Viernes de la XXVI Semana Ordinaria

Bar 1,15-22

Una de las gracias que tenemos que pedir con insistencia es la humildad de reconocer, que a pesar de nuestros esfuerzos por ser mejores, aún estamos lejos de alcanzar la plenitud a la que Dios nos ha llamado.

Continuamos siendo débiles pecadores, frágiles ante las tentaciones, frecuentemente seducidos por las luces y la apariencia del mundo que nos lleva a cambiar al Dios verdadero por los nuevos ídolos (dinero, diversiones, placer, etc.).

La lectura de hoy nos recuerda que solo el que reconoce su debilidad puede pedir a Dios la fuerza para superarla; quien se siente perfecto vivirá siempre en la oscuridad de su pecado. Y esto no quiere decir que nos encontremos peor que cuando conocimos a Jesús, sino que nos hace darnos cuenta que aún nos falta mucho; que si ciertamente hemos superado muchas de nuestras debilidades, son todavía muchas más las que continúan estorbando en nuestro camino de santidad.

Revisa tu corazón y tu vida. Deja que la luz de Dios ilumine tu interior, y no permitas que el orgullo y la soberbia te impidan crecer en humildad y en gracia.

Lucas 10, 13-16.

¿Qué quiere decir Nuestro Señor con estas palabras tan duras? Corozaín y Betsaida eran ciudades judías que esperaban al Mesías. También tenían una característica: no creían en Cristo con fe viva. Cristo habla de la fe de la gente de la ciudad. Por eso este Evangelio se puede tomar también como una llamada a la fe, a creer en Cristo, que Él es el Mesías, que Él es Dios.

A nosotros nos pasa algo semejante cuando en vez de acudir a Cristo cuando vienen los problemas con el negocio, con la familia, con los amigos, etc. vamos a los vicios o a ver a otras personas, pero no a Cristo.

¿Por qué no encomendar primero a Cristo todas estas cosas antes de actuar? Veremos que después de haber pedido ayuda a Cristo en la oración con corazón humilde y con fe, salimos de la Iglesia más serenos y con el corazón más ligero y consolado.

Por eso las palabras tan fuertes de Cristo: “si en Tiro y Sidón (si a Fulano o Zutano) se les hubieran concedido los milagros que a ti se te han concedido tiempo ya que se hubieran convertido de sus defectos y malas costumbres”.

Si el hombre es honesto descubrirá en su vida el rastro amoroso de Dios. De este Dios que nos busca, que no se cansa de hacernos el bien, de un Dios que a pesar de nuestras infidelidades continúa manifestándose con amor. Jesús hoy reprocha a estas ciudades que no fueron capaces de descubrir todo lo que Dios había hecho por ellas; no fueron capaces de cambiar su vida ni aun viendo la obra de Dios en ella. No permitas que esto pase en tu vida…

Pidamos, pues a Cristo que nos conceda hoy la gracia de querer convertirnos a Él.

Jueves de la XXVI Semana Ordinaria

Mt 18, 1-5. 10

En la memoria de los santos ángeles custodios el Evangelio nos propone la actitud de los niños para acoger este misterio. Esta celebración nos remite a la certeza del amor de Dios que nos guarda y nos protege en nuestro día a día, a través de estos espíritus custodios y otras tantas mediaciones que muchas veces nuestros ojos no llegan a captar.

Los discípulos preguntan: ¿Quién es el mayor? Y Jesús les presenta a un niño. Como en otras ocasiones, parece que el Maestro se va por la tangente. Pero en realidad les da una respuesta clara: lo pequeño, lo sencillo, lo inocente, aquello que pasa más desapercibido y es muchas veces lo más despreciado, eso es lo que esconde frecuentemente lo más importante. Solo la sencillez y pobreza de corazón pueden acoger la grandeza y riqueza del misterio inabarcable.

«Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos». La conversión es un hacerse como niños. Es reconocer que somos incapaces, que dependemos de Dios para todo. Es la actitud de quien se sabe importante a los ojos de su Padre y lo espera y recibe todo de él.  Es un dejar de creer que la Salvación está en nuestras fuerzas o en nuestros méritos. El niño es el que sabe acoger, sabe recibir, sin prejuicios ni desconfianzas. El adulto es el que todo lo sopesa y calcula en sus posibilidades, el que se lo gana a pulso y se siente merecedor.

Sólo con un corazón de niño se puede acoger la Buena Noticia que Jesús nos trae. Sólo con un corazón inocente y confiado se puede creer que el Padre nos ama incondicionalmente y pone a nuestro alcance los medios, las personas y también los ángeles que necesitamos para no perdernos en el camino. El niño no calcula si es razonable o proporcionado aquello que le promete su Padre, tan sólo cree y confía. Cree que es amado por Él y confía que, sólo por eso, no hay nada que temer.

¿Cómo es mi actitud de acogida de la gracia, del Amor de Dios y de sus dones? ¿Los recibo y disfruto con la exigencia del adulto o los acojo y agradezco con el corazón de un niño? ¿En los momentos de temor, ante las dificultades, me creo que Dios Padre me protege y me cuida, incluso por medio de sus ángeles, o, por el contrario, me siento abandonado por Él?

Miércoles de la XXVI Semana Ordinaria

Neh 2, 1-8

Nehemías ha sido informado por medio de Jananí de lo siguiente: El resto de los judíos que han quedado en su tierra se encuentran en gran estrechez y confusión. La muralla de Jerusalén está llena de brechas, y sus puertas incendiadas. Después de que Nehemías invoca al Señor, confiesa ante Él los pecados del pueblo, como si fueran suyos, pues se hace solidario del Pueblo al que pertenece; y entonces le recuerda a Dios el amor que siempre ha sentido por ellos, y le suplica que le conceda verse favorecido por el Rey de Babilonia: Artajerjes. Y Dios le concede lo que ha pedido, de tal forma que puede marchar hacia Jerusalén para reconstruir la ciudadela, y disponer de todo el material para llevar a cabo esa obra.

Dios, por medio de Jesús, su Hijo hecho hombre, nos ha concedido todo lo que necesitamos para que nuestra vida deje de estar en ruinas, dominada por la maldad, que ha abierto brechas en nosotros y nos ha dejado a merced del pecado. Por medio de Cristo, el Hijo Enviado por el Padre, nuestra vida ha sido restaurada, hemos sido perdonados, y, sobre todo, hemos sido elevados a la gran dignidad de ser hijos de Dios y templos de su Espíritu. Si en nuestro camino por la vida sentimos que las fuerzas para continuar avanzando en el bien se nos debilitan, no dudemos en acercarnos a Dios, nuestro Padre, para pedirle que nos fortalezca y nos llene de su Espíritu, pues Él, ciertamente, está dispuesto a concedernos todo lo que le pidamos en Nombre de Jesús, su Hijo, nuestro Señor.

Lc 9,57-62

La mediocridad en la vida del hombre encuentra su motor en las excusas. El tibio, el mediocre siempre encuentran una buena excusa para no tomar en serio su responsabilidad.

Seguir a Jesús exige de parte del cristiano una respuesta decidida, que no admite regreso.

Excusas, ciertamente podríamos encontrar muchísimas, tanto o más validas que las que nos ha presentado el Evangelio. Sin embargo Jesús es claro: Las excusas serán solo excusas.

Esto aplicado a nuestra vida diaria se traduce en poca oración, poco interés en la Eucaristía del Domingo, falta de interés por la justicia y por nuestras obligaciones diarias… en una palabra, en ser un cristiano tibio.

¿No sería ya tiempo de dejar las excusas y ponernos a trabajar con seriedad en nuestra vida humana y cristiana?

Lunes de la XIX Semana Ordinaria

Mt 17, 22-27

Este breve pasaje nos ilustra cómo el cristiano está obligado a cumplir con las obligaciones puestas por el Estado, de la misma manera que Jesús lo hizo y enseño a sus discípulos a realizarlo.

