Os 6, 1-6
Nosotros solemos, al hablar de Dios, aplicarle conceptos humanos; y es natural, no tenemos otra cosa para hablar de Él que nuestras experiencias, nuestras realidades, nuestras imágenes, nuestro vocabulario; pero ninguna palabra, ningún concepto, puede abarcar a Dios ni definirlo totalmente. Uno de los conceptos que aplicamos a Dios desde nuestra experiencia es el enojo, el castigo. Si habláramos de castigo de Dios como revancha, explosión de ira destructora, no contenida («la haces, la pagas»), estéril, estaríamos muy equivocados. Todo en Dios es amor, toda su acción es amorosa, toda, aun la que nos desconcierta por dolorosa.
Las tribus de Efraín y Judá lo reconocen, en la lectura profética que escuchamos: «Él nos curará, Él nos vendará, nos devolverá la vida».
Otra muy bella alusión pascual se nos hizo presente: «en dos días nos devolverá la vida y al tercero nos levantará». No olvidemos que el camino de conversión de la Cuaresma nos lleva a desembocar en las celebraciones pascuales, fiestas de vida nueva en Cristo Señor.
Lc 18, 9-14
Nos habremos fijado en los contrastes de los dos protagonistas de la parábola de hoy: un fariseo, es decir, un perteneciente a un grupo religioso muy fuerte, los «perusim» (los separados). Ellos se llamaban a sí mismos «haberim» (los compañeros); y otro con un gran letrero en la frente: «pecador», un publicano. Dos posturas, dos lugares, dos oraciones. Una casi exigencia: yo ayuno, yo pago… -de orgullo: no soy como los demás… -de falta de caridad: no soy como ese publicano. La otra, de humildad y reconocimiento, al mismo tiempo, del propio mal y de la piedad amorosa de Dios.
Y dos resultados: uno, justificado; el otro, hay que suponer que no, al contrario, su oración fue un insulto a Dios y a los demás.
¿Al cuál de estas dos actitudes y oraciones se asemeja la nuestra?