San Lucas, Evangelista

Lc 10, 1-9

Hoy celebramos de nuevo a una piedra fundamental de este edificio que es la Iglesia, del que por la misericordia de Dios, formamos parte.

El Evangelio de hoy destaca tres etapas de la pobreza en la vida de los discípulos, tres modos de vivirla. La primera, estar desprendidos del dinero y las riquezas, y es la condición para iniciar la senda del discipulado. Consiste en tener un corazón pobre, tanto que, si en la labor apostólica hacen falta estructuras u organizaciones que parezcan ser una señal de riqueza, usadlas bien, pero estad desprendidos. El joven rico conmovió el corazón de Jesús, pero luego no fue capaz de seguir al Señor porque tenía el corazón apegado a las riquezas. Si quieres seguir al Señor, elige la senda de la pobreza, y si tienes riquezas, porque el Señor te las ha dado para servir a los demás, mantén tu corazón desprendido. El discípulo no debe tener miedo a la pobreza; es más, debe ser pobre.

La segunda forma de pobreza es la persecución. El Señor envía a los discípulos “como corderos en medio de lobos”. Y también hoy hay muchos cristianos perseguidos y calumniados por el Evangelio. Ayer, en el Aula del Sínodo, un obispo de uno de esos países donde hay persecución, contó de un chico católico al que apresó un grupo de jóvenes que odian a la Iglesia, fundamentalistas; le dieron una paliza y lo echaron a una cisterna y le tiraban fango y, al final, cuando el fango le llegó al cuello: “Di por última vez: ¿renuncias a Jesucristo?” – “¡No!”. Le tiraron una piedra y lo mataron. Lo oímos todos. Y eso no es de los primeros siglos: ¡eso es de hace dos meses! Es un ejemplo. Cuántos cristianos hoy sufren persecuciones físicas: “¡Ese ha blasfemado! ¡A la horca!”. Y hay otras formas de persecución: la persecución de la calumnia, de los chismes, y el cristiano está callado, tolera esa pobreza. A veces es necesario defenderse para no dar escándalo… Las pequeñas persecuciones en el barrio, en la parroquia… pequeñas, pero son la prueba, la prueba de una pobreza. Es el según modo de pobreza que nos pide el Señor: recibir humildemente las persecuciones, tolerar las persecuciones. Eso es una pobreza.

Y hay una tercera forma de pobreza: la de la soledad, el abandono, como dice la primera lectura de hoy (2Tim 4,9-17), en la que el gran Pablo, que no tenía miedo de nada, dice: “En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron”. Pero añade, “más el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas”. El abandono del discípulo: como puede pasarle a un chico o una chica de 17 o 20 años que, con entusiasmo, dejan las riquezas por seguir a Jesús, y con fortaleza y fidelidad toleran calumnias, persecuciones diarias, celos, las pequeñas o las grandes persecuciones, y al final el Señor le puede pedir también la soledad del final. Pienso en el hombre más grande de la humanidad, y ese calificativo salió de la boca de Jesús: Juan Bautista; el hombre más grande nacido de mujer. Gran predicador: la gente acudía a él para bautizarse. ¿Cómo acabó? Solo, en la cárcel. Pensad qué es una celda y qué eran las celdas de aquel tiempo, porque si las de ahora son así, pensad en las de entonces… Solo, olvidado, degollado por la debilidad de un rey, el odio de una adúltera y el capricho de una niña: así acabó el hombre más grande de la historia. Y sin ir tan lejos, muchas veces en las casas de reposo donde están los sacerdotes o las monjas que gastaron su vida en la predicación, se sienten solos, solos con el Señor: nadie les recuerda. Una forma de pobreza que Jesús prometió al mismo Pedro, diciéndole: “Cuando eras joven, ibas a donde querías; cuando seas viejo, te llevarán adónde tú no quieras”.

El discípulo es, pues, pobre, en el sentido de que no está apegado a las riquezas y ese es el primer paso. Es luego pobre porque es paciente ante las persecuciones pequeñas o grandes, y –tercer paso– es pobre porque entra en ese estado de ánimo de sentirse abandonado al final de su vida. El mismo camino de Jesús acaba con aquella oración al Padre: “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Así pues, recemos por todos los discípulos, curas, monjas, obispos, papas, laicos, para que sepan recorrer la senda de la pobreza como el Señor quiere.

San Lucas

Lc 10, 1-9

Hoy, la liturgia de la Palabra nos presenta los pequeños detalles del día a día de los seguidores de Jesús. Asumir la misión apostólica implica la lucidez implícita a la misión recibida. Tanto Jesús aconseja y orienta en los pequeños detalles como alerta de los desafíos que encontraremos en la misión. Pablo, apóstol incansable del Evangelio, vive y experimenta las dificultades propias de quien vive la fe en Jesucristo.

Pero el Señor me ayudó y me dio salud para anunciar íntegro el mensaje

Esta carta, atribuida a Pablo, tiene un tono íntimo y de confidencialidad. Su destinatario era Timoteo, gran amigo y colaborador de Pablo. Con el último versículo del fragmento de la carta que la liturgia nos presenta hoy, se resume todas las situaciones y adversidades vividas por Pablo. Y a pesar de todo, merecía la pena. El único en quien puede confiar con total certeza es el Señor, pues es Él quien le ayuda y da salud. El motivo por el cual toda su vida y los sufrimientos enfrentados valen la pena es conseguir anunciar de forma íntegra el Evangelio a los gentiles.

