Viernes de la III Semana de Cuaresma

Mc 12, 28-34

En este dialogo de Jesús con el escriba, hace el escríbase una pregunta, una pregunta existencial, que, con frecuencia nos la hacemos todos, como algo normal. Para un judío, con muchísimas leyes y preceptos, era una pregunta fundamental. Quería saber cuál es lo decisivo para vivir con sentido la vida. Nosotros cuando la hacemos buscamos dar un sentido a nuestra vida y saber lo fundamental para nuestra realización.

Lo más importante del dialogo es la respuesta. Respuesta, que todo judío sabía de memoria, que recitaba todos los días y era lo que le daba sentido a su vida, lo que le ayudaba a realizarse como persona, pero no sabiéndolo solamente, sino sobre todo cumpliéndolo. Las palabras de ánimo de Jesús “has respondido sensatamente” es una invitación a que lo viva, lo practique.

La respuesta al escriba inquieto, nos estimula a descubrir y buscar la verdad en nuestra actuación diaria y en nuestra misión. Llamados como somos a vivir con Jesús y desde Él, su proyecto de hacer el Reino de Dios, es muy importante la coherencia de vida. Somos muy sabios en normas y preceptos, los tenemos, y nos cuesta más el ser sabios en el actuar desde los valores evangélicos y desde las enseñanzas de Jesús.

El amor a Dios y el amor a los demás es una tarea diaria, es la mejor fórmula y manera de lograr nuestra identidad como personas. Dios nos ama, nos acompaña, confía en nosotros y esto nos exige correspondencia de amor a Él. El amor a los demás, aunque nos cuesta, es tan necesario como el amor a Dios, pues les necesitamos, con su actuación nos protegen y nos ayudan. Cumpliendo este mandato nos realizamos como personas.

Jueves de la III Semana de Cuaresma

Lc 11, 14-23

Cuando uno vive con el corazón duro, y no oye al Señor, no se queda solo ahí, sino que si hay algo del Señor que no le gusta, lo deja de lado con algún pretexto, desacredita al Señor, lo calumnia y lo difama. Es lo que le pasó a Jesús en el Evangelio de hoy: le desacreditan.

Jesús hacía milagros, curaba a los enfermos del cuerpo para demostrar que también tenía poder de curar las almas, nuestros corazones. Y esos obstinados, ¿qué dijeron? “Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios”: desacreditar al Señor es el penúltimo paso del rechazo al Señor. Primero, no escucharlo dejando que el corazón se vuelva duro; luego desacreditarlo. Falta solo el último paso, del que ya no hay marcha atrás, que es la blasfemia contra el Espíritu Santo.

Jesús intenta convencerlos, ¡pero nada! Y al final, igual que el profeta acaba con esa frase clara –“Ha desaparecido la sinceridad”–, Jesús acaba con otra frase que puede ayudarnos: “El que no está conmigo está contra mí”. “No, no, yo estoy con Jesús, pero a cierta distancia, no me acerco mucho”: ¡no, eso no existe! O estás con Jesús, o estás contra Jesús; o eres fiel o eres infiel; o tienes el corazón obediente o has perdido la fidelidad. Que cada uno lo piense, durante la Misa y luego durante el día: ¡pensarlo un poco! ¿Cómo va mi fidelidad? Yo, para rechazar al Señor, ¿busco algún pretexto, lo que sea, y desacredito al Señor? No perdemos la esperanza. Porque esas dos frases –“Ha desaparecido la sinceridad” y “El que no está conmigo está contra mí”– dejan lugar a la esperanza, también para nosotros.

Estamos llamados a volver al Señor, como dice la aclamación al Evangelio: “Ahora –dice el Señor–, convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso”. Sí, tu corazón es duro como una piedra, y tantas veces me has desacreditado por no obedecerme, pero aún hay tiempo: convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso: yo lo olvidaré todo. Lo que importa es que vengas a mí. Eso es lo que importa, dice el Señor. Y se olvida de todo lo demás.

Este es el tiempo de la misericordia, el tiempo de la piedad del Señor: abramos el corazón para que Él venga a nosotros.

Miércoles de la III Semana de Cuaresma

Mt 5, 17-19

En la confrontación de Jesús con los fariseos, alguien podría pensar que lo que él propugna choca frontalmente con las tradiciones más venerables del pueblo. ¿Acaso no son aquéllos sus mejores custodios? La razón ¿no está de su parte?

Sin embargo, en el sermón del monte Jesús nos invita a observar “la ley y los profetas”. Él no ha venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Es verdad que no suena igual la ley en sus labios que en los de los fariseos: éstos han desmenuzado sus preceptos en una casuística interminable y, a la vez, han establecido rigurosamente unos mínimos imprescindibles, sin los cuales se incurre en la ira de Dios.