Y es que, aun viviendo en el Reino, estamos sujetos a la vida social, a la vida civil, y es precisamente ahí en donde, con nuestro testimonio, podemos construir una sociedad más justa, más humana y más libre.

Es mediante nuestras acciones como vamos transformando el orden social, por lo que el pago de nuestros impuestos, el acudir a las urnas a votar en tiempos de elección, el pertenecer a organizaciones y partidos políticos y de servicio no solo es un derecho sino una verdadera obligación de cada cristiano.

No pertenecemos a este mundo, pero vivimos en él y tenemos la encomienda recibida de Jesús de transformarlo. Seamos responsables en todo lo que concierne a la vida civil, política y social de nuestro país, hagamos de él (cada uno de acuerdo al don que Dios le ha dado) un lugar en donde el amor y la paz sean una verdadera realidad.

Sábado de la XVIII Semana Ordinaria

Mt 17, 14-20

Ten compasión

Es la súplica que hace un padre afligido a Jesús por su hijo enfermo… Fue la súplica insistente de Domingo de Guzmán en favor de tantos hombres y mujeres de su tiempo: “¿Señor, ¿qué será de los pobrecillos pecadores? ¡Ten piedad de tu pueblo!”.

Es bueno reconocer que estamos enfermos, que tenemos deficiencias, que somos pobres e indigentes en muchos aspectos, que no nos valemos por nosotros mismos para todo, pero a veces, muchas veces, acudimos a remedios falsos, a espejismos, a engañosos pseudo-profetas…

¿Por qué no pudieron curar a aquel niño los discípulos?, “por su poca fe” dijo Jesús, dejando translucir un sentimiento de decepción y hasta de impaciencia extraña en Él con relación a sus discípulos, de lo que podemos deducir que esperaba más de ellos… Y nosotros, cristianos del siglo XXI, ¿tendremos que volver a escuchar su queja: “hasta cuándo tendré que soportaros, generación incrédula y pervertida?”; ¿en quién ponemos nuestra fe y confianza?, ¿cuál es la calidad y calidez de nuestra fe?, ¿somos capaces de soltar las amarras de nuestra comodidad, de nuestros egoísmos, de nuestra soberbia, de creer que por nosotros mismos, por nuestras capacidades humanas, intelectuales, científicas,  podemos algo?, “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (salmo 126). Con humildad acudamos a Jesús con una auténtica fe y un gran amor que nos posibilite una confianza generosa y audaz.

“Como un grano de mostaza”

Pequeñita pero sincera, firme, bien cimentada en la Roca-Cristo, así ha de ser nuestra fe, como lo fue la de Santo Domingo de Guzmán Nuestro Padre y fundador, del que celebramos con gozo el 800 aniversario de su entrada en el cielo, después de cumplir fielmente la misión que Jesús le encomendó de llevar la luz de la fe, la luz del Evangelio a todos los rincones del mundo conocido en su tiempo y a través de estos ocho siglos por medio de sus hijos e hijas. Que él que nos prometió sernos más útil desde el cielo siga cumpliendo su palabra y haga de los dominicos y dominicas y de todos los hombres auténticos “campeones de la fe”.

Viernes de la XVIII Semana Ordinaria

Mt 16, 24-28

Inmediatamente después del rechazo a la propuesta de Pedro que se negaba a aceptar la cruz como el camino de salvación, Jesús pone muy claro delante de sus discípulos el camino que Él ha escogido, y el camino que también ellos deberán aceptar para ser verdaderos seguidores: “el que quiera venir conmigo que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga”.

Es una decisión radical, seria profunda, a veces se la ha interpretado como la aceptación insensible del sufrimiento y de las situaciones injustas o el padecer en silencio las injusticias y los atropellos de los tiranos y opresores.  Pero cargar la cruz no se refiere a ocasionarse castigos o culpas o remordimientos propios o ajenos, sino a aceptar la propuesta de Jesús con sus peligros, con su radicalidad y sus exigencias.