Hoy, la primera lectura nos presenta el detalle de las pequeñas cosas que hacen parte del día a día del seguidor de Jesús, entre ellas quien va a un lugar o a otro, quien está con él en la misión, qué materiales necesita y quien podría ayudarle. Y como la vida de fe no es una ilusión, sino una realidad encarnada y concreta. En la confidencialidad del desahogo también comparte quien le trató mal, quienes le abandonan, quienes… Eso sí, resume todo lo compartido afirmando que el Señor le ayudó y fue posible anunciar el mensaje a los que no se habían encontrado con Cristo.

¡Poneos en camino!

Así, con ese ímpetu, envía Jesús a otros setenta y dos, de dos en dos. Aquellos que debían ir delante de Él. Así nos continúa enviando a nosotros, a los lugares a donde Él debe ir. Y nos envía con los mismos consejos y advertencias. Los pequeños detalles del saber llegar y saber salir de un lugar, de aceptar la acogida que se nos ofrece, de cómo debemos comportarnos… Pero también alertando que nos envía en medio de situaciones donde impera el mal, que no siempre seremos acogidos, ni nosotros ni el mensaje que llevamos con la vida y la palabra. Que no nos preocupemos… la paz reposará sobre aquellos que son gente de paz.

Pongámonos en camino, con prontitud y lucidez en medio de las circunstancias en las cuales nos corresponde vivir la fe. El encuentro personal con Jesucristo nos alienta y fortalece. La llamada a participar de esta misión es honesta, pues no promete ninguna realidad utópica ni ideal. La fidelidad se criba en las dificultades.

Dejemos resonar dentro de nosotros: “¡Poneos en camino!”

SAN LUCAS, EVANGELISTA

Hoy celebramos de nuevo a una piedra fundamental de este edificio que es la Iglesia, del que por la misericordia de Dios, formamos parte.

El Evangelio de hoy destaca tres etapas de la pobreza en la vida de los discípulos, tres modos de vivirla. La primera, estar desprendidos del dinero y las riquezas, y es la condición para iniciar la senda del discipulado. Consiste en tener un corazón pobre, tanto que, si en la labor apostólica hacen falta estructuras u organizaciones que parezcan ser una señal de riqueza, usadlas bien, pero estad desprendidos. El joven rico conmovió el corazón de Jesús, pero luego no fue capaz de seguir al Señor porque tenía el corazón apegado a las riquezas. Si quieres seguir al Señor, elige la senda de la pobreza, y si tienes riquezas, porque el Señor te las ha dado para servir a los demás, mantén tu corazón desprendido. El discípulo no debe tener miedo a la pobreza; es más, debe ser pobre.

La segunda forma de pobreza es la persecución. El Señor envía a los discípulos “como corderos en medio de lobos”. Y también hoy hay muchos cristianos perseguidos y calumniados por el Evangelio. Ayer, en el Aula del Sínodo, un obispo de uno de esos países donde hay persecución, contó de un chico católico al que apresó un grupo de jóvenes que odian a la Iglesia, fundamentalistas; le dieron una paliza y lo echaron a una cisterna y le tiraban fango y, al final, cuando el fango le llegó al cuello: “Di por última vez: ¿renuncias a Jesucristo?” – “¡No!”. Le tiraron una piedra y lo mataron. Lo oímos todos. Y eso no es de los primeros siglos: ¡eso es de hace dos meses! Es un ejemplo. Cuántos cristianos hoy sufren persecuciones físicas: “¡Ese ha blasfemado! ¡A la horca!”. Y hay otras formas de persecución: la persecución de la calumnia, de los chismes, y el cristiano está callado, tolera esa pobreza. A veces es necesario defenderse para no dar escándalo… Las pequeñas persecuciones en el barrio, en la parroquia… pequeñas, pero son la prueba, la prueba de una pobreza. Es el según modo de pobreza que nos pide el Señor: recibir humildemente las persecuciones, tolerar las persecuciones. Eso es una pobreza.

Y hay una tercera forma de pobreza: la de la soledad, el abandono, como dice la primera lectura de hoy (2Tim 4,9-17), en la que el gran Pablo, que no tenía miedo de nada, dice: “En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron”. Pero añade, “más el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas”. El abandono del discípulo: como puede pasarle a un chico o una chica de 17 o 20 años que, con entusiasmo, dejan las riquezas por seguir a Jesús, y con fortaleza y fidelidad toleran calumnias, persecuciones diarias, celos, las pequeñas o las grandes persecuciones, y al final el Señor le puede pedir también la soledad del final. Pienso en el hombre más grande de la humanidad, y ese calificativo salió de la boca de Jesús: Juan Bautista; el hombre más grande nacido de mujer. Gran predicador: la gente acudía a él para bautizarse. ¿Cómo acabó? Solo, en la cárcel. Pensad qué es una celda y qué eran las celdas de aquel tiempo, porque si las de ahora son así, pensad en las de entonces… Solo, olvidado, degollado por la debilidad de un rey, el odio de una adúltera y el capricho de una niña: así acabó el hombre más grande de la historia. Y sin ir tan lejos, muchas veces en las casas de reposo donde están los sacerdotes o las monjas que gastaron su vida en la predicación, se sienten solos, solos con el Señor: nadie les recuerda. Una forma de pobreza que Jesús prometió al mismo Pedro, diciéndole: “Cuando eras joven, ibas a donde querías; cuando seas viejo, te llevarán adónde tú no quieras”.

El discípulo es, pues, pobre, en el sentido de que no está apegado a las riquezas y ese es el primer paso. Es luego pobre porque es paciente ante las persecuciones pequeñas o grandes, y –tercer paso– es pobre porque entra en ese estado de ánimo de sentirse abandonado al final de su vida. El mismo camino de Jesús acaba con aquella oración al Padre: “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Así pues, recemos por todos los discípulos, curas, monjas, obispos, papas, laicos, para que sepan recorrer la senda de la pobreza como el Señor quiere.