San José

En el interior de este tiempo cuaresmal, celebramos hoy la fiesta de san José. Nuestra curiosidad instintiva que quisiera saber muchos detalles de su vida queda desde luego bastante decepcionada. Es muy poco lo que los evangelios nos dicen de él. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad, sino por su fidelidad.

El Evangelio nos dice que José era “justo”, es decir un hombre de fe, que vivía la fe. Un hombre que puede ser incluido en la lista de toda esa gente de fe; esa gente que vivió la fe como fundamento de lo que se espera, como garantía de lo que no se ve, y la prueba de lo que no se ve.

José es hombre de fe: por eso era “justo”. No solo porque creía sino además porque vivía esa fe. Hombre “justo”. Fue elegido para educar a un hombre que era hombre verdadero pero también era Dios: hacía falta un hombre-Dios para educar a un hombre así, pero no lo había. El Señor eligió a un “justo”, a un hombre de fe. Un hombre capaz de ser hombre y también capaz de hablar con Dios, de entrar en el misterio de Dios. Y esa fue la vida de José. Vivir su profesión, su vida de hombre y entrar en el misterio. Un hombre capaz de hablar con el misterio, de dialogar con el misterio de Dios. No era un soñador. Entraba en el misterio. Con la misma naturalidad con la que sacaba adelante su oficio, con esa precisión de su profesión: era capaz de ajustar un ángulo milimétricamente en la madera, sabía cómo hacerlo; era capaz de rebajar, de reducir un milímetro en la madera, de una superficie de madera. Justo, era preciso. Pero también era capaz de entrar en el misterio que no podía controlar.

Esa es la santidad de José: sacar adelante su vida, su oficio con precisión, con profesionalidad; y al momento, entrar en el misterio. Cuando el Evangelio nos habla de los sueños de José, nos hace entender esto: entra en el misterio.

Yo pienso en la Iglesia, hoy, en esta solemnidad de San José. Nuestros fieles, nuestros obispos, nuestros sacerdotes, nuestros consagrados y consagradas, los papas: ¿son capaces de entrar en el misterio? ¿O necesitan regularse según las prescripciones que les defienden de lo que no pueden controlar? Cuando la Iglesia pierde la posibilidad de entrar en el misterio, pierde la capacidad de adorar. La oración de adoración solo puede darse cuando se entra en el misterio de Dios.

Pidamos al Señor la gracia de que la Iglesia pueda vivir en lo concreto de la vida ordinaria y también en lo “concreto” –entre comillas– del misterio. Si no puede hacerlo, será una Iglesia a medias, será una asociación piadosa, sacada adelante por prescripciones pero sin el sentido de la adoración. Entrar en el misterio no es soñar; entrar en el misterio es precisamente eso: adorar. Entrar en el misterio es hacer hoy lo que haremos en el futuro, cuando lleguemos a la presencia de Dios: adorar. Que el Señor dé a la Iglesia esta gracia.

Viernes de la II Semana de Cuaresma

Mt 21,33-43. 45-46

Ambas lecturas (Gn 37,3ss  y Mt 21,33ss) son una profecía de la Pasión del Señor. José vendido como esclavo por 20 siclos de plata, entregado a paganos. Y la parábola de Jesús, que con claridad habla simbólicamente de la muerte del Hijo. La historia de “un propietario que plantó una viña –el cuidado con que lo hizo–, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre –lo hizo bien–, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje”.

Ese es el pueblo de Dios. El Señor eligió ese pueblo, hay una elección de esa gente. Es el pueblo de la elección. Además hay una promesa: “Adelante. Tú eres mi pueblo”, una promesa hecha a Abraham. Y también hay una alianza hecha con el pueblo en el Sinaí. El pueblo debe conservar siempre en la memoria que es un pueblo elegido, la promesa para mirar adelante con esperanza y la alianza para vivir cada día con fidelidad. Pero en esta parábola sucede que, cuando llegó el tiempo para recoger los frutos, aquella gente había olvidado que no eran los dueños: “Los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo”. Ciertamente Jesús hace ver aquí –está hablando a los doctores de la ley– cómo los doctores de la ley han tratado a los profetas. “Por último les mandó a su hijo”, pensando que tendrían respeto de su propio hijo. “Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia”.