La cruz implica un cambio de los valores del mundo por los valores del Reino y trae con frecuencia persecución, incomprensiones y rechazo.  Jesús mismo lo padeció y no es que se infringiera graves castigos o buscara las condiciones adversas, sus enemigos, por el contrario lo acusan de vividor y borracho, porque Él vivió plenamente cercano a los hombres de su tiempo, pero sin tener en su corazón las ambiciones y los intereses mezquinos de ellos.

Seguir a Jesús no es huir de sí mismo, del mundo o de la vida, sino al contrario, dar sentido a la propia vida, buscar el verdadero aprecio de la humanidad y llenar de los verdaderos valores todas nuestra vida.

Negarse a sí mismo no es vivir acomplejado y temeroso, es saberse criatura amada por Dios y centrar en Jesús toda nuestra actividad, es dejar los criterios mundanos para tener el mismo estilo de vida y los mismos valores de Jesús.  Para Jesús no es importante ni el poder ni los bienes materiales, ni el disfrutar sino el descubrir en cada persona a un hijo de Dios.  Acercarse a ella como un hermano, gozar con las maravillas de nuestro Padre Dios y restablecer la dignidad de cada persona.  Esto implica ciertamente riesgo, pero cuando se ama se pueden superar todos los obstáculos y aun vivir con alegría los acontecimientos.

¿Cómo es nuestro seguimiento de Jesús? ¿A qué estamos dispuesto por Él? Ciertamente seguir a Jesús no es fácil… pero vale la pena, pues: ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo si finalmente se pierde a sí mismo?

Jueves de la XVIII Semana Ordinaria

Jn 12, 24-26

La Caridad es uno de los pilares del cristiano. El mismo Jesús a lo largo de los Evangelios nos lo dice varias veces. Y en esta ocasión San Pablo nos lo recuerda. Y también nos recomienda que seamos generosos en nuestra entrega porque… «el que siembra con mezquindad, con mezquindad cosechará».

El auxilio al que lo necesita, la atención al hermano, el estar atento para socorrer al que sufre, esa es nuestra siembra. Dios nuestro Padre nos da la semilla, pone en nuestras manos todo lo necesario pero depende de nosotros como lo administremos. Debemos ser generosos en extremo, porque en el dar está la felicidad. Y alegres de corazón, con la certeza de que hacemos la voluntad de nuestro Padre.

El que tiene mucho que ofrecer y lo guarda para sí no puede ser feliz. Su corazón será un corazón triste, sombrío y eso trascenderá a su alrededor. Tenemos que ser conscientes de que somos «la sal de la tierra», la «levadura» que Dios reparte en el mundo para que su Palabra crezca y fructifique. Y no hay que ser santo, ni teólogo, ni un gran pensador: en la sencillez, en el amor al prójimo, está la clave. Seamos como los primeros cristianos «que lo compartían todo». Pongamos nuestro grano de trigo en el surco para que al amanecer de un nuevo día surja una espiga rica en fruto. Practiquemos la Caridad como Amor a nuestros hermanos.

«El que quiera servirme, que me siga»

Morir para dar fruto abundante como el grano de trigo. Despreciar las glorias del mundo para alcanzar la vida eterna. Abandonarnos en manos del Dios con la confianza del niño que está en los brazos de su madre. Entregarnos sin pensar en las consecuencias. Tener Fe ciega en el Señor. Estas son algunas de las claves que nos da Cristo en este hermoso pasaje del Evangelio. A veces pensamos demasiado, nos preocupamos sin deber, no tenemos la suficiente confianza en nuestro Padre del Cielo.

Somos humanos y titubeamos, es natural. Pero no debemos dejarnos llevar por nuestros miedos, debemos fijar la vista en el Madero de la Cruz, ver el ejemplo de entrega absoluta que nos da Jesús y seguir sus pasos. En el Evangelio de hoy Jesús, una vez más, nos marca el camino a seguir. Debemos estar dispuestos a ello, como lo estuvieron los Apóstoles y tantos santos a lo largo de la Historia de la Iglesia.

