Martes de la Octava de Pascua

Hech 2, 36-41

El final del discurso de Pedro el día de Pentecostés subraya el carácter cristológico de la fe de los primeros cristianos y las consecuencias cristológicas de esa adhesión de fe a Cristo.

1. La entrega a Jesús como Cristo y Señor, reconociendo su divinidad.

2. A través de una purificación personal, la conversión y una purificación sacramental, el bautismo, que realiza y expresa la conversión.  Así se recibirá al Espíritu Santo, que ha estado dinamizando los actos anteriores, pero que ahora lanzará a una vida nueva de testimonio.

Estas condiciones no eran sólo para la Iglesia primitiva, son las mismas condiciones para nosotros, la Iglesia de hoy.

Jn 20, 11-18

Entre los testimonios de la resurrección de Jesús, el que hemos escuchado hoy es importante.

Hay un esquema, un itinerario para reconocer a Cristo resucitado:

Primero, no se conoce a Jesús, se le cree un jardinero, un compañero de camino, un fantasma… Luego, se le reconoce por medio de gestos, de una palabra, y en seguida está el lanzamiento al testimonio.

En la escena de hoy, vemos el diálogo, primero con los ángeles y luego con el mismo Jesús, este diálogo expresa el impulso del amor adolorido.

El diálogo es mínimo, de dos palabras, pero lleno de significados: -¡María!- ¡Raboni (maestro).

«Ve a decir a mis hermanos».  No deja de ser interesante que una mujer sea enviada por Cristo a dar testimonio de la resurrección a los encargados oficiales de dar este testimonio. ¡María es apóstol de los apóstoles!

Aquí y hoy se tienen que dar los pasos del proceso.  Reconozcamos a Cristo, demos testimonio.

Lunes de la Octava de Pascua

Hch 2, 14.22-23

La lectura de hoy nos ofrece un parte del discurso de san Pedro el día de Pentecostés.  La interpretación teológica que da a lo que ocurrió aquel día tiene un núcleo central que es claramente una referencia a Cristo.  El Espíritu que ha sido dado nos introduce en la perfecta inteligencia del misterio de Jesús de Nazaret: verdadero hombre y verdadero Dios, sanador y Salvador, llevado a la muerte por los hombres pero resucitado por Dios.

De ese modo, Dios ha realizado las promesas hechas a David: en Jesús resucitado se inaugura la plenitud de los tiempos.

Los apóstoles dan testimonio del cumplimiento de las profecías.

Mt 28, 8-15

El Evangelio de hoy nos presenta una opción, una opción de todos los días, una opción humana, pero que rige desde aquel día: la opción entre la alegría, la esperanza de la resurrección de Jesús, o la nostalgia del sepulcro.

Las mujeres llevan el anunci: siempre Dios comienza con las mujeres, siempre. Abren camino. No dudan: lo saben; lo han visto, lo han tocado. También han visto el sepulcro vacío. Es verdad que los discípulos no podían creerlo y dirían: “Estas mujeres quizá sean un poco fantasiosas”, no sé, tenían sus dudas. Pero ellas estaban seguras y al final siguieron ese camino hasta el día de hoy: Jesús ha resucitado, está vivo entre nosotros. Y luego está el otro: es mejor no vivir con el sepulcro vacío. Tantos problemas nos acarreará ese sepulcro vacío. Es la decisión de esconder el hecho. Como siempre: cuando no servimos a Dios, al Señor, servimos al otro dios, al dinero. Recordemos lo que dijo Jesús: hay dos señores, el Señor Dios y el señor dinero. No se puede servir a ambos. Y para salir de esa evidencia, de esa realidad, los sacerdotes y doctores de la Ley eligieron la otra senda, la que les ofrecía el dios dinero y pagaron: pagaron el silencio, el silencio de los testigos. Uno de los guardias había confesado, recién muerto Jesús: “¡Verdaderamente este hombre era hijo de Dios!”. Estos pobrecitos no comprenden, tienen miedo, porque les va la vida… y fueron a los sacerdotes y doctores de la Ley. Y les pagaron: pagaron su silencio, y eso, queridos hermanos y hermanas, no es un soborno: eso es pura corrupción, corrupción en estado puro. Si no confiesas a Jesucristo el Señor, piensa porqué: dónde está el sello de tu sepulcro, dónde está la corrupción. Es verdad que mucha gente no confiesa a Jesús porque no lo conoce, porque no se lo hemos anunciado con coherencia, y eso es culpa nuestra. Pero cuando ante la evidencia se toma ese camino, es la senda del diablo, la senda de la corrupción. ¡Se paga y te callas!

