Martes de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11, 37-41

Las controversias de Jesús con los fariseos son frecuentes en los evangelios. Lucas las suele situar en el contexto de alguna comida. Quizá esa circunstancia ayude a comprender, por una parte, que no se trata de adversarios odiosos, ya que comen juntos, y, por otra, que en ese marco de relaciones los reproches pueden ser mejor asimilados y las discrepancias más claramente percibidas.

Generalmente los fariseos critican a Jesús por no observar las prescripciones rituales que impone la ley –en este caso, lavarse las manos antes de comer-, lo que le coloca en una situación de impureza legal. Para Jesús, sin embargo, la auténtica pureza no depende de las abluciones o lavatorios rituales, sino ante todo del comportamiento global de la persona que conecta con el corazón de Dios. Y así trata de hacérselo ver a los demás comensales, tildando de hipócritas a los que se fijan más en lo externo que en el interior.

El reproche de Jesús es duro y sin contemplaciones, pero es que está en juego algo fundamental: la prioridad de la intención profunda del corazón por encima del cumplimiento material de las prescripciones legales. Es una constante en las enseñanzas de Jesús: se requiere, por encima de cualquier otra cosa, la conversión del corazón a Dios para que todo lo que hacemos esté en sintonía con su voluntad. La ley es un valioso recurso humano para conseguirlo, pero no debe nunca prevalecer sobre esa primordial concordancia con el querer de Dios.

En aquel contexto un expresivo testimonio de la conversión a Dios era la limosna. Esta atención a las necesidades del prójimo venía a ser un rasgo característico de la justicia interhumana, de la preocupación por los demás. Y sigue siendo también hoy una peculiaridad genuina del discípulo del Evangelio.

¿Dónde tengo yo el corazón cuando observo los preceptos de la ley de Dios o practico los ritos de la vida cristiana?