San Pedro y San Pablo

La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.

La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?»  Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.

Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?».

Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.

Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.

Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).

Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose.

Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.

La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5).

Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.

Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.

San José Obrero

Hoy es la fiesta de san José obrero, patrón de los trabajadores, pero hoy no es el día de todos «los trabajadores», sólo de aquellos que trabajan honradamente. Por supuesto no es el día de todos esos corruptos que no trabajan, pero que viven a cuerpo de reyes.

La Iglesia, al presentarnos hoy a San José como modelo, no se limita a valorar una forma de trabajo, sino la dignidad y el valor de todo trabajo humano honrado. El hombre colabora con Dios en la creación del mundo.

Las condiciones que rodean al trabajo han hecho que algunos lo consideren como un castigo, o que se convierta, por la malicia del corazón humano cuando se aleja de Dios, en una mera mercancía o en «instrumento de opresión», de tal manera que en ocasiones se hace difícil comprender su grandeza y su dignidad. Otras veces el trabajo se considera como un medio exclusivo de ganar dinero, que se presenta como fin único, o como manifestación de vanidad, de egoísmo, olvidando el trabajo en sí mismo, como obra divina, porque es colaboración con Dios y ofrenda a El, donde se ejercen las virtudes humanas.

Durante mucho tiempo se despreció el trabajo material como medio de ganarse la vida, considerándolo como algo sin valor. Y con frecuencia observamos cómo la sociedad materialista de hoy divide a los hombres «por lo que ganan». Es hora que lo cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unos trabajos más dignos que otros. Todos los trabajos tienen la misma dignidad.

Esto es lo que nos recuerda la fiesta de hoy, al proponernos como modelo y patrono a San José, un hombre que vivió de su oficio, al que debemos recurrir con frecuencia para que no se degrade ni se desdibuje la tarea que tenemos entre manos, es decir, nuestro trabajo.
Con la memoria de San José Obrero la Iglesia propone a los cristianos y al mundo una visión completa, serena nueva y positiva del trabajo humano.

Muchas personas consideran el trabajo como algo frío, una ocasión de abuso, de dominio y de explotación del hombre por el hombre. Esta visión lleva a que el trabajador intente «el menor esfuerzo por la máxima recompensa», que el patrón obtenga «la mayor ganancia con la mínima inversión», lo cual deriva en salarios de hambre, falta de asistencia al trabajador, irresponsabilidad del trabajador, y el trabajo se considere como una rutina.

La Biblia nos propone una visión alegre y humanista del trabajo. Más allá del carácter fatigoso del trabajo, el trabajo debemos de considerarlo como una manera de colaborar con Dios en la creación de este mundo, perfeccionamiento de la persona y plenitud del hombre. El trabajo no es ni un castigo ni una ofensa para el hombre. Por el trabajo, el hombre transforma el mundo e imita a Dios. Por el trabajo, el hombre se encuentra consigo mismo y puede ser una ocasión para amar al prójimo.

Lejos de ser el trabajo opresión, maldición y condenación, el trabajo es el medio y requisito para llegar al «descanso de Dios».

Viernes después de ceniza

Mt 9,14-15


Este tiempo de cuaresma, muchas personas acostumbran a hacer ayuno y abstinencia recordando el ayuno que Jesús hizo durante 40 días en medio del desierto.  Es una sana costumbre el ayuno, para otros ya no tiene sentido el ayuno ni la oración, ni el sacrificio.

El texto de san Mateo, parecería darles la razón a estos que piensan que ya no tiene sentido ayunar, al constatar que los discípulos no ayunan y que Jesús los defiende ante los discípulos de Juan y los fariseos.

Jesús, nunca negó la validez del ayuno y la oración, es más Él mismo hizo grandes periodos de ayuno y muchos momentos de oración.  Contra lo que habla Jesús es de un falso ayuno que no está acorde con un arrepentimiento y conversión del corazón. 

Jesús sigue la misma línea de los profetas, en especial del texto que hemos leído hoy como primera lectura.  Isaías nos transmite cuál es el ayuno que quiere el Señor: “que rompan las cadenas injustas y levantes los yugos opresores, que liberes a los oprimidos y rompas todos los yugos, que compartas tu pan con el hambriento y abras tu casa al sin techo, que vistas al desnudo y no des la espalda a tu prójimo”

El sentido del ayuno y la penitencia es compartir con el hermano.  Si hoy no comemos carne, pero nos hartamos de manjares más costosos y más sabrosos que los que comemos ordinariamente, no tiene ningún sentido el ayuno.  El sentido es privarnos de algo para compartirlo con el hermano que está necesitado.

El ayuno y llevar una vida mortificada y moderada, tiene ahora mucho más sentido que nunca, pues nos hemos acostumbrado a buscar una vida cómoda, sin compromisos y sin dificultades.