Le robaron la herencia, que era otra. Una historia de infidelidad, de infidelidad a la elección, de infidelidad a la promesa, de infidelidad a la alianza, que es un don. La elección, la promesa y la alianza son un don de Dios. ¡Infidelidad al don de Dios! No entender que era un don y tomarlo como propiedad. Esa gente se apropió del don y olvidaron que era un don para transformarlo en propiedad “mía”. Y el don, que es riqueza, es apertura, es bendición, se encerró, enjaulado en una doctrina de leyes, muchas. Fue ideologizado. Y así el don perdió su naturaleza de don, y acabó en una ideología. Sobre todo en una ideología moralista llena de preceptos, incluso ridícula porque cae en la casuística por cualquier cosa. ¡Se apropiaron del don!

Ese es el gran pecado. Es el pecado de olvidar que Dios se hizo don Él mismo por nosotros, que Dios nos lo dio como don y, al olvidarlo, nos convertimos en dueños. Y la promesa ya no es promesa, la elección ya no es elección: “La alianza debe interpretarse según mi parecer, ideologizada”. Aquí, en esta actitud, veo quizá el inicio, en el Evangelio, del clericalismo, que es una perversión, que reniega siempre la elección gratuita de Dios, la alianza gratuita de Dios, la promesa gratuita de Dios. Olvida la gratuidad de la revelación, olvida que Dios se manifestó como don, se hizo don por nosotros y debemos darlo, mostrarlo a los demás como don, no como posesión nuestra.

El clericalismo no es una cosa solo de estos días, la rigidez no es algo de estos días; ya había en el tiempo de Jesús. Y luego Jesús seguirá adelante con la explicación de las parábolas –este es el capítulo 21–, continuará hasta llegar al capítulo 23 con la condena, donde se ve la ira de Dios contra los que toman el don como propiedad y reducen su riqueza a los caprichos ideológicos de su mente. Pidamos hoy al Señor la gracia de recibir el don como dono, y trasmitir el don como don, no como propiedad, no de un modo sectario, de un modo rígido, de un modo clerical.

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Lc 16,19-31

Este relato de Jesús es muy claro, hasta puede parecer un cuento de niños: muy sencillo. Jesús quiere señalar con esto no solo una historia, sino la posibilidad de que toda la humanidad viva así, e incluso todos nosotros vivamos así. Dos hombres, uno satisfecho, que sabía vestirse bien, quizá se procuraba los más grandes estilistas de su época para vestirse; llevaba vestidos de púrpura y lino finísimo. Y luego, se lo pasaba bien, porque cada día daba copiosos banquetes. Él era feliz así. No tenía preocupaciones, tomaba alguna precaución, quizá alguna pastilla contra el colesterol por los banquetes, pero así la vida le iba bien. Estaba tranquilo.

 A su puerta estaba un pobre: Lázaro se llamaba. El rico sabía que estaba el pobre allí: él lo sabía. Pero le parecía natural: “Yo me lo paso bien y ese… bueno, así es la vida, que se apañe”. Como mucho, quizá –no lo dice el Evangelio– a veces le enviaba algo, algunas migajas. Y así pasó la vida de estos dos. Ambos pasaron por la Ley de todos: morir. Murió el rico y murió Lázaro. El Evangelio dice que Lázaro fue llevado al cielo, junto a Abraham. Del rico solo dice: “Fue enterrado”. Punto y final.

Hay dos cosas que llaman la atención: que el rico supiese que estaba ese pobre y que supiese el nombre, Lázaro. Pero no importaba, le parecía natural. El rico quizá hacía sus negocios que al final iban contra los pobres. Conocía bien claramente, estaba informado de esa realidad. Y la segunda cosa que a mí me impresiona tanto es la palabra “gran abismo” que Abraham dice al rico: “Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”. Es el mismo abismo que en la vida había entre el rico y Lázaro: el abismo no comenzó allá, el abismo comenzó aquí.

