Is 40, 1-11
Hoy hemos escuchado el comienzo del llamado “libro de la Consolación”. El pueblo está desterrado en Babilonia, sin patria, sin casa, sin arraigo. En medio de estas tinieblas brilla una luz de esperanza. Dios anuncia por medio del profeta un nuevo éxodo más maravilloso aún que el primero. Se trata de la repatriación que tuvo lugar en el año 538 antes de Cristo, por decreto del rey de Persia, Ciro.
El Señor mismo, pastor de su pueblo, va por delante, cuidando amorosamente de su rebaño. Pero el camino hay que prepararlo, construirlo, aplanarlo.
Mt 18, 12-14
Hoy día, es difícil ver rebaños y pastores, pero ello no quita un ápice a la actualidad de la cuestión de fondo que aborda Jesús, aunque su ejemplo vaya dirigido especialmente a las gentes de entonces. Aunque no es fácil hacernos una idea de lo que supondría para un pastor perder a una de sus ovejas, podríamos hacer un esfuerzo y teniendo en cuenta, sobre todo, que hablamos del “buen” pastor. Y buen pastor es aquel que defiende a las suyas de los peligros, que las cuida y se sacrifica por ellas. Todos podemos ponernos en “la piel” de quien sale al encuentro de un necesitado, de quien no se queda indiferente ante la desgracia ajena…“Que la vida no me sea indiferente”… es parte del estribillo de una canción. En el fondo se trata de la denuncia de una actitud común entre quienes hacemos de nuestro ambiente social algo así como un compartimento estanco, en donde el interés real y la solidaridad por los demás queda ahogado por el anonimato.
Vivimos rodeados de gente y, al mismo tiempo, somos unos extraños para la inmensa mayoría. Jamás en la historia ha habido aglomeraciones humanas como hoy en día, y sin embargo, en ningún tiempo como hoy se sufre tanta soledad y abandono. Los que padecen más duramente son los más indefensos: los niños y los ancianos. Los cristianos, si lo somos de verdad, no podemos permanecer indiferentes ante estos problemas.
Jesús nos pide salir hoy al encuentro del que sufre, del que está solo o enfermo, de quien no encuentra a Dios o ha perdido la esperanza de vivir. Se requiere generosidad, sí. Se requiere sacrificio, pero más que todo ello, se requiere tener un corazón grande, de buen pastor. Todo cristiano vive unido a los demás. No se puede aislar del resto.
Los males de uno, son también los míos. Somos un cuerpo vivo y por ello todo lo que ocurre me afecta a mí como una parte de él. ¡Qué difícil, pero qué hermoso sería dejar por un momento lo propio, los intereses personales, para ir al encuentro, en búsqueda del hermano, en nombre de Dios! ¿Aceptaremos el reto?