 También hoy, ante el próximo –esperemos que sea pronto– fin de esta pandemia, tenemos la misma opción: o apostamos por la vida, por la resurrección de los pueblos, o por el dios dinero: volver al sepulcro del hambre, de la esclavitud, de las guerras, de las fábricas de armas, de los niños sin educación…, allí está el sepulcro.

 Que el Señor, en nuestra vida personal o en nuestra vida social, nos ayude siempre a elegir el anuncio: el anuncio que es horizonte siempre abierto; que nos lleve a escoger el bien de la gente. Y nunca caer en el sepulcro del dios dinero.

Miércoles Santo

Is 50, 4-9

Oímos hoy el tercer canto del Siervo de Yahvé.

Dios lo que toca lo diviniza.  Dios ilumina en todo el mundo y en todos los tiempo.  Nosotros tenemos que tener una condición de escucha, de hacer un ambiente de comunicación con Dios.  Esta presencia del Señor, esta identificación con su acción, lleva necesariamente a una proyección de su salvación.

Los golpes, los insultos y salivazos, preludian el cuarto canto del siervo, llamado «la pasión según Isaías».  No olvidemos que todo es la manifestación del amor llevado al extremo y que de allí brotará la gloria, la vida imperecedera.

Mt 26, 14-25

En la víspera de las celebraciones pascuales, que se iniciarán con la conmemoración de la institución de la Eucaristía, del sacerdocio ministerial y del mandato cumbre del amor, era muy normal que escucháramos la lectura evangélica de los preparativos de la cena pascual y la traición de Judas.

Hay un verbo «entregar», que aparece seis veces.

Pensemos que lo inmediato que este verbo expresa es la traición de Judas, el contraste entre el amor de Cristo que lo llamó, lo distinguió, le dio enseñanza y ejemplo, y la respuesta de Judas, que prefiere las treinta monedas.

Pero hay también otra entrega.  El amor supremo del Padre que nos «entrega» a su Hijo: «Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo».

Y la expresión de ese amor en Cristo que se «entregó» hasta la muerte y una muerte de cruz.

Estas entregas amorosas están reclamando también nuestra respuesta.  Que no falte en esta celebración.

MARTES SANTO

Is 49, 1-6

Hoy hemos escuchado el segundo canto del Siervo de Yahvé.

Nosotros, como es natural, lo hemos oído aplicando todas sus ideas a su realización en Cristo.

Escuchamos la universalidad de la misión: «escúchenme islas, pueblo lejanos, atiéndanme»,  «para que mi salvación llegue hasta los últimos confines de la tierra».  La vocación a esa misión es desde siempre: «cuando aún estaba en el seno materno».  El llamado a la misión está acompañado de los dones necesarios para el cumplimiento de las tareas salvíficas: «hizo de mi boca una espada filosa… me hizo flecha puntiaguda… te voy a convertir en luz de las naciones…».  Y la misión será convertir y reunir a los lejanos y dispersos para volver a constituir el pueblo de Dios.

Al mirar la figura que aparece en esta poesía profética, las relacionamos con su cumplimiento, que es Cristo; ahora relacionémosla con el seguimiento de Cristo y la continuación de su misión, que es a lo que hemos sido llamados.

Jn 13, 21-33. 36-38

Hemos escuchado también en el evangelio cuatro breves perícopas relacionadas todas con la predicción e interpretación pascual de los acontecimientos que ya han comenzado.

El señalamiento que Jesús hace del traidor a instancia de Juan, a su vez movido por Pedro, es muy fácil de entender en su aspecto visual si tenemos en cuenta el modo de estar en la mesa, no sentados los comensales sino recostados.  Juan estaba «delante» de Jesús.  La nota de Juan «era de noche»,  no tiene sólo una intención cronológica sino sobre todo teológica.

Jesús alude luego al sentido pascual de su humillación y muerte: es y será glorificación.

Habla Jesús también de nuevo del «todavía estaré un poco con ustedes».  Y termina con la alusión a la próxima defección de Pedro.