Hoy recordamos a San Lorenzo, mártir por no renunciar a Cristo ni bajo las más terribles amenazas y torturas. Su corazón permaneció fiel a la Palabra y su recompensa fue la Gloria del Cielo. En plena persecución de los cristianos en la Roma del siglo III supo dar testimonio de fe, de amor a Jesús, de fidelidad al Evangelio y hoy, casi 18 siglos después, le seguimos recordando como ejemplo de entrega y sacrificio. Él fue como el grano que cae en la tierra, muere y da fruto abundante. Sirva su ejemplo para todos nosotros y que su memoria nos anime a ser fieles seguidores de Cristo Jesús.

Miércoles de la XVIII Semana Ordinaria

Mt 15, 21-28

Frente a las situaciones difíciles y frente a los graves problemas no hay peor solución que no hacer nada. Es cierto que muchas veces el miedo o el temor al fracaso nos impiden tomar decisiones, sin embargo, esperar pasivamente a que las cosas sucedan es la peor elección. Atreverse es una de las características del hombre y de la mujer de fe. Nada de pasividades, nada de indiferencias, nada de conformismos.

Hoy tenemos dos lecturas que contrastan las actitudes de sus protagonistas. La primera lectura nos muestra al pueblo de Israel enviando una avanzada para informarse de la situación de la tierra prometida, tan largamente soñada. Los enviados encuentran que es realidad, que son buenísimas las tierras, que son muy apetecibles los frutos, pero, claro que hay dificultades: habitantes gigantescos y ciudades amuralladas. Y su atención se centra en las dificultades y los problemas, más que en la promesa y la asistencia del Señor.

A pesar de las amonestaciones de Moisés, a pesar de que ya han visto muchos prodigios, puede más su temor y el miedo al fracaso y optan por la peor de las elecciones: no entrar en la tierra prometida. En su elección llevan el castigo y se quedan vagando por el desierto durante cuarenta años. ¿No es parecido a lo que nos sucede a nosotros? ¿Cuántas decisiones aplazadas por miedo al compromiso o al fracaso? Y entonces quedamos indefinidamente vagando en la mediocridad.

¡Qué diferente la mujer del evangelio! Lleva todas las de perder, es mujer, que ya es una gran desventaja, además es extrajera y encuentra el rechazo ¡del mismo Jesús! Sin embargo, insiste una y otra vez, no se desalienta, lo que busca vale la pena todos los sacrificios. Y no teme el fracaso ni el ridículo. Recibe entonces no sólo lo que ella esperaba, sino algo más: el reconocimiento del mismo Jesús.

Dos ejemplos contrastantes. Por eso el Papa afirma que prefiere una Iglesia accidentada por lanzarse a predicar el evangelio que una Iglesia que pierde su aroma encerrada en sí misma.

Hoy nos toca actuar a nosotros, no tengamos miedo a los gigantes de nuestra imaginación, sepamos con mucha certeza lo que nos dice el Señor: “Yo estoy contigo”

Martes de la XVIII Semana Ordinaria

Mt 14, 22-36

«Soy yo, no tengáis miedo»

Es una constante en Jesús, reflejo puro de la mirada del Padre. A veces no entendemos lo que Dios hace con nosotros, no terminamos de entender que las manos de Dios no son como las nuestras y tenemos miedo. Ciertamente las olas hoy están encrespadas y la frágil barquilla que es la Iglesia sufre sus embates que amenazan hundirla. Asustados gritamos como hicieron en aquella ocasión “¡Sálvanos, Señor, que perecemos!”. Parece como si Cristo se hubiera ido de nuestro lado y estuviéramos sin defensa a merced del furioso oleaje.

Nos falta fe para recordar que Jesús está con nosotros hasta la consumación de los siglos, que no está dormido, sino que está vigilante, respetando la libertad del hombre para acertar o equivocarse. Puede que queramos a un Jesús en pie, increpando al viento y las olas, y puede, también, que Jesús esté esperando a que nosotros hagamos nuestro trabajo. Seguimos pidiendo a Dios que quite el hambre del mundo; decimos muy convencidos de estar haciéndolo bien: “¡Padre, escúchanos!” Le traspasamos a Dios nuestra obligación, cuando ya nos ha dicho como quitar el hambre del mundo: “¡Dadles vosotros de comer!” Pedimos la paz del mundo y olvidamos hacer nosotros nuestra pequeña paz con el vecino. Olvidamos, porque no nos interesa recordar, que la paz del mundo no es otra cosa que la suma de nuestras pequeñas paces individuales.

