
Rom. 16, 3-9. 16. 22-27.
Hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte para glorificar el Nombre de Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor. Entre nosotros no puede haber división, pues. si la hubiese, estaríamos siendo un antitestimonio del Evangelio de Cristo que proclamamos.
Aquel distintivo del amor de la primitiva Iglesia, que hacía exclamar admirados a los paganos: Miren cómo se aman, no puede desaparecer o diluirse entre nosotros. Darse un saludo de paz y desear que la Gracia de Nuestro Señor Jesucristo esté con nosotros, no puede ser sólo un deseo distraído hacia los demás, sino que debe hacerse realidad continuamente entre nosotros.
Sólo así manifestaremos que ante Dios no tenemos pecado, porque, por Cristo, hemos pasado de la muerte a la vida y nos amamos como el Señor nos ha amado a nosotros.
Lucas 16, 9-15
Porque Jesucristo “conoce vuestros corazones”, nos advierte de tres peligros muy sutiles que pueden aparecer en la vida espiritual diaria. “El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho”. La ley del amor, que es la que Cristo ha venido a traer al mundo, es la del amor sin medida. En el amor no hay mucho ni poco, o se ama o no se ama. Puede ser que las consecuencias de un acto hecho sin amor sean pequeñas o grandes pero cuando se ha faltado al amor se ha dejado de amar en ese acto concreto.
Si no sabemos usar correctamente las riquezas injustas y ajenas, es decir, todo lo material que es externo a nosotros y por lo tanto no nos pertenece con totalidad, mucho menos seremos capaces de manejar con corrección las riquezas verdaderas y propias, que son las cosas espirituales que en verdad son propias de cada hombre. Del mismo modo quien no ama a los hombres a quienes ve, no puede decir que ama a Dios a quien no ve; si no somos ordenados y justos con las cosas materiales, que vemos, menos lo seremos en las cosas espirituales, que no se ven.
“No podemos servir a Dios y al dinero”. El dinero representa el humano interés. Nuestro corazón desea hacer el bien, pero ¿lo hacemos para servir a Dios o a nosotros mismos? Cuando nos ocurre una desgracia fácilmente nos preguntamos: “¿por qué a mí?” ¿No será que durante los momentos de tranquilidad hemos sido buenos por inercia, pero no por amor a Dios, de tal manera que cuando su voluntad contradice la nuestra ya no somos generosos?

