Homilía para el 12 de Febrero de 2019

Mc 7, 1-13

Hoy también podemos caer en la tentación de darle más valor a los preceptos de los hombres que al precepto con mayúscula de Dios, el precepto del amor. El pueblo judío, con el tiempo, se había cargado de normas, en cuyo origen había estado el cumplimiento de obligaciones para con Dios. Pero en la época de Jesús, muchas de esas normas, eran solo signos exteriores, que perdían de vista lo verdaderamente importante. Jesús les repite las palabras del profeta Isaías: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.

A Dios no se le puede honrar sólo con manifestaciones exteriores, se le debe honrar en espíritu y en verdad. Y el Señor, no se pronuncia “contra la ley” ni “contra las exteriorizaciones de la ley”. Jesús, fue respetuoso de las leyes de su pueblo, como lo fueron José y María, pero siempre antepuso “el hombre” a la “ley”. Siempre antepuso el amor.

A la luz de este evangelio, tenemos que analizar ¿qué ve en nosotros Jesús hoy? ¿Cómo actuamos? ¿Cumplimos con los ritos sólo exteriormente, o verdaderamente lo que nos mueve es el amor?

El Señor quiere y espera de nosotros que pongamos empeño en ser limpios de corazón. Los ritos de purificación, de limpieza del pueblo judío, eran simples manifestaciones exteriores, y Jesús les muestra que lo que verdaderamente es importante no es tener “limpias” las manos, sino el corazón. Centrarse sólo en los ritos es vivir una religión exterior vacía, una religión que reemplaza a la auténtica fe. El Señor nos quiere libres, dispuestos a cambiar aquello que haya que cambiar, para no perder lo verdaderamente importante. Lo que debe gobernar nuestros actos es el amor al prójimo y la rectitud de intención en toda circunstancia.

Homilía para el viernes 8 de febrero de 2019

Mc 6, 14-29 

Cuando escuchamos estos relatos quedamos aterrorizados y no queremos imaginar hasta donde llega la perversidad de la humanidad. Sin embargo no está lejano de lo que diariamente escuchamos en las noticias tanto nacionales como internacionales. Actos demenciales que rompen con la armonía de la comunidad y destruyen vidas de personas inocentes.

Cada día amanecemos con el sobresalto preguntándonos que nueva masacre ha sucedido o si no ha sido atacado alguno de nuestros conocidos.

Las escenas se repiten en los noticieros, y a cada acto salvaje que creíamos era el último y el más cruel, se añade otro más salvaje. Personas que parecía tan cuerdas y trasparentes, servidores públicos, modestos obreros, se descubren como estafadores y crueles criminales.

¿Qué sucede en nuestra humanidad? ¿Hasta dónde seremos capaces de llegar?

El relato del evangelio de hoy pone en evidente contraste las figuras de Herodes y de Juan el Bautista. Herodes miraba con simpatía y respeto a Juan, y sin embargo a un pecado añade otro peor. Pero así es el mal, un abismo llama a otro abismo, una pequeña falta llama a faltas más graves. Y si preguntamos por las personas o nos encontramos con los asesinos, descubriremos que no es que hayan nacidos así o se hayan transformado de un momento a otro, sino que fueron haciendo una cadena de pequeñas acciones malas al principio y después cada día es peor.

Ni los santos ni los criminales se hicieron en un solo día, se van haciendo en las pequeñas obras, o las pequeñas corrupciones de cada día. Nosotros, dependiendo de lo que hagamos hoy podremos iniciar la cadena de maldad o la cadena del amor, la fidelidad y de la justicia.

Homilía para el jueves 7 de febrero de 2019

Mc 6, 7-13

Jesús es un educador. No le basta con enseñar a sus seguidores, sino que les exige que cooperen en su propio trabajo. Los apóstoles deben ser los primeros en creer lo que proclaman: Dios se hizo presente. Por eso se obligan a vivir al día, confiados en la Providencia del Padre. No deben temer en el momento de predicar, sino ser conscientes de su misión y de su poder. Envía a sus discípulos de dos en dos, para que su palabra no sea la de un hombre solo, sino la expresión de un grupo unido en un mismo proyecto. También les pide que se queden fijos en una casa, que se hospeden en una familia, que será el centro desde donde se irradiará la fe.