Queremos creer que el que viene a nosotros andando sobre el ruido de la tormenta es un fantasma y nos da miedo. Sabemos que él está cubriéndonos las espaldas hasta el final de los días, pero se nos encoge el ánimo por nuestra inercia a seguir sin hacer nada o haciendo muy poco. Y cuando nos invita a caminar por las olas a cada uno de nosotros, saltamos de la barca alegremente, pero apenas hemos puesto los pies sobre el abismo, dejamos de estar seguros y comenzamos a hundirnos.

Encendamos la antorcha de la fe y salgamos al mundo firmes sobre las aguas que amenazan tragarnos, porque la mano de Jesús está entre las nuestras, solo falta que lo creamos y confiemos en él.

Lunes de la XVIII Semana Ordinaria

Mt 14, 13-21

La noticia de la muerte de Juan Bautista provoca en Jesús una retirada junto a sus discípulos. Su intención es estar a solas. Los evangelios no nos hablan de la amistad o no de estos dos hombres. Sí nos narran que se conocieron y se admiraron como personas y  cómo realizan su misión. Tuvo que ser un gran golpe para Jesús. Si nos remontamos a que ya desde el vientre de sus madres se “habían reconocido y saludado”. Este momento doloroso seguro sobrecoge a Jesús y de ahí su deseo de soledad.

¿Cuántas veces no nos ocurre a nosotros lo mismo? ¡Los seres humanos conocemos bien estos sentimientos!

El texto señala que al bajar de la  barca, Jesús y sus discípulos se encuentran esperándolos a la orilla del lago una gran multitud de gente que le busca. Esta actitud de la gente produce en Jesús una profunda conmoción interior que le lleva a cambiar su propia intención de retiro. Las necesidades, el dolor y el “hambre” que manifiestan por su mensaje, hacen que se revele la misericordia que lleva en su corazón. “Sanó a muchos enfermos”.

Siento que muchas veces cuando nos paramos a escuchar con empatía a los otros, también ellos sacan lo mejor de nosotros mismos. Quizás sea un buen compromiso al que podemos dar respuesta hoy día. ¡Hay tantas necesidades a nuestro alrededor! Solo es cuestión de pararnos a mirar.

Ha pasado el día y los discípulos se llegan a Jesús para hacerle un planteamiento realista y razonable “Es tarde, estamos en un descampado, despide a la gente para que vaya a las aldeas y compren comida” ”La respuesta de Jesús es simple y desconcertante: “Dadles vosotros de comer” La reacción de los discípulos es de los más elocuente y natural, están confundidos, pero a lo menos uno se atreve a decir: “No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces” Jesús sigue poniéndoles a prueba y les pide: “Traédmelos acá”. 

¿Y qué sucede con los panes y los peces en manos de Jesús? Fijémonos bien, cuando interviene Jesús comienza a realizarse el maravilloso prodigio, ¿qué fue lo que pasó? Dos cosas aparentemente bien sencillas, pero profundas y decisivas. Primera, que alguien ofreció  lo que llevaba, que no era casi nada, y segunda, que lo pusiera en manos de Jesús. Y lo que pasó a continuación, se lo hemos escuchado a Mt: se saciaron cinco mil hombres y aún sobró.

¿Cómo fue posible?  Si era una insignificancia lo que había. Es verdad que la desproporción es abismal entre los medios materiales y los efectos que se logran. Pero en realidad para que el milagro se realice fueron necesarios esos cinco panes y dos peces. Sin ellos tal vez no hubiera sucedido nada. Jesús quiere contar con ese poco que tenemos, a nosotros de estar dispuestos a ponernos y ponerlo en sus manos.

No dejes pasar este día sin tener esta magnífica experiencia de compartir.