Miremos en todo el contraste entre la misericordiosa entrega de Dios, manifestada en Cristo, y la debilidad humana que se expresará en dos traidores aunque con muy diferentes resultados.

Lunes Santo

Is 42, 1-7

En estas celebraciones de la Semana Santa, en la inmediatez del Triduo sacro, las fiestas centrales de nuestra Iglesia, vamos a ir contemplando la imagen del siervo de Yahvé.  Hoy hemos escuchado el primer canto.

El siervo de Yahvé es un misterioso personaje, su figura anuncia a Cristo.  Hoy se nos presenta su «sistema de trabajo».  No es el Mesías rey, sino el Mesías pobre.  Obrará con firmeza que no puede ser doblegada, con una energía que lo impulsa a cumplir plenamente la tarea encomendada.  Esa energía es el mismo Espíritu de Dios.  Su fin es proclamar y hacer brillar la justicia, establecer el derecho, abrir los ojos a los ciegos, liberar a los cautivos.  Pero su método es de mansedumbre, de sencillez y de interioridad.  Estimula, alienta, da oportunidad, no rompe la caña ni apaga la mecha.

¿Nos damos cuenta de que hemos sido llamados a colaborar con Jesús en su misma obra, con sus mismos métodos?

Jn 12, 1-11

Juan nos hace mirar las actividades de Jesús en la primera semana y en la última de su misión: «al día siguiente», «tres días después».  Y así hoy vamos a recorrer esa semana final.  «Seis días antes de la Pascua», decía la lectura evangélica.

La escena contrasta las actitudes diametralmente opuestas de la generosidad amorosa de María y la generosidad misericordiosa de Cristo, por una parte, y la aparente generosidad de Judas: «¿por qué no se ha vendido ese perfume… para dárselo a los pobres?, por la otra.  La hipócrita preocupación de Judas por los pobres y la frase del Señor: «a los pobres los tendrán siempre con ustedes», no nos dispensan de ningún modo de una auténtica preocupación y una auténtica acción por los pobres, por todos los tipos de pobres.

La nota cronológica de Juan y la alusión del Señor a la finalidad de la unción de María, nos sitúa totalmente en un contexto pascual.

Juan, como otras veces, pone una pequeña pincelada que da un sentido especial a toda la escena: «la casa se llenó con la fragancia del perfume».

Que toda nuestra semana se impregne del sentido pascual de nuestras máximas celebraciones.

Sábado de la V Semana de Cuaresma

Ez 37, 21-28

El profeta Ezequiel alienta a los israelitas sometidos, dispersos, sin patria, poniendo ante sus ojos la perspectiva de una renovación.  Algo parecido a cuando Dios se había formado un pueblo de donde no había sino esclavos, lo había conducido a una tierra propia e incluso habían llegado a tener una época ideal bajo David y la primera etapa de su hijo Salomón.

Ahora, de nuevo, Dios los va a unir, a reconstruir a su lugar de origen, otra vez bajo un solo rey, ya sin traiciones de idolatría; la figura de David aparece: un descendiente suyo será el jefe.

La fórmula de la alianza se repite: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo».

Esta realidad se va realizando día a día, en las luchas y contradicciones.  Cada uno tenemos que tener muy en alto a la vista y muy profundo en la convicción ese ideal  para tratar de irlo realizando.

Jn 11, 45-57

San Juan nos presenta la clave redentora de la tragedia de Jesús.  Estamos a punto de iniciar las celebraciones de la Semana Santa y es oportunísima esta consideración.

La reacción temerosa de los judíos ante las consecuencias de la popularidad de Jesús desemboca en la decisión de su muerte.

Juan cita las palabras de Caifás y las completa con una reflexión amplia y profunda.

Juan atribuye el origen de las palabras del sumo sacerdote a Dios mismo, actuando en Caifás que, aunque indignamente, tenía una relación cultual con Él.

Jesús muere para salvar y redimir, pero también para hacer el nuevo pueblo, reunido en Él.

Todos los actos pascuales de Jesús: su muerte, su resurrección, la institución de su memoria, son realizados en el marco histórico celebrativo de la Pascua antigua.

De nuevo la relación promesa-cumplimiento, imagen-realidad.

Entremos nosotros también en nuestra Eucaristía en esta Pascua de Cristo y hagámosla verdad en nosotros.