 He pensado cuál sería el drama de ese hombre: el drama de estar muy, muy informado, pero con el corazón cerrado. Las informaciones de ese hombre rico no llegaban al corazón, no sabía conmoverse, no se podía conmover ante el drama de los demás. Ni siquiera llamar a uno de los mozos que servían la mesa y decirle: “llévale esto y esto otro”. El drama de la información que no baja al corazón. También eso nos sucede a nosotros. Todos sabemos, porque lo hemos visto en el telediario o en los periódicos, cuántos niños padecen hambre hoy en el mundo; cuántos niños carecen de las medicinas necesarias; cuántos niños no pueden ir a la secuela. Continentes con este drama: lo sabemos. ¡Pobrecillos!, y seguimos adelante. Esa información no baja al corazón, y muchos de nosotros, tantos grupos de hombres y mujeres viven en esa separación entre lo que piensan, lo que saben y lo que sienten: está separado el corazón de la mente. Son indiferentes. Como el rico era indiferente al dolor de Lázaro. Es el abismo de la indiferencia.

 Quizá estamos preocupados por mis cosas. Y olvidamos a los niños hambrientos, olvidamos esa pobre gente que en la frontera de los países, buscan la libertad, esos inmigrantes forzados que huyen del hambre y de la guerra y solo encuentran un muro, un muro hecho de hierro, un muro de concertinas, un muro que no los deja pasar. Sabemos que existe eso, pero no llega al corazón… Vivimos en la indiferencia: la indiferencia es ese drama de estar bien informado pero no sentir la realidad ajena. Ese es el abismo: el abismo de la indiferencia.

 Luego hay otra cosa que impresiona. Aquí sabemos el nombre del pobre: lo sabemos. Lázaro. También el rico lo sabía, porque cuando estaba en el infierno pide a Abraham que envíe a Lázaro: allí lo reconoció. “Mándame a ese”. Pero no sabemos el nombre del rico. El Evangelio no nos dice cómo se llamaba ese señor. No tenía nombre. Había perdido el nombre: solo tenía los adjetivos de su vida. Rico, poderoso… muchos adjetivos. Eso es lo que hace el egoísmo en nosotros: hace perder nuestra identidad real, nuestro nombre, y solo nos lleva a valorar los adjetivos. La mundanidad nos ayuda en esto. Hemos caído en la cultura de los adjetivos donde tu valor es lo que tienes, lo que puedes… Pero no “cómo te llamas”: has perdido el nombre. La indiferencia lleva a eso. Perder el nombre. Solo somos los ricos, somos esto, somos lo otro. Somos los adjetivos.

 Pidamos hoy al Señor la gracia de no caer en la indiferencia, la gracia de que todas las informaciones de los dolores humanos que tenemos, desciendan al corazón y nos muevan a hacer algo por los demás

Miércoles de la II Semana de Cuaresma

Mt 20,17-28


La primera Lectura, un pasaje del profeta Jeremías (18,18-20), es una auténtica profecía sobre la Pasión del Señor. ¿Qué dicen los enemigos? “Venga, vamos a hablar mal de él y no hagamos caso de sus oráculos”. Pongámosle obstáculos. No dice: “Venzámoslo, echémoslo”: no. Hacerle difícil la vida, atormentarlo. Es el sufrimiento del profeta, pero ahí hay una profecía sobre Jesús.

Lo mismo Jesús en el Evangelio (Mt 20,17-28) nos habla de esto: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen”. No es solo una sentencia de muerte: es más. Es la humillación, es el ensañamiento. Y cuando hay ensañamiento en la persecución de un cristiano, de una persona, está el demonio. El demonio tiene dos estilos: la seducción, con las promesas del mundo, como quiso hacer con Jesús en el desierto, seducirlo y con la seducción hacerle cambiar el plan de la redención, y si eso no funciona, el ensañamiento. No tiene término medio, el demonio. Su soberbia es tan grande que intenta destruir, y destruir gozando de la destrucción con la ira.