El fuerte reclamo que hacen los profetas debe resonar también en nuestros días, pues también para nosotros son aquellas duras palabras: “es que el día que vosotros ayunáis, encontráis la forma de hacer negocios dudosos y oprimir a los trabajadores.  Es que ayuna para luego pelearse y discutir; para dar golpes sin piedad.

Que hoy ayunemos para mortificar nuestro cuerpo, pero también abramos nuestro corazón al prójimo necesitado, al oprimido, pues en cada pequeño está el mismo Jesús.

Que ayunemos hoy de la soberbia, de la mentira, de placeres, de críticas y que podamos con entusiasmo dedicarnos a construir el Reino de Dios, a descubrir al hermano y a ayudar a mi prójimo.

En esta Cuaresma, busquemos ayunar de las cosas que le quitan espacio a Dios en nuestra vida para que al llegar a la Pascua estemos totalmente llenos de Dios.

Martes de la IV semana del tiempo ordinario

Mc 5, 21-43

Hoy el Evangelio nos presenta dos milagros de Jesús que nos hablan de la fe de dos personas bien distintas. Tanto Jairo —uno de los jefes de la sinagoga— como aquella mujer enferma muestran una gran fe: Jairo está seguro de que Jesús puede curar a su hija, mientras que aquella buena mujer confía en que un mínimo de contacto con la ropa de Jesús será suficiente para liberarla de una enfermedad muy grave. Y Jesús, porque son personas de fe, les concede el favor que habían ido a buscar.

El elemento que hace posible la acción de Dios, incluso de manera extraordinaria, es la fe.


La primera fue ella, aquella que pensaba que no era digna de que Jesús le dedicara tiempo, la que no se atrevía a molestar al Maestro ni a aquellos judíos tan influyentes. Sin hacer ruido, se acerca y, tocando la borla del manto de Jesús, “arranca” su curación y ella enseguida lo nota en su cuerpo. Pero Jesús, que sabe lo que ha pasado, no la quiere dejar marchar sin dirigirle unas palabras: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad»

A Jairo, Jesús le pide una fe todavía más grande. Como ya Dios había hecho con Abraham en el Antiguo Testamento, pedirá una fe contra toda esperanza, la fe de las cosas imposibles. Le comunicaron a Jairo la terrible noticia de que su hijita acababa de morir. Nos podemos imaginar el gran dolor que le invadiría en aquel momento, y quizá la tentación de la desesperación. Y Jesús, que lo había oído, le dice: «No temas, solamente ten fe». Y como aquellos patriarcas antiguos, creyendo contra toda esperanza, vio cómo Jesús devolvía la vida a su amada hija.


Dos grandes lecciones de fe para nosotros. Desde las páginas del Evangelio, Jairo y la mujer que sufría hemorragias, juntamente con tantos otros, nos hablan de la necesidad de tener una fe inconmovible.

Creer significa confiar aun ante la evidencia contraria; creer significa tomar los riesgos de ser criticados, creer es actuar, diría el Apóstol Santiago. Muchas veces nuestra fe queda solo a nivel de razón y no de actuación.

La verdadera fe es notoria pues expresa sin lugar a dudas la confianza y el abandono total en Dios. ¿Cómo es tu fe? ¿Es una fe intelectual, o es una fe que ante la evidencia contraria continúa diciendo: No entiendo Señor, pero creo que tú me amas y que harás lo que sea mejor para mí y para los míos?

Podemos hacer nuestra aquella bonita exclamación evangélica: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad»

Viernes de la I semana del tiempo ordinario

Mc 2, 1-12

¡Qué atrayente es la persona de Jesús! ¡Se juntaron tantos que ni aún junto a la puerta cabían! Es cautivadora su figura porque refleja el amor del Padre. Él les hablaría del amor misericordioso de Dios que perdona al que lo ofende y luego de perdonarlo lo ama como al más querido de sus hijos. No le guarda resentimiento, sino que le da todo lo que daría al hijo fiel y todavía más porque sabe que es débil y necesita de un mayor amor y cuidado.

El evangelio de hoy impresiona porque encierra muchos signos que nos descubren el verdadero espíritu de Jesús y la disposición generosa de muchas personas para llevar al incapacitado ante la presencia del Salvador.

Si hacemos una comparación de los cuatro que con una serie de dificultades llevan al paralítico y los escribas que sentados comienzan a murmurar, tendremos una clara descripción de lo que con frecuencia sucede en nuestros ambientes. Mientras unos pocos se esfuerzan por ser creativos y cargan con los demás, otros critican y trabajan para destruir.

Hay graves problemas en nuestra sociedad y hay pequeños signos que despiertan esperanza; hay personas que desde su pequeñez aportan todo lo que tienen para ayudar a los que lo necesitan, pero hay quienes todo lo juzgan y todo lo condenan. ¿Cuál es nuestra actitud? ¿Estamos proponiendo en estas situaciones difíciles y hasta donde nos comprometemos?