Viernes de la V Semana de Cuaresma

Jer 20, 10-13

Hoy encontramos al profeta Jeremías, con un texto del final del capítulo 20 que ha sido llamado «las confesiones».  Jeremías vive un drama muy intenso: se siente llamado por Dios para ser su portavoz.  Él dice: «Me has seducido, Señor, y me dejé seducir».  Su misión lo lleva a enfrentar una serie de enormes obstáculos.  El no quiso unirse al grupo de los «profetas oficiales»  cuyos oráculos siempre iban según los gustos del rey y de los poderosos.  Los oráculos de Jeremías, en cambio, muchas veces eran vistos como negativos, como antipatrióticos y se reaccionaba negativamente a ellos.  Esta es la razón del grito de angustia del profeta que se sentía acosado.  Pero luego este lamento se transformó en grito de confianza, en oración suplicante y en alabanza agradecida: «Canten y alaben al Señor, porque Él ha salvado la vida de su pobre de la mano de los malvados».

Jn 10, 31-42

Ayer oíamos a Jesús aplicarse a sí mismo el nombre personal de Dios: «Yo soy».  Por esto, los judíos, horrorizados ante lo que les parecía una gran blasfemia, lo quieren apedrear.

Jesús en una forma que parecía irónica los cuestiona: «¿Por cuál de mis buenas obras me quieren apedrear?».  Los judíos habían sido testigos de los hechos maravillosos operados por Cristo, hechos que no podían tener su origen sino en Dios, que con ellos apoyaba y confirmaba las palabras de Jesús.

«Pretendes ser Dios»,  es una de las afirmaciones más fuertes dirigidas a Jesús.  Él contesta: Si todos pueden ser llamados hijos de Dios, Él, el consagrado, el santificado, el enviado, con mayor razón ha de ser llamado Hijo de Dios pues lo es.  Las obras lo comprueban.  Jesús habla de la íntima unión entre el Padre y Él con una fórmula única: «El Padre está en mí y yo en el Padre».

Jesús tiene que escapar y se va a Transjordania, al lugar de los orígenes de su ministerio, donde Juan el Bautista había dado testimonio de Él.  De allá no regresará sino para resucitar a Lázaro y para iniciar su pasión.  «Vayamos también nosotros y muramos con Él», dirán los discípulos.

Jueves de la V Semana de Cuaresma

Gén 17, 3-9

La primera lectura nos presentaba la esencia de la historia de Abraham.  El pacto de Dios con Abrám, el pacto con su obediencia.

El cambio de nombre en la tradición semítica expresa un cambio de destino, de misión.  Abraham será padre de una multitud «más numerosa que las estrellas, que las arenas».  Padre en la fe del único Dios, transmisor del pacto fundamental: «Yo seré tu Dios, tú serás mi pueblo».  Este pacto se expresará y se manifestará todavía más y definitivamente en Cristo.  Jesús es la expresión máxima del amor de Dios a la humanidad y al mismo tiempo la respuesta cumplida de la humanidad hacia Dios.

Cristo nos invita continuamente a realizar en cada uno de nosotros lo que Él respondió con su vida a su Padre.

Jn 8, 51-59

Continúa hoy la polémica entre Jesús y los dirigentes judíos.

La pregunta: «¿de dónde vienes?, ¿quién eres?, ¿quién pretendes ser?, sigue estando presente.

Hoy escuchamos: «¿Acaso eres tú más que nuestro padre Abraham?»

Y escuchamos la afirmación contundente de su divinidad: «Desde antes que naciera Abraham, Yo soy».  De nuevo, Jesús dice de sí mismo el nombre impronunciable, personal, de Dios.  La reacción de los judíos es que había que apedrear al reo de blasfemia.

Que nuestra Eucaristía sea una renovación de nuestra fe comprometida en el Señor Jesús.

Miércoles de la V Semana de Cuaresma

Dan 3, 14-20. 49-50. 91-92. 95

Otra imagen profética de la Pascua.  Los tres jóvenes que hoy escuchamos: Sedrak, Mesak y Abenegó.

La narración nos presenta a tres jóvenes en el destierro que expresan con firmeza, que de por sí no se esperaría de su edad, la fidelidad de su fe que no doblegan ni los honores de los cargos a los que el rey los había exaltado, ni las amenazas de tormentos y muerte.

