Martes de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21,5-11

Al final del año litúrgico San Lucas nos presenta un panorama de destrucción que está acorde con los signos de los tiempos en que vivimos y que se han vivido a lo largo de los siglos: catástrofes naturales como terremotos, volcanes que despiertan, inundaciones, tsunamis, pandemias, y otras provocadas por el propio hombre, como guerras, etc. En la actualidad por todos los acontecimientos acaecidos nos hace pensar que, tal vez, nos encontremos ante un cambio de ciclo.

La destrucción del templo de Jerusalén es la imagen que sirve para introducir el discurso sobre el final de los tiempos. El maravilloso templo, orgullo de todos los judíos por su belleza y por lo que representaba, caminaba hacia su final.

Entonces, la relación del hombre con Dios no será ya a través de signos, sino cara a cara, en perfecta comunicación de vida. Podemos imaginar la inquietud que estas palabras produjeron en los oyentes. La pregunta brota necesariamente: Señor ¿cuándo va a suceder esto?

San Lucas vive en una comunidad que tiene la sensación de que el fin de los tiempos se está retrasando demasiado; por eso le interesa dejar bien claro que el final no vendrá enseguida, no se trata de algo inminente. Los oyentes de Jesús estaban ansiosos por saber cuáles signos debían esperar cuando viniera este fin. Pero el momento en que un evento tal va a suceder, es un secreto de Dios Padre.

Aunque la salvación y el Reino de Dios ya están actuando, todavía es tiempo de vivir en la espera de su consumación definitiva.

Es fácil que en algunas circunstancias y en momentos de prueba haya personas aterrorizadas y desesperadas que buscan algo o a alguien para que les muestre el camino, pero para los cristianos el único camino, verdad y vida a seguir es Jesús y no hace falta buscar nada más. Confiemos siempre en Él que no nos defraudará. ¡Ojalá que este camino lo anduviese toda la humanidad!

¿Cuándo estás desesperado/a en quién confías?

¿Cuál es para ti el verdadero camino a seguir?

Martes de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21, 5-11

Jesús es consciente de la fragilidad de nuestra fe y cómo fácilmente podemos dejarnos arrastrar por señuelos que prometen una felicidad fácil. Son engaños para sustituir a Dios por cualquier ídolo de barro.

La sociedad suele presentar diversos señuelos prometiéndonos que tras ellos vamos a conseguir la plenitud que solo Dios puede dar. Jesús nos previene y aconseja no dejarnos arrastrar por promesas vacías. Es la experiencia que todos constatamos. Con frecuencia el simple bienestar material, el poder, el dinero, el placer pueden vaciarnos de todo y sentirnos llenos, pero solo de ese vacío. Esto puede durar un tiempo. El engaño tiene mucha fuerza. Exige poco. Solo que, alejándonos de la “fuente”, podemos caer, sin darnos cuenta, en terreno baldío.

Es bueno cuestionarnos, ¿qué objetivos llenan mi vida?  ¿En qué gasto mis fuerzas, en lo puramente material o hay en mí exigencia para seguir buscando a Dios?

No tengáis pánico

Ante la predicción de la destrucción del templo, los oyentes preguntan a Jesús sobre el cuándo tendrá lugar y qué señales precederán a esa caída. Como en otras ocasiones, Jesús no responde a esas preguntas. Sin embargo, ante toda esa descripción aconseja no tener pánico. El pánico es un miedo extremo que puede paralizarnos y confundirnos. Jesús invita a la confianza. Ante lo que pueda suceder es preciso mantener la calma y no dejarnos aplastar por el puro sentimiento. Nos invita a tener en cuenta sus palabras, repetidas con frecuencia en el evangelio: “no tengáis miedo”. ¿Por qué no hemos de tener miedo? Dios es un Padre bueno que no nos va a dejar perdidos entre las desgracias. Jesús sabe que mantener la serenidad en esos momentos es costoso. De ahí la recomendación de no dejarnos llevar por ese sentimiento.

En la pandemia que hemos sufrido ha habido muchas personas que han acudido a Dios. Han acudido, no para que Él solucione los problemas, sino solicitando fuerza para saber vivir todo lo que se nos vino encima. Lo han hecho los sanitarios, enfermos y familiares que han vivido al límite. Necesitamos siempre su fuerza, pero especialmente en los momentos en que todo parece perder sentido. Confiemos en Él. Nunca nos abandonará. En las pruebas se manifiesta la fuerza de nuestra fe. San Pedro en su primera carta lo expresa muy bien: “Confiadle (a Dios) todas vuestras preocupaciones, puesto que Él se preocupa de vosotros”