Pensemos en las persecuciones de tantos santos, de tantos cristianos que no solo los matan, sino que incluso los hacen sufrir e intentan por todas las vías humillarlos, hasta el final. No confundir una simple persecución social, política, religiosa con el ensañamiento del diablo. El diablo se ensaña, para destruir. Pensemos en el Apocalipsis: quiere devorar a aquel hijo de la mujer, que está por nacer.

Los dos ladrones que estaban crucificados con Jesús, fueron condenados, crucificados y les dejaron morir en paz. Nadie les insultaba: no interesaba. El insulto era solo para Jesús, contra Jesús. Jesús dice a los apóstoles que será condenado a muerte, pero será burlado, flagelado, crucificado… Se burlan de Él. Y el camino para salir del ensañamiento del diablo, de esa destrucción, es el espíritu mundano, el que la madre pide para sus hijos, los hijos de Zebedeo. Jesús habla de humillación, que es su destino, y ellos le piden apariencia, poder. La vanidad, el espíritu mundano es la senda que el diablo ofrece para alejarse de la Cruz de Cristo. La propia realización, el carrerismo, el éxito mundano: son todas sendas no cristianas, son todas sendas para tapar la Cruz de Jesús.

Que el Señor nos dé la gracia de saber discernir cuando es el espíritu que quiere destruirnos con el ensañamiento, y cuando el mismo espíritu quiere consolarnos con las apariencias del mundo, con la vanidad. Pero no lo olvidemos: cuando hay ensañamiento, hay odio, la venganza del diablo derrotado. Y así hasta hoy, en la Iglesia. Pensemos en tantos cristianos, que son cruelmente perseguidos.

Que el Señor nos dé la gracia de discernir el camino del Señor, que es Cruz, del camino del mundo, que es vanidad, aparentar, maquillaje.

Martes de la II Semana de Cuaresma

Mt 23, 1-12

Aunque este evangelio está referido especialmente a los líderes religiosos (sea o no clérigo) no podemos negar que presenta la realidad de la soberbia que existe en todos nosotros.

O, ¿quién podría negar, que cuando se presenta la ocasión, no busca tomar los puestos de honor, que su nombre esté entre luces de colores, que toda la gente hable de él… ser la estrella de su propia película?

Sobre todo, esto ocurre en aquellos a los que Dios ha puesto al frente de cualquier grupo humano, desde el padre de familia hasta el ejecutivo, el político y el sacerdote.

Se nos olvida con frecuencia que nuestra vida cristiana se manifiesta en la humildad.

Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades.

Esto se aprecia bien leyendo la historia del Éxodo: Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas. Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.

Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.

Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la condición de siervo. En efecto, humildad quiere decir también servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, despojándose, como dice la Escritura. Este vaciarse es la humillación más grande.

Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito. Es la otra vía.

El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo.

Y, con Jesús, sólo con su gracia, con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.

Lunes de la II Semana de Cuaresma

Lc 6, 36-38

El tiempo de la cuaresma nos invita a descubrirnos como pecadores, como personas necesitadas del amor y la misericordia de Dios.

Y es importante llegar a ser conscientes de esta realidad ya que solamente cuando uno reconoce lo miserable que es, su corazón se puede abrir a los hermanos.

Ordinariamente las personas, soberbias, déspotas y egoístas no han tenido nunca la experiencia de encontrarse con sus debilidades y darse cuenta que no solo no son mejores que las gentes a las que han juzgado o maltratado sino que incluso muchas veces han sido peores que ellas mismas.

Cuando sientas el impulso de juzgar o de condenar, mira un poco en tu interior y descubrirás que no eres mejor que él, y que a pesar de esto, Dios te ama y te muestra su misericordia… seguramente esta mirada interior te llevará a amar, a perdonar y a ayudar a tu hermano.

