Martes de la IX semana del tiempo ordinario

Mc 12, 13-17

Hoy y en los días siguientes escucharemos una serie de trampas que le ponen a Jesús.  Los representantes de los distintos grupos dirigentes de Israel irán poniendo estas trampas una tras otra.  Jesús saldrá triunfante de todas ellas y aprovechará para proponer su doctrina evangélica.

Hoy se acercan a Jesús un grupo de fariseos y herodianos.  Los fariseos eran el grupo más religioso del tiempo de Jesús.  Los herodianos eran personas partidarias de un mesianismo político relacionado con la familia de Herodes.

Le preguntan a Jesús: «¿es lícito pagar impuestos al Cesar?» 

Con frecuencia se ha manipulado el texto de este evangelio para maniatar a la iglesia frente a su responsabilidad social. Tendrán toda la razón quienes busquen que la religión no se convierta en una manipulación, ni en una justificación de los poderes injustos. Por ningún motivo debe la religión, o sus instituciones y personas sostener un sistema político, ni legitimar sus acciones. Como tampoco un sistema político debe aprovecharse de la religión para obtener sus votos, sus justificaciones y su sustento.

La pregunta hecha a Jesús tiene sus significaciones graves porque no busca sinceramente qué es justo y cómo debe actuar un verdadero israelita, sino que pretende ponerlo en un aprieto. Si Jesús dice que sí estaría justificando el dominio injusto y arbitrario del Imperio Romano, pero si dice lo contrario se tomará a Jesús como un alborotador peligroso para el Imperio Romano.

La imagen del César, no solamente en la moneda, sino en la vida pública y privada, busca sustituir a Dios, se quiere hacer como Dios. Jesús lo que pide es que solamente a Dios se le dé el verdadero culto y el verdadero respeto. No pretende Jesús que sus discípulos se desentiendan de sus obligaciones como ciudadanos o miren con apatía las preocupaciones civiles.

Un cristiano tiene la obligación de mirar por el bienestar de toda la comunidad, asumir la responsabilidad de su voto, exigir que se cumplan las promesas de campaña y colaborar con el bien común. Sus rezos, sus oraciones y su espiritualidad de ningún modo lo exenta de esta responsabilidad, todo lo contrario, lo hacen más consciente y debe responder con mayor exigencia.

San Pedro este mismo día nos dice en su carta que debemos vivir esperando y apresurando la llegada del día del Señor. Es una espera dinámica y una confianza en que con el Señor construiremos ese cielo nuevo y esa tierra nueva. No esclavos del poder, sino servidores de su pueblo.

BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

Celebramos la memoria de la Virgen María, Madre de la Iglesia. En los Evangelios, cada vez que se habla de María se habla de la “madre de Jesús”, como acabamos de leer. Y aunque en la Anunciación no se dice la palabra “madre”, el contexto es de maternidad: la madre de Jesús. Y esa actitud de madre acompaña su obrar durante toda la vida de Jesús: ¡es madre! Tanto que, al final, Jesús la da como madre a los suyos, en la persona de Juan: “Yo me voy, pero esta es vuestra madre”. Esa es la maternidad de María.

Las palabras de la Virgen son palabras de madre. Y lo son todas: después de aquellas, al principio, de disponibilidad a la voluntad de Dios y de alabanza a Dios en el Magnificat, todas las palabras de la Virgen son palabras de madre. Siempre está con el Hijo, hasta en las actitudes: acompaña al Hijo, sigue al Hijo. Y ya antes, en Nazaret, lo hace crecer, lo cría, lo educa, y luego lo sigue: “Tu madre está aquí”, le dicen. María es madre desde el principio, desde el momento en que aparece en los Evangelios, desde el momento de la Anunciación hasta el final, es madre. De Ella no se dice “la señora” o “la viuda de José” —y en realidad lo podían decir—, sino siempre María es madre.

Los Padres de la Iglesia lo entendieron muy bien, igual que entendieron que la maternidad de María no acaba en Ella: va más allá. Siempre los Padre dicen que María es Madre, que la Iglesia es madre y que tu alma es madre. Pues en esa actitud que viene de María, Madre de la Iglesia, podemos comprender la dimensión femenina de la Iglesia que, cuando falta, pierde su verdadera identidad y acaba en una especie de asociación de beneficencia o en un equipo de fútbol o en lo que sea, pero ya no es la Iglesia. Existe lo femenino en la Iglesia, pues es maternal. La Iglesia es femenina, porque es ‘iglesia’, ‘esposa’ y es ‘madre’, da a luz. Esposa y madre. Pero los Padres van más allá y dicen: “También tu alma es esposa de Cristo y madre”.

La Iglesia es “mujer”, y cuando pensamos en el papel de la mujer en la Iglesia debemos remontarnos a esa fuente: María, madre. Y la Iglesia es “mujer” porque es madre, porque es capaz de “parir hijos”: su alma es femenina porque es madre, es capaz de dar a luz actitudes de fecundidad. La maternidad de María es una cosa grande. Dios quiso nacer de mujer para enseñarnos ese camino. Es más, Dios se enamoró de su pueblo como un esposo de su esposa: lo dice el Antiguo Testamento, y es un gran misterio. Podemos pensar que, si la Iglesia es madre, las mujeres deben tener funciones en la Iglesia: sí, es verdad, hay tantas funciones que ya hacen. Gracias a Dios, son muchas las tareas que las mujeres tienen en la Iglesia.


Pero eso no es lo más significativo: lo importante es que la Iglesia sea mujer, que tenga esa actitud de esposa y de madre, y cuando olvidamos eso, es una Iglesia masculina sin esa dimensión, y tristemente se vuelve una Iglesia de solterones, que viven en aislamiento, incapaces de amor, incapaces de fecundidad. Así que, sin la mujer, la Iglesia no sale adelante, porque es mujer, y esa actitud de mujer le viene de María, porque Jesús lo quiso así.

El rasgo que más distingue a la Iglesia como mujer, la virtud que más la distingue como mujer, se ve en el gesto de María en el nacimiento de Jesús: “dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre” (Lc 2,7). Una imagen donde se aprecia precisamente la ternura de toda madre con su hijo: cuidarlo con ternura, para que no se lastime, para que esté bien protegido. La ternura es también la actitud de la Iglesia que se siente mujer y se siente madre. San Pablo —lo escuchamos ayer, y también en el breviario lo hemos rezado— nos recuerda las virtudes del Espíritu y nos habla de la mansedumbre, de la humildad, de esas virtudes llamadas “pasivas”, pero que, por el contrario, son las virtudes fuertes, las virtudes de las madres. Por eso, una Iglesia que es madre va por la senda de la ternura; sabe el lenguaje de tanta sabiduría de las caricias, del silencio, de la mirada que sabe de compasión, que sabe de silencio. Y también un alma, una persona que vive esa pertenencia a la Iglesia, sabiendo que es madre y debe ir por la misma senda: una persona mansa, tierna, sonriente, llena de amor.

María, madre; la Iglesia, madre; nuestra alma, madre. Pensemos en esa riqueza grande de la Iglesia y nuestra; y dejemos que el Espíritu Santo nos fecunde, a nosotros y a la Iglesia, para ser también nosotros madres de los demás, con actitudes de ternura, de mansedumbre, de humildad. Seguros de que ese es el camino de María. Qué curioso es el lenguaje de María en los Evangelios: cuando habla al Hijo es para decirle cosas que necesitan los demás; y cuando les habla a los demás, es para decirles: “haced lo que Él os diga”.