Jesús, en cambio, atrae la atención de sus oyentes hacia lo que está detrás de las exigencias de la ley, conectando con la voluntad de Dios que la promulgó. En último término, prescribe que se busque la perfección a ejemplo del Padre del cielo. Esto, que parece inalcanzable y por tanto una exigencia excesiva, debe entenderse teniendo en cuenta quién y cómo es ese Padre. No se trata de una autoridad tiránica, o arbitraria, o interesada en su propio provecho, sino de un Dios tan grande como misericordioso, comprensivo y dispuesto siempre a perdonar a sus hijos. Pide mucho, es cierto, pero lo da todo (“dame lo que pides, y pide lo que quieras”, oraba san Agustín).

¿Cómo asumimos nosotros esta ley que Jesús nos invita a observar? ¿La creemos injusta y la reprobamos?, ¿la consideramos imposible de cumplir y la ignoramos?, ¿rebajamos sus exigencias y la acomodamos a las nuestras?, ¿o tratamos de serle fieles, a sabiendas de que sólo con la ayuda de Dios podremos cumplirla?

Martes de la III Semana de Cuaresma

Mt 18, 21-35

Mateo nos presenta el pasaje en el que Pedro, acercándose a Jesús, le pregunta hasta cuantas veces debe personar a su hermano si lo ofende; se mencionan unas cifras simbólicas como queriendo manifestar que tantas veces como fuera necesario.

Jesús, para confirmar lo que ha dicho, le expone la parábola en la que un rey quiere ajustar cuentas con sus empleados. Al principio le presentan a uno que le debía una cantidad astronómica y que, al no tener con que pagar, es condenado a ser vendido junto a su familia y todas sus posesiones, con el fin de saldar su deuda. El empleado, arrojándose a sus pies, le ruega que tenga paciencia con él, que se lo pagará; el rey se compadeció y le dejó ir perdonándole la enorme deuda.

Al salir éste, se encontró a un compañero que le debía una cantidad muchísimo menor, pero no haciendo caso de su súplica para que tenga paciencia, lo entrega al alguacil para que lo encarcele.

El resto de compañeros, contrariados, se lo contaron a su señor, el cual llamó al siervo malvado y, recriminándole que él le había perdonado toda su gran deuda cuando se lo pidió, y ¿no podía él hacer lo mismo con su compañero?; indignado lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda su deuda.

¡Con cuanta frecuencia aplicamos la ley del embudo!, lo ancho para nosotros y lo estrecho para los demás.

Cuando rezamos el Padre Nuestro, repetimos que el Señor perdone nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, pero ¿en realidad cumplimos la segunda parte de la petición?

Si Dios consintió que Jesús muriera por nosotros como expiación de nuestros pecados, y en su infinita misericordia perdona nuestras culpas, ¿cómo no vamos a perdonar a los que nos han ofendido?

No tenemos que olvidar lo que nos dice la Sagrada Escritura, tratad a los demás como quisierais que os trataran a vosotros, o, lo que es lo mismo, con la medida que utilizamos con los demás, seremos medidos.

Lunes de la III Semana de Cuaresma

Lc 4, 24-30

La escena del evangelio de hoy está situada en la sinagoga de Nazaret. Jesús acaba proclamar su discurso programático en el que re-lee al profeta Isaías Pero Él no solo reinterpreta al profeta, a la luz de su propio proyecto, sino que pregona que esa Escritura que acaba de anunciar se cumple allí y ahora. Jesús se autoproclama el Ungido del Señor que viene a traer la Buena Noticia a los pobres.

 Ante esto, algunos de sus paisanos quedan admirados, y otros interrogan su identidad: ¿cómo va a ser el Ungido del Señor el hijo del carpintero? Jesús es rechazado en su tierra al presentar su proyecto del Reino. Es consciente que ningún profeta es aceptado en su pueblo, por ello, para explicar su plan como buen pedagogo, recurre al ejemplo de dos profetas del Antiguo Testamento bien conocidos por sus oyentes: Elías, padre de la profecía y Eliseo, su discípulo. Estos profetas del siglo IX a.C. realizaron sendos milagros a personas no pertenecientes al pueblo de Israel: el primero a una viuda de Sarepta, el segundo, a Naamán el sirio. Con sus signos, estos hombres inspirados por Dios manifestaron que la salvación no estaba limitada al llamado pueblo de Dios, sino que estaba abierta a las gentes de todos los pueblos.

El evangelio de Lucas, cuya comunidad pertenece a la gentilidad, también está mostrando que esta Buena Noticia salvadora de Jesús no está cerrada a unos pocos, ni a su pueblo, ni a los galileos, ni a los judíos. La Buena Noticia es para todos, independientemente de su etnia, religión o nacionalidad y tiene que llegar a todo el mundo. Por ello, Jesús no se deja intimidar por nada ni por nadie y se abre paso entre ellos para seguir su camino.