Jesús elige a los Apóstoles, no solo como mensajeros, profetas y testigos, sino también como representantes personales suyos en la tierra.

Esta nueva identidad, actuar en nombre de Cristo, se muestra en una entrega sin límites a los demás. El Evangelio de hoy nos muestra que Jesús los envió dándoles autoridad sobre los espíritus malos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, ni pan ni morral, ni dinero…

Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres y le confiere una nueva personalidad. Y el sacerdote, elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo en determinadas ocasiones, sino que lo es “siempre”, en todos los momentos, lo mismo al administrar los sacramentos u oficiar la santa Misa, como al realizar cualquiera de sus actos de la vida cotidiana. Exactamente lo mismo que un cristiano no puede dejar a un lado su carácter de hombre nuevo, recibido en el Bautismo, tampoco un sacerdote puede hacer abstracción de su carácter sacerdotal para comportarse como si no fuera sacerdote.

El sacerdote es un enviado de Dios al mundo para que le hable de su salvación, y es constituido en administrador del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Misa y en la Comunión, y de la gracia del Señor, que administra en los sacramentos. Al sacerdote le es confiada la salvación de las almas. Ha sido constituido en mediador entre Dios y el hombre.

Homilía para el miércoles 6 de febrero de 2019

Mc 6, 1-6

En nuestra iglesia, con frecuencia, parece cumplirse cabalmente el proverbio que hoy nos ofrece Jesús. Rehusamos aceptar a un profeta de nuestro propio pueblo, cuesta trabajo aceptar a los hermanos, aún en los más sencillos servicios.

Es difícil aceptar como ministro extraordinario de la comunión a quien conocemos de toda la vida, pues si es cierto que reconocemos sus cualidades, también conocemos sus defectos. En nuestros grupos preferimos a la religiosa o al sacerdote que a un vecino nuestro aunque esté bien preparado.

Así, imaginemos a Jesús que se ha encarnado plenamente en su pueblo, que lo conocen como hijo del carpintero y han convivido con Él todo el tiempo. Es cierto que en un primer momento causa admiración y todos se pregunta cómo es posible tanta autoridad. Les llama la atención el origen de sus palabras, la sabiduría que posee y los milagros que realiza. Pero todo esto contrasta con la familiaridad que los nazarenos creían tener con Él, dado que conocían a sus padres y hermanos. Quienes en el evangelio se describe como los hermanos de Jesús, de acuerdo como se usaba la palabra hermano en el pueblo de Israel, son sus parientes y paisanos de Nazaret.

Para los que se relacionan con Jesús, tanto en los tiempos de la primera comunidad, como para nuestra comunidad, resulta inquietante, hasta incomprensible la humanidad de Jesús: tan cercano, tan de casa, tan de la familia lo hemos sentido que podemos quedarnos sin fe, sin conocerlo y sin aceptar su amor.

Hoy tenemos que dejarnos tocar por este Jesús tan cercano y tan nuestro pero que quiere profundizar nuestra relación.

Quizás, también a nosotros nos pase que toda la vida hemos vivido en un ambiente de familiaridad con el Evangelio y ya no nos cause sorpresa y si no nos toca, y si no llega al corazón, entonces Jesús tampoco podrá hacer milagros en medio de nosotros.

Te invito a que este día, en las personas, en los acontecimientos y en el mismo Evangelio te dejes encontrar por Jesús y lo encuentres como algo novedoso, diferente, inquietante, para que también en ti haga milagros.

Jesús está cerca de ti.

Homilía para el martes 5 de febrero de 2019

Mc 5, 21-43

La mujer que nos presenta este pasaje del Evangelio, debido a su enfermedad, era considerada «impura» en la mentalidad de los judíos y contaminaba a todo el que tocara. Pero Jesús le dice: Tu fe te ha salvado.