«El Dios al que servimos puede librarnos del horno encendido… y aunque no lo hiciera… de ningún modo serviremos a tus dioses…».

Es un ejemplo para los demás desterrados en Mesopotamia.

Jn 8, 31-42

La polémica entre Jesús y los dirigentes judíos se va haciendo cada ve más fuerte.

Tres puntos de controversia escuchamos hoy.

A la palabra de Jesús: «La verdad los hará libres», los judíos replican con un optimismo muy patriotero: «Nunca hemos sido esclavos de nadie»; aunque muy objetable la afirmación bajo el punto de vista histórico, Jesús se refiere a otro tipo de esclavitud, la del pecado.  ¿Estamos tratando de buscar esa verdadera libertad?

El otro punto es el de la salvación por pertenecer a un pueblo, a una raza, a un grupo determinado: «Somos hijos de Abraham».   Jesús puntualiza que esa filiación se debe mostrar en las obras.  Abraham es el padre en la fe, que demostró sobre  todo en su fiel obediencia a Dios.

El último punto está centrado en el mismo Jesús.  Él es el enviado del Padre, su Hijo único: «Si Dios fuera su Padre, me amarían a mí».

Mi título de cristiano, seguidor de Cristo, unido a Cristo, ¿se está quedando en título o se está encarnando en mi vida?

San José

En el interior de este tiempo cuaresmal, celebramos hoy la fiesta de san José. Nuestra curiosidad instintiva que quisiera saber muchos detalles de su vida queda desde luego bastante decepcionada. Es muy poco lo que los evangelios nos dicen de él. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad, sino por su fidelidad.

El Evangelio nos dice que José era “justo”, es decir un hombre de fe, que vivía la fe. Un hombre que puede ser incluido en la lista de toda esa gente de fe; esa gente que vivió la fe como fundamento de lo que se espera, como garantía de lo que no se ve, y la prueba de lo que no se ve.

José es hombre de fe: por eso era “justo”. No solo porque creía sino además porque vivía esa fe. Hombre “justo”. Fue elegido para educar a un hombre que era hombre verdadero pero también era Dios: hacía falta un hombre-Dios para educar a un hombre así, pero no lo había. El Señor eligió a un “justo”, a un hombre de fe. Un hombre capaz de ser hombre y también capaz de hablar con Dios, de entrar en el misterio de Dios. Y esa fue la vida de José. Vivir su profesión, su vida de hombre y entrar en el misterio. Un hombre capaz de hablar con el misterio, de dialogar con el misterio de Dios. No era un soñador. Entraba en el misterio. Con la misma naturalidad con la que sacaba adelante su oficio, con esa precisión de su profesión: era capaz de ajustar un ángulo milimétricamente en la madera, sabía cómo hacerlo; era capaz de rebajar, de reducir un milímetro en la madera, de una superficie de madera. Justo, era preciso. Pero también era capaz de entrar en el misterio que no podía controlar.

Esa es la santidad de José: sacar adelante su vida, su oficio con precisión, con profesionalidad; y al momento, entrar en el misterio. Cuando el Evangelio nos habla de los sueños de José, nos hace entender esto: entra en el misterio.

Yo pienso en la Iglesia, hoy, en esta solemnidad de San José. Nuestros fieles, nuestros obispos, nuestros sacerdotes, nuestros consagrados y consagradas, los papas: ¿son capaces de entrar en el misterio? ¿O necesitan regularse según las prescripciones que les defienden de lo que no pueden controlar? Cuando la Iglesia pierde la posibilidad de entrar en el misterio, pierde la capacidad de adorar. La oración de adoración solo puede darse cuando se entra en el misterio de Dios.

Pidamos al Señor la gracia de que la Iglesia pueda vivir en lo concreto de la vida ordinaria y también en lo “concreto” –entre comillas– del misterio. Si no puede hacerlo, será una Iglesia a medias, será una asociación piadosa, sacada adelante por prescripciones pero sin el sentido de la adoración. Entrar en el misterio no es soñar; entrar en el misterio es precisamente eso: adorar. Entrar en el misterio es hacer hoy lo que haremos en el futuro, cuando lleguemos a la presencia de Dios: adorar. Que el Señor dé a la Iglesia esta gracia.