El evangelio de hoy nos interpela y suscita en nosotros algunos interrogarnos: ¿Me creo que la Buena Noticia de Jesús es un mensaje portador de sentido para todos los seres humanos? ¿Procuro ser parte de esa “Iglesia en salida” que va más allá de los muros de nuestros templos para hacer llegar a “los de fuera” “la alegría del evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”? El evangelio también nos hace caer en la cuenta de que es muy difícil entender el Nuevo Testamento sin conocer el AT. El primero es cumplimiento y superación del segundo, y hace continuas alusiones, explicitas o implícitas, al mismo. ¿Procuro formarme en el estudio, tanto en el Nuevo Testamento como en el Antiguo, para entender en profundidad la Palabra de Dios y su Buena Noticia salvadora?

Sábado de la II Semana de Cuaresma

Mt 7, 7-12

Hoy nos presenta la Iglesia una de las tres parábolas de la misericordia del evangelista Lucas. Con esta parábola Jesús quiere mostrar la inmensa misericordia de Dios, que es un Padre bueno para con sus hijos. Dios acoge y ama a todos por igual, sin distinción alguna. Sin embargo, el obstáculo para poder experimentar este amor lo ponemos nosotros.

Por una parte, Jesús nos presenta al hijo menor, que se aleja de la casa del Padre y muestra las consecuencias que conlleva transitar por caminos opuestos a la voluntad de Dios. ¿Quién no se ha alejado alguna vez del camino de Dios? Bien sabemos que cuando nos alejamos de Dios sólo encontramos desengaño, miseria y soledad. Pero lo bueno es hacer como hizo este hijo, que en un momento dado “entró dentro de sí” y se dio cuenta de que se había equivocado.

Es bueno pararse de vez en cuando, entrar en nuestro interior, examinar nuestros actos, nuestro comportamiento y ver si realmente estamos viviendo como Dios quiere, si estamos siendo coherentes con nuestra vida. Siempre estamos a tiempo de volver al buen camino, de volvernos a Dios.

Por otro lado, aparece la actitud del hijo mayor, que aparentemente es el que está en el camino de Dios, porque siempre ha estado junto a Él, siendo cumplidor y considerándose justo y fiel, pero que al fondo con su gran soberbia se ha alejado de lo principal de un verdadero cristiano, que es practicar la misericordia y no juzgar a los demás.

Sin duda, que el gran protagonista de la parábola es el padre, el cual sale al encuentro de los dos hijos. A Él es a quien tenemos que imitar siempre en su gran misericordia para con todos.

Repasemos nuestra vida a la luz de cada uno de estos personajes y veamos en cuál de estas tres figuras nos vemos reflejados. ¿Realmente actuamos como el padre?

Viernes de la II Semana de Cuaresma

Mt 21, 33-46. 45-46

En este evangelio resuena el mismo grito: “Venid, matémosle” dicho por los labradores infieles que llegan a apalear a los enviados y a matar al hijo. Pero aquí es más trágica: “Matémosle y nos quedaremos con su herencia”. La envidia y la mezquin­dad de los dirigentes de su pueblo le llevan a la muerte. José se convirtió en causa de salvación para los suyos. Jesucristo se convertirá también en la piedra angular del templo único, formado por los gentiles y los judíos creyentes. Es la obra del Señor. Su camino es serio: incluye la entrega total de su vida.

Nuestro camino de Pascua supone también aceptar la cruz de Cristo. Convencidos de que, como Dios escribe recto con líneas torcidas, también nuestro dolor o nuestra renuncia, como los de Cristo, conducen a la vida.

¿Somos una viña que da sus frutos a Dios? ¿o le estamos defraudando año tras año? ¿somos infieles? ¿o tal vez perezosos, descuidados?  Vamos hacia la Pascua, que es el paso de la muerte a la vida.

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Lc 16, 19-31

Jesús, en esta parábola, nos relata brevemente la vida en esta tierra y después de su muerte de dos personas bien distintas. Un “hombre rico”, sin nombre, y un mendigo llamado Lázaro. El rico “banqueteaba espléndidamente cada día“. Por contraste, Lázaro pasaba hambre todos los días y no le permitían comer de lo que tiraban de la mesa del rico. Al morir, el rico va al infierno donde sufre fuertes tormentos. En cambio, Lázaro es recibido en el seno de Abrahán.

