
Rom. 8, 31-35. 37-39.
¿Qué cosa podrá apartarnos del amor con que nos ama Cristo? Dios, en Él, se ha hecho Dios-con-nosotros; Él ha hecho su morada en nosotros y compañero nuestro en la vida para hacernos llegar, en Él, al hombre perfecto. Y si Dios nos dio a su propio Hijo, ¿podrá negarnos algo? En verdad que nos ama como nadie más lo ha hecho ni podrá hacerlo.
Si Dios se ha decidido a amarnos en Cristo Jesús, ¿podrá alguien o algo apartarnos de ese amor que nos tiene? Quien se atreva a tocarnos le estará tocando las niñas de los ojos a Dios; y el Señor podría decir de nosotros lo mismo que le dijo a Abraham: Bendito quien te bendiga y maldito quien te maldiga; o como decía a sus profetas: No tengas miedo, yo estoy contigo.
Dios nos ha escogido a nosotros; nos ha hecho partícipes de su misma Vida y de su mismo Espíritu. Hemos sido edificados sobre el cimiento de los apóstoles, teniendo a Cristo como Piedra Angular; somos un solo cuerpo, cuya Cabeza es Cristo. Dios nos ama, y su amor por nosotros jamás se acabará, pues cuanto Dios da jamás lo retira; sólo nosotros podríamos cerrarnos al amor de Dios; sólo nosotros podríamos cerrarnos a su Luz y quedarnos en tinieblas, pues nosotros, sólo nosotros tenemos el poder de cerrarle la puerta al Señor.
Ojalá y nunca lo hagamos, pues no encontraríamos otro camino de Salvación; y ni siquiera nosotros, con nuestras buenas obras hechas al margen de Cristo, podríamos lograr salvarnos.
Lc. 13, 31-35.
Jesús tiene una conciencia clara de la Misión que el Padre Dios le ha confiado: salvar a la humanidad y llevarla de retorno a la casa paterna, no en calidad de siervos, sino de hijos en el Hijo. Y nadie le impedirá cumplir con la voluntad de su Padre.
Dios, efectivamente, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Él, a pesar de nuestras rebeldías, no sólo nos llama a la conversión, sino que nos da muchos signos de su ternura para con nosotros; jamás se comporta como juez, sino siempre como un Padre-Madre amoroso, cercano a nosotros y amándonos hasta el extremo.
Ojalá y algún día no sea demasiado tarde cuando, terminada nuestro peregrinar por este mundo, tengamos que juzgar nuestra vida confrontándola con el amor que el Señor nos ha tenido y salgamos reprobados; y nuestra casa, nuestra herencia, la que nos corresponde en la eternidad, quede desierta por no poder tomar posesión de ella a causa de nuestra rebeldía al amor de Dios.