Sábado de la I Semana de Cuaresma

Mateo 5, 43-48

Jesús nos pide que recemos por quien nos trata mal; «Amen, hagan el bien, bendigan, recen» y «no rechacen». Es darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos hacen mal, a los enemigos. Y ésta es la novedad del Evangelio».

En efecto Jesús nos muestra que no tenemos mérito si amamos a los que nos aman, porque eso lo hacen también los pecadores.

Los cristianos, en cambio, están llamados a amar a sus enemigos: «Hagan el bien y presten sin esperar nada. Sin interés y su recompensa será grande».

Ciertamente el Evangelio es una novedad. Una novedad difícil que hay que llevar adelante, yendo detrás de Jesús. «Padre, yo… yo no tengo la voluntad de hacer así»… Bueno, si no te sientes capaz de esto es un problema tuyo, pero el camino cristiano es éste. Éste es el camino que Jesús nos enseña.

Vayan por el camino de Jesús, que es la misericordia; sean misericordiosos como su Padre es misericordioso. Sólo con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja. Hasta el final.

Jesús nos pide que seamos misericordiosos y que no juzguemos. Tantas veces, dijo, parece que nosotros hemos sido nombrados jueces de los demás: con chismes, hablando mal juzgamos a todos. Y, en cambio, el Señor nos dice: «No juzguen y no serán juzgados. No condenen y no serán condenados».

Y al final nos pide que perdonemos y así seremos perdonados. Todos los días lo decimos en el Padrenuestro: «Perdónanos como nosotros perdonamos».

Si yo no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que me perdone?. Jesús vino al mundo, y así lo hizo Él: dio, perdonó, no habló mal de nadie, no juzgó.

Ser cristiano no es fácil y no podemos llegar a ser cristianos sólo con la gracia de Dios o sólo con nuestras fuerzas. Y aquí viene la oración que debemos hacer todos los días: «Señor, dame la gracia de llegar a ser un buen cristiano, una buena cristiana, porque yo no logro hacerlo.»

Viernes de la I Semana de Cuaresma

Mt 5, 20-26

Hay actitudes que con una falsa humildad y sinceridad nos llevan a acciones incorrectas. Por ejemplo, alguna vez he escuchado que determinada persona no quiere acercarse a la Eucaristía porque no ha logrado resolver los problemas familiares o las relaciones laborales o bien se encuentra a disgusto y pleito con alguna persona. Por lo tanto, siguiendo lo que nos dice el evangelio de este día, no se acerca a la Eucaristía esperando que se pueda reconciliar.

Pero lo incongruente del caso es que no hace nada por reconciliarse y va prolongando indefinidamente las dos situaciones: ni se acerca a Dios y tampoco se reconcilia con su hermano.

La crítica de Jesús a los fariseos es porque se acercan a ofrecer los sacrificios mientras están llevando una vida doble, mintiendo, oprimiendo y cometiendo injusticias. Pero la solución no es alejarse de Dios porque entonces quedarán sólo en sus injusticias. Lo que busca Jesús es el cambio del corazón.

Ya Ezequiel en la primera lectura nos recordaba que “si el pecador se arrepiente de los pecados cometidos, guarda mis preceptos y practica la rectitud y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá; no me acordaré de los delitos que cometió”.

Jesús plantea de una manera directa la necesidad de superar las falsas actitudes de los fariseos y también esta recomendación o advertencia tiene mucha validez entre nosotros.

Jueves de la I Semana de Cuaresma

Mt 7,7-12

Jesús nos dice en forma inequívoca que Dios nos concederá cualquier cosa que le pidamos en oración, si lo hacemos con fe e insistencia.

¿Qué hace un bebé cuando necesita algo? Ya sea que tenga hambre, o sienta dolor, o necesite ser cambiado de pañal, o se siente solo, el bebé llora. Cuando los niños aprenden a hablar, los padres les enseñan a pedir en lugar de llorar cuando quieren algo. Conforme van creciendo y madurando, los jóvenes aprenden a distinguir entre lo que sus padres le darán y lo que le negarán, y piden conforme a eso.

