? Dejarse guiar por el Espíritu Santo. El discípulo se deja guiar por el Espíritu, por eso el discípulo es siempre un hombre de la tradición y de la novedad, es un hombre libre. Libre. Nunca sujeto a ideologías, a doctrinas dentro de la vida cristiana, doctrinas que pueden discutirse…; permanece en el Señor, es el Espíritu quien inspira. Cuando cantamos al Espíritu, le decimos que es un huésped del alma, que habita en nosotros. Pero eso, solo si permanecemos en el Señor.

Pido al Señor que nos haga conocer esa sabiduría de permanecer en Él y nos haga conocer esa familiaridad con el Espíritu: el Espíritu Santo nos da la libertad. Y esa es la unción. Quien permanece en el Señor es discípulo, y el discípulo es un ungido, un ungido por el Espíritu, que ha recibido la unción del Espíritu y la lleva adelante. Esa es la senda que Jesús nos muestra para la libertad y también para la vida. Y el discipulado es la unción que reciben los que permanecen en el Señor.

Que el Señor nos haga entender esto, que no es fácil: porque los doctores no lo comprendieron, no se entiende solo con la cabeza; se entiende con la cabeza y con el corazón, esa sabiduría de la unción del Espíritu Santo que nos hace discípulos.

Martes de la V Semana de Cuaresma

Jn 8, 21-30

La serpiente ciertamente no es un animal simpático: siempre está asociado al mal. Hasta en la revelación la serpiente es precisamente el animal que usa el diablo para inducir al pecado. En el Apocalipsis se llama al diablo “serpiente antigua”, la que desde el inicio muerde, envenena, destruye, mata. Por eso no puede tener éxito. Si quiere tener éxito como alguien que ofrece cosas hermosas, eso son fantasías: las creemos y por eso pecamos. Es lo que le pasó al pueblo de Israel: no soportó el viaje. Estaba cansado. Y el pueblo habló contra Dios y contra Moisés. Es siempre la misma música, ¿no? «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia» (Nm 21,4). Y la imaginación –lo hemos leído en los días pasados– va siempre a Egipto: “Allí estábamos bien, comíamos bien…”. Y parece que el Señor no soportó al pueblo en ese momento. Se enfadó: la ira de Dios se deja ver, a veces… Entonces, «el Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel» (Nm 21,5). En aquel momento, la serpiente es siempre la imagen del mal: el pueblo ve en la serpiente el pecado, ve en la serpiente lo que ha hecho mal. Y viene a Moisés y dice: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes» (Nm 21,7). Se arrepiente. Esa es la historia en el desierto. Moisés rezó por el pueblo y el Señor dijo a Moisés: «Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla» (Nm 21,8).

A mí se me ocurre pensar: pero eso, ¿no es una idolatría? Está la serpiente allí, un ídolo, que me da la salud… No se entiende. Lógicamente no se entiende, porque es una profecía, un anuncio de lo que pasará. Porque hemos oído también como profecía cercana, en el Evangelio: «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta». Jesús levantado: en la cruz. Moisés hace una serpiente y la levanta. Jesús será alzado, como la serpiente, para dar la salvación. Pero el núcleo de la profecía es precisamente que Jesús se hizo pecado por nosotros. No pecó: se hizo pecado. Como dice San Pedro en su Carta: “Cargó con nuestros pecados”. Y cuando miramos el crucifijo, pensamos en el Señor que sufre: todo eso es cierto. Pero nos paramos antes de llegar al centro de esa verdad: en ese momento, Tú pareces el pecador más grande, te has hecho pecado. Tomó sobre sí todos nuestros pecados, se anonadó. La cruz, cierto, es un suplicio, es la venganza de los doctores de la Ley, de los que no querían a Jesús: todo eso es cierto. Pero la verdad que viene de Dios es que Él vino al mundo para cargar con nuestros pecados hasta hacerse pecado, todo pecado. Nuestros pecados están ahí.

Debemos habituarnos a mira al crucifijo bajo esta luz, que es la más verdadera, es la luz de la redención. En Jesús hecho pecado vemos la derrota total de Cristo. No disimula morir, no aparenta sufrir, solo, abandonado… “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Una serpiente: yo soy alzado como una serpiente, como eso que es todo pecado.

No es fácil entender esto y, si lo pensamos, jamás llegaremos a una conclusión. Solo contemplar, rezar y dar gracias.