En cambio Jesús ni tiene las limitaciones del que no puede, ni tiene el egoísmo del que no quiere. Jesús va a fondo y busca solucionar los problemas, no solamente a ofrecer paliativos que alivien un poco el dolor.

Jesús nos muestra que el verdadero problema es el mal que se anida en el corazón. No podremos solucionar nunca los problemas de la sociedad, si no logramos cambiar el corazón de los ciudadanos.

¿Cómo podremos superar las situaciones de pobreza si la ambición sigue creando nuevos acaparadores que esconden alimentos y bienes de consumo? ¿Cómo eliminar la gran brecha entre pobres y poderosos si está sostenida por la estructura económica injusta? Se tiene que ir a fondo y denunciar que hay mal.

Jesús primeramente ofrece el perdón de los pecados, la pureza del corazón y ante el reproche injusto de los escribas, también ofrece la curación corporal, la atención integral a la persona. No se queda solamente en necesidades físicas, ni tampoco ofrece una atención espiritualista. Para hacerlo sentir como hijo de Dios, es necesario darle de comer, pues, desde ahí se comienza a restablecer la dignidad.

Que este ejemplo de Jesús nos lleve a una atención plena e integral a quienes nos rodean.

Miércoles de la II semana después de Navidad

Mc 6, 34-44 

En medio de un mundo egoísta, que solo piensa en sí mismo, este evangelio nos enseña lo que puede ocurrir cuando se comparte lo que se tiene.

El amor que nosotros decimos tener a Dios, tiene que hacerse concreto en las actitudes que tenemos para con los hermanos.

San Juan, en su carta, es muy claro cuando lo afirma “amémonos los unos a los otros, el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” Proclamar que Dios es amor y olvidar que tenemos hermanos a nuestro lado, es una frase hueca, carente de vida y una traición al verdadero amor.

San Marcos, en el Evangelio de este día, nos presenta a Jesús viviendo plenamente este amor en los hechos concretos de solidaridad con los hermanos.

El hambre es una realidad de todos los tiempos y de todos los lugares. No podemos hacernos los desentendidos. Frente a las graves situaciones de hambre que actualmente se vive en muchos países, no se puede vivir en el seguimiento de Jesús y dar la espalda a la realidad que vive el pueblo.

Las palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos “dadle vosotros de comer” suenan terriblemente actuales, una orden categórica, y son una orden categórica que no podemos hacer a un lado.

Estamos terminando estas fiestas de Navidad y aunque se habla de una crisis sin precedentes, descubrimos excesos e incongruencias en los gastos y despilfarros. Así, mientras muchos pasan hambre, otros desperdician.

Es el inicio del año y tenemos que estar conscientes que el verdadero discípulo de Jesús se tiene que comprometer en una más justa distribución, en un nuevo sistema.

Después de anunciar su palabra, Jesús no se queda en palabras bonitas, asume el compromiso que implica el hambre del pueblo, es más, empuja a sus discípulos para que ellos también se comprometan a que no habrá verdadera paz mientras haya hambre, pobreza y miseria.

El compromiso del cristiano es llevar el mensaje y luchar por condiciones más justas para todos los hombres. ¿Cómo asumimos nosotros este compromiso?

Quizá nos parezca utópico, pero debemos iniciar desde lo pequeño, desde nuestros vecinos, desde nuestra realidad, los pequeños proyectos productivos, el compartir lo poco que tenemos, el descubrir la necesidad del otro, son los primeros pasos para iniciar este camino.

Cristo nos sigue diciendo hoy a cada uno de nosotros “dadle de comer”. Oigamos su voz y pongamos en práctica su mandamiento.

Martes de la XIV semana del tiempo ordinario

Mt 9, 32-38

¿Por qué una misma acción provoca reacciones tan diferentes? La multitud maravillada reconoce a Jesús, en cambio los fariseos lanzan la acusación buscando cubrirse las espaldas. Cuando no se tiene limpio el corazón, se mira con desconfianza a los demás. Cuando la luz resplandece, descubre la corrupción de los falsos. Quizás esto explique las consecuencias de este milagro de Jesús que le permite a un hombre expresar su palabra. Para unos es un prodigio para otros un peligro. ¿Sucede lo mismo en la actualidad? Cristo sigue actuando y dando palabra, pero parece que todavía hay quien quiere callar la verdad.

Este pequeño pasaje continúa con lo que es más importante para Jesús: acercarse a las personas, enseñar, anunciar Buena Nueva y curar de toda enfermedad y dolencia. Esto es lo más importante hoy para sus discípulos. Quizás a veces nos perdemos en cosas secundarias y no estamos atentos a llevar vida y Buena Nueva a todos los rincones.