La misma dinámica aplica a la vida espiritual. Al principio sólo sabemos clamar y llorar para que nuestras necesidades sean satisfechas o nuestros deseos sean cumplidos. Pero conforme vamos madurando espiritualmente, aprendemos a pedir según la voluntad de Dios.

Dios es sumamente generoso y está constantemente dando sin límite; pero al mismo tiempo, quiere que aprendamos a pedir, buscar y llamar a la puerta. Porque sabe que en el proceso de pedir con persistencia y confianza, aprendemos a derribar las barreras de la incredulidad, la desconfianza y el desánimo.

Si perseveramos, Dios contestará todas nuestras peticiones, con respuestas que a veces son sutiles o que se van revelando a través del tiempo; o bien, pueden ser inesperadas y presentarse de repente. Pero de cualquier manera que lleguen las respuestas, hemos de tener la seguridad de que podemos presentarle nuestras necesidades al Señor y él nos responderá como un Padre que nos ama; es decir, dándonos aquello que realmente nos ayude a crecer más espiritualmente.

Miércoles de la I Semana de Cuaresma

Lc 11,29-32

¿Cuál es el signo de Jonás? Jesús promete el signo de Jonás. Antes de explicar este signo, reflexiones sobre «el síndrome de Jonás», lo que el profeta tenía en su corazón. Jonás no quería ir a Nínive y huyó a España.

Jonás pensaba que tenía las ideas claras: la doctrina es ésta, se debe creer esto. Si ellos son pecadores, que se las arreglen; ¡yo no tengo que ver! Este es el síndrome de Jonás. Y Jesús lo condena. Por ejemplo, en el capítulo vigésimo tercero de san Mateo los que creen en este síndrome son llamados hipócritas. No quieren la salvación de esa pobre gente.

Dios dice a Jonás: pobre gente, no distinguen la derecha de la izquierda, son ignorantes, pecadores. Pero Jonás continúa insistiendo: ¡ellos quieren justicia! Yo observo todos los mandamientos; ellos que se las arreglen.

He aquí el síndrome de Jonás, que golpea a quienes no tienen el celo por la conversión de la gente, buscan una santidad de tintorería, o sea, toda bella, bien hecha, pero sin el celo que nos lleva a predicar al Señor.

El Señor ante esta generación, enferma del síndrome de Jonás, promete el signo de Jonás. En la otra versión, la de Mateo, se dice: pero Jonás estuvo en la ballena tres noches y tres días…

La referencia es a Jesús en el sepulcro, a su muerte y a su resurrección. Y éste es el signo que Jesús promete: contra la hipocresía, contra esta actitud de religiosidad perfecta, contra esta actitud de un grupo de fariseos.

El signo que Jesús promete es su perdón a través de su muerte y de su resurrección. El signo que Jesús promete es su misericordia, la que ya pedía Dios desde hace tiempo: «misericordia quiero, y no sacrificios».

Así que el verdadero signo de Jonás es aquél que nos da la confianza de estar salvados por la sangre de Cristo.

Hay muchos cristianos que piensan que están salvados sólo por lo que hacen, por sus obras. Las obras son necesarias, pero son una consecuencia, una respuesta a ese amor misericordioso que nos salva. Las obras solas, sin este amor misericordioso, no son suficientes.

Por lo tanto el síndrome de Jonás afecta a quienes tienen confianza sólo en su justicia personal, en sus obras. Y cuando Jesús dice «esta generación perversa», se refiere a todos aquellos que tienen en sí el síndrome de Jonás.

Pero hay más: El síndrome de Jonás nos lleva a la hipocresía, a esa suficiencia que creemos alcanzar porque somos cristianos limpios, perfectos, porque realizamos estas obras, observamos los mandamientos, todo. Una grave enfermedad, el síndrome de Jonás.

Mientras que el signo de Jonás es la misericordia de Dios en Jesucristo muerto y resucitado por nosotros, por nuestra salvación.