Sábado de la I Semana Ordinaria

1 Sam 9, 1-4. 10. 17-19; 10, 1

Ayer oíamos cómo Samuel, después de insistir mucho sobre los riesgos de tener un rey, acepta la decisión del pueblo.

Hoy escuchamos la designación de parte de Dios de Saúl y su unción como el primer rey de Israel.

Una serie de acontecimientos que parecen no tener mucha importancia ni mucho significado en ellos mismos, serán marco y realidad donde se exprese la voluntad de Dios.  Aquí en el caso, la pérdida de las burras y su afanosa búsqueda, lleva a Saúl y a sus criados a buscar al vidente para que les dé una pista.  En realidad, los animales ya habían sido encontrados.

El vidente le reveló a Saúl los designios que Dios tenía sobre él, «para que fuera rey de su pueblo».

Saúl contesta con humildad: «¿No soy yo de Benjamín, una de las más pequeñas tribus de Israel y mi clan no es el más insignificante de todos los de la tribu de Benjamín?»

La unción es el signo de la toma de posesión de Dios, el aceite penetra, permanece, transforma.  Más tarde «ungido» =Mesías= Cristo, será el nombre del Señor Jesús, el pleno del Espíritu, que nos comunica de su plenitud.

Mc 2, 13-17

El llamamiento a Leví, el publicano, está lleno de enseñanza.  No olvidemos que los publicanos eran los recaudadores del impuesto para los romanos.  Eran vistos como pecadores de oficio, y al mismo tiempo como traidores a la religión y a la patria.

El Señor llama a uno de éstos para que sea su apóstol.  Aparece aquí, como en la llamada a los otros apóstoles, una notable inmediatez tanto en el llamado como en la respuesta.

Podría decirse que hubo una fiesta de «despedida de publicano» de Leví-Mateo.  Los escribas y fariseos critican la actitud de Jesús.  Muchas, muchísimas veces, en el Evangelio nos aparecen los «malos» de «profesión»: publicanos, pecadores, samaritanos, como más cercanos a la salvación que los «buenos»: los fariseos (los más religiosos), los escribas (los sabios de la Escritura), por su orgullo y su cerrazón.

No es el pertenecer a un grupo, a una raza, a una casta, lo que redime, sino la fe sencilla y humilde, el reconocimiento de la necesidad de salvación y el acercamiento confiado al Salvador.

«No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores».

Sábado de la I Semana Ordinaria

Mc 2, 13-17

¡Cuántas veces nos hemos encontrado con este Evangelio! Sin duda es una de las perícopas que, al leerlas, pensamos que ya las conocemos de memoria. Pero no caigamos en esa tentación y dejemos que esta Palabra viva, dinámica y eficaz se actualice hoy en nuestra vida.

Aparentemente es un día más en la vida de Mateo: sentado al mostrador de los impuestos, contando las monedillas, pendiente de sacar algún provecho en sus negocios y cuidando escrupulosamente sus intereses.

Pero no es un día cualquiera, este es el día de gracia, el día de salvación; es el día del paso de Jesús por su vida. Y en este punto los tres evangelios sinópticos coinciden: Jesús lo vio… Jesús le dijo: «sígueme»… Mateo se levantó y lo siguió.

Y después de haber pasado por las orillas de la vida de este hombre, va más adentro, llega a su casa. Al lugar de su descanso, donde banquetea y comparte. Pero Jesús no viene sólo; con él vienen sus discípulos y… otros tantos publicanos y pecadores que lo siguen. Mateo abre las puertas de su casa, de su vida, invita a este banquete a los que estaban en las encrucijadas, al borde del camino y la sala se llena de invitados.

Sí, Mateo apuesta todo por este nuevo «negocio»; ya no permanecerá sentado, detrás del mostrador sino que recorrerá largos caminos siguiendo al Maestro; ya no buscará sus propios intereses sino los intereses del Reino; ya no contará monedas ni escribirá los impuestos y deudas de su pueblo sino que proclamará la Buena Noticia del Dios-con-nosotros. No será el solitario publicano que ofrece banquetes para llenar silencios y vacíos de su vida sino el gozoso discípulo invitado al Banquete del Cordero.

¿Una mirada, tan solo una palabra del Señor puede hacer tanto en nosotros? Así es, Él puede hacer mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos, con ese poder que actúa entre nosotros (Ef. 3, 20)

Demos gracias a Dios que ha venido a salvarnos y dejemos que este Médico divino sane nuestras enfermedades y nos llame a salir de las tinieblas para vivir alegres en su luz maravillosa.