El rico pide a Abrahán que deje ir a Lázaro a la tierra para que avise a sus hermanos, cambien de conducta y no caigan como él en el infierno. Sabemos la repuesta de Abrahán: “Tienen a Moisés y a los profetas que los escuchen”, que dicen con claridad cuál debe ser la conducta de un buen judío, porque si no les hacen caso a ellos tampoco escucharan a Lázaro resucitado. Nuestra suerte eterna va a depender de nuestra conducta en este mundo y… de la siempre poderosa misericordia de Dios.

Yendo más allá del rico y de Lázaro, nos preguntamos qué nos pide Jesús a los que queremos ser sus seguidores en 2023. Jesús en la última cena, después de lavar los pies a sus apóstoles, les dijo: “¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, decís bien, porque de verdad lo soy. Si yo, os he lavado los pies siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis como yo he hecho”. Bien claro: tenemos que vivir como él vivió, entregar nuestra vida como él la entregó.

Miércoles de la II Semana de Cuaresma

Mt 20, 17-28

Igual que a los hijos del Zebedeo, hoy Jesús nos lanza la misma pregunta: “¿Podréis beber el cáliz que yo he de beber?”. Para quienes estamos acostumbrados a escuchar los relatos de la Pasión, inmediatamente viene a nuestra memoria la oración de Jesús en el huerto de los Olivos: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.

El camino que recorre Jesús no es fácil. Él mismo tiene sus momentos fuertes de dolor, de duda, de hacerse fuerza para cumplir la voluntad del Padre. Los discípulos vislumbran otros intereses y esperan otras recompensas: primeros lugares, recuperación de bienes, compensación por el tiempo entregado. 

También nosotros somos hijos de nuestro tiempo y nos sentimos atraídos por los mismos intereses de nuestro mundo. La ambición y la lucha por los primeros lugares se han tornado como el objetivo de muchas gentes y nos contagiamos fácilmente de esta ambición y de la  ley de la selva: la ley del más fuerte. Y no es que Cristo nos quiera indiferentes o apáticos, pero nos enseña que no se puede tiranizar a las personas con tal de obtener nosotros nuestros propósitos.

Sus palabras están respaldadas por su ejemplo: “El que quiera ser grande, que sea el que os sirva”.  Él se ha entregado al servicio y por eso anuncia por tercera vez su pasión y muerte. No es el anuncio sólo de la entrega, sino también de la resurrección y de la esperanza.

El servicio pasa siempre por el reconocimiento del otro como persona, de su valoración en su dignidad, del respeto como a hijo de Dios. No es el servicio vendido y comercial que ofrecen los grandes almacenes para enganchar al cliente, sino el servicio al estilo de Jesús que descubre en cada hombre y mujer un hijo amado de Dios su Padre, es el servicio gratuito y desinteresado. Servir así da vida.

Es cierto que cuesta, pero tiene sentido. Que estos días de cuaresma también nosotros podamos servir, dar vida, dar esperanza a quienes nos rodean, y hacerlo gratuita y desinteresadamente.

Martes de la II Semana de Cuaresma

Mt 23, 1-12

Jesús no trae una nueva religión o una reforma de la ley mosaica, sino anunciar que el Reino de Dios se ha hecho presente como un don precioso de amor y liberación: pues es esto y no otra cosa la Ley.

El problema es que los fariseos y los “maestros” habían convertido a la Ley y los Profetas en unas sufridas obligaciones para el pueblo fiel, obligaciones y ritos en los que ni ellos mismos creían. Y Jesús denuncia esta hipocresía con rotundidad y desde su autenticidad como Maestro que viene de parte de Dios, que habla con convicción y autoridad desde el ejemplo de su Vida.

Pero el texto del Evangelio es también una crítica para los que hoy en día y en nuestra Iglesia se consideran “maestros” y conciben su ministerio pastoral no en referencia a Cristo, único y verdadero Maestro, sino desde su propia autoreferencia. En este sentido, es muy significativo que uno de los títulos del Papa es el de “servus servorum Dei” (siervo de los siervos de Dios), aunque muchas veces se ha utilizado como signo más de poder que de servicio. El papa Francisco ha criticado siempre mucho este fariseísmo y la excesiva clericalización de la Iglesia, aunque todavía queda mucho por hacer y no pocos laicos siguen prefiriendo el servicio en la sacristía más que en la sociedad.

“Hoy el mundo espera de nosotros una respuesta vital, encarnada en nuestra propia entraña; no entiende las respuestas puramente teóricas por sabias que parezcan. Si los hombres se acercan a nosotros interesándose por Cristo, por el sitio donde se le puede encontrar, por su mensaje, por su doctrina, por las virtudes que practicó, hemos de estar siempre preparados para dar una respuesta que brote de una experiencia personal, hecha vida en nuestra propia vida, hecha sacrificio e inmolación de nuestra propia carne”