Muchas personas que se creen instruidas y formadas, miran con desprecio actitudes similares a esta, que son otras tantas expresiones de la «religiosidad popular». Pero Jesús no juzga por las apariencias; vio el gesto de la mujer y la fe que la animaba: «Padre, te doy gracias porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños» Y nosotros podemos hoy preguntarnos: ¿A qué se debe el milagro? ¿Lo produce la fe del que pide, o es Cristo quien lo realiza? 

La mayoría de las curaciones que cuenta el Evangelio no se parecen a las que hace un curandero. Está claro que los que venían a Jesús tenían la convicción íntima de que Dios les reservaba algo bueno por medio de Él, y esta fe los disponía para recibir la gracia de Dios en su cuerpo y en su alma. Pero en la presente página se destaca el poder de Cristo: Jesús se dio cuenta de que un poder había salido de Él, y el papel de la fe: Tu fe te ha salvado. Jesús dice «te ha salvado», y no «te ha sanado», pues esta fe y el consiguiente milagro habían revelado a la mujer el amor con que Dios la amaba. 

Nos cuesta a veces creer, con nuestra inteligencia moderna e ilustrada, que el milagro es posible. Olvidamos que Dios está presente en el corazón mismo de la existencia humana y que nada le es ajeno en nuestra vida. Alguien dirá: Si Dios hace milagros, ¿por qué no sanó a tal o cual persona, o por qué no respondió a mi plegaria? Pero, ¿quiénes somos nosotros, para pedir cuentas a Dios? 

Dios actúa cuando quiere y como quiere, pero siempre con una sabiduría y un amor que nos supera infinitamente. ¡Los padres tampoco dan a sus hijos todo lo que les piden…! Jamás el Señor nos negará nada que le pidamos y que sea bueno para nuestra salvación.

Vamos a pedir hoy al Señor que se incremente en nosotros la fe. Que creamos verdaderamente que Él todo lo puede, y que nuestra vida sea coherente con esa fe, en un constante depositar nuestra confianza en Jesús y abandonarnos en sus manos.

Homilía para el 1 de febrero de 2019

Mc 4, 26-34

Alguien me decía que es muy curiosa la vida, que siempre devuelve lo que siembras, y esto lo refería sobre todo a las buenas acciones, a los favores que se hacen en silencio y a escondidas. “Cuando tú haces un favor, la vida siempre te lo devuelve doble”.

Yo diría que Dios es tan generoso que nunca le podemos ganar en bondad y que cuando nosotros multiplicamos nuestras buenas acciones, Él siempre nos da mucho más de lo que nosotros podemos ofrecer. Hay quien llama a esta realidad “cadena de favores”, siempre que se hace un favor, Dios nos lo multiplica y otras personas también hacen favores más adelante. El ejemplo que hoy nos narra Jesús tiene mucho de esta apreciación.

El hombre siembra su semilla, pero él no sabe cómo Dios le va dando crecimiento. Claro que si el hombre no siembra nada, no tendrá esperanzas de cosechar frutos. Todos nosotros podemos platicar experiencias de cómo una buena acción nuestra ha tenido repercusiones que ni nos hubiéramos imaginado.

El Señor da crecimiento a lo que nosotros hemos sembrado. Cada una de nuestras pequeñas acciones, tiene una repercusión y una trascendencia que ni siquiera podemos imaginar. De ahí la importancia de realizar con amor y entusiasmo cada una de nuestras pequeñas acciones, que el Señor se encargará de multiplicarlas. El ejemplo del grano de mostaza lo hace más explícito porque nos enseña que las cosas pequeñas tienen importancia grande.

La formación en la familia, la honradez en casa, la verdad en los trabajos, la justicia entre los cercanos… todas esas pequeñas cosas que están enlazadas con el saludo diario, con la sonrisa, con el entusiasmo y con la verdad, deberán crecer en amor porque Jesús les da crecimiento. ¿No es asombroso lo que podemos hacer aportando nuestro granito de mostaza? Demos ahora, demos con generosidad, demos en silencio.