Si miramos un poco en nuestro entorno descubriremos que hay muchas personas y muchos lugares que todavía no reciben buena nueva, baste señalar a los migrantes, a quienes viven en cinturones de miseria, a los pueblos en conflicto, a las personas discriminadas, a muchos jóvenes que no se les ha anunciado el Evangelio… Y no se trata de buscar adeptos, sino de llevar vida. Es la enseñanza de Jesús.

Hoy hay muchas personas que también, igual que Jesús, desde los rincones del mundo buscan dar vida, pero parecería que son muy pocos y que se tienen que enfrentar a un enorme dragón que busca otros caminos que nos conducen a la muerte. Y entonces se hacen muy actuales las palabras de Jesús: hacen falta trabajadores que se comprometan a buscar frutos de justicia, de verdad y de paz. Necesitamos unir fuerzas y descubrir entre los pequeños a estos sembradores de esperanza y cultivadores de paz y de vida. Jesús nos insiste en que roguemos al Padre y que busquemos hacer más compromiso por la vida.

Homilía para el 10 de octubre de 2018

Lucas 11, 1-4  

En el mundo del deporte, además de las habilidades personales, un excelente entrenador juega un papel decisivo. Es parte de nuestra naturaleza el tener que aprender y recibir de otros. Puede parecer una limitación pero es, al mismo tiempo, un signo de la grandeza y de la maravilla del hombre.

En el Evangelio de hoy, los discípulos le piden a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”. La oración es el gran deporte, la gran disciplina del cristiano. Y lo diría el mismo Jesús en el huerto de Getsemaní: “Vigilen y oren para que no caigan en tentación”. Él es nuestro mejor entrenador.

Hoy, nos ofrece la oración más perfecta, la más antigua y la mejor: el Padre Nuestro. En ella, encontramos los elementos que deben caracterizar toda oración de un auténtico cristiano. Se trata de una oración dirigida a una persona: Padre; en ella, alabamos a Dios y anhelamos la llegada de su Reino; pedimos por nuestras necesidades espirituales y temporales; pedimos perdón por nuestros pecados y ofrecemos el nuestro a quienes nos han ofendido; y, finalmente, pedimos las gracias necesarias para permanecer fieles a su voluntad. Todo ello, rezado con humildad y con un profundo espíritu de gratitud.

Homilía para el 9 de octubre de 2018

Lc 10, 38-42

Sentarse a los pies de Jesús y escucharlo, ¿es descuidar los trabajos que tenemos que hacer? De ninguna manera este evangelio pretende enseñarnos esto. Este Evangelio nos ayuda a descubrir la importancia de escuchar al Señor y escucharlo atentamente, pero para después vivir la Palabra.

Ciertamente, María trabaja en muchas tareas, y por andar en tantas cosas no tiene tiempo para escuchar al Señor.

Me parece hoy la queja repetida de muchos adolescentes respecto a sus papás que los admiran porque trabajan mucho o los quieren porque se desgastan y sudan para que nadas les haga falta, pero la quejas es que ya nos les queda tiempo para hablar con ellos, no tienen espacios para compartir la vida, no parecen escuchar y disfrutar de su presencia.

Quien es verdadero discípulo de Jesús no puede ocuparse en muchas cosas, sino a cada cosa darle su importancia y su momento. Es más importante estar con Jesús que trabajar para Jesús; es más necesario actuar con Él que actuar para Él. Y lo mismo podríamos decir de la familia, de los hijos y de los amigos. Y esto no quiere decir que se quede el amigo o el padre de familia contemplando todo el día al amigo o al hijo respectivamente. Es situar en su justa dimensión todas las cosas en vista de lo que consideramos más importante.

La escucha de la Palabra del Señor, el acogerla con toda atención, no significa una contemplación que nos aleje de los compromisos que tenemos en nuestra comunidad o en nuestra familia. No se trata pues de hacer muchas cosas para alguien, sino de estar con Jesús en todos los momentos.

Indudablemente que hay situaciones en la vida en que lo primero será la ayuda material y física, pero es más importante nuestra atención y cariño a una persona. Sobre todo en este tiempo debemos descubrir que es más importante amar a una persona que darle muchas cosas; amar a Jesús que hacer muchas actividades supuestamente por Él.

Claro que el amor de Jesús nos lanza a actuar en favor de los hermanos y a no quedarnos cruzados de brazos. Si dialogamos, si escuchamos a Jesús, si dejamos que penetre su palabra en nosotros, nos comprometeremos mucho más con el prójimo. ¿Por qué no te tomas unos pocos minutos de tu agitado día para elevar tu corazón a Dios, y darte cuenta de toda la belleza que Él ha puesto a tu alrededor?