Is 42, 1-7; Jn 12, 1-11
En el evangelio de hoy san Juan hace una de sus pocas referencias cronológicas. Hace notar que la unción tuvo lugar «seis días antes de la Pascua». Este era el día en que los judíos debían conseguir el cordero que iban a comer en la cena pascual, y lo conservaban hasta el día anterior a la Pascua, en que lo mataban a la hora del crepúsculo (Ex 12,12). La cena de Pascua era una conmemoración de los acontecimientos salvadores del Éxodo. A los israelitas del tiempo del Éxodo se les ordenó que untaran con la sangre del cordero el dintel y las jambas de las puertas de sus casas. A la medianoche, el ángel del Señor acabaría con todos los primogénitos de los egipcios, pero al ver la sangre en el dintel y en las jambas de las puertas, pasaría de largo frente a las casas de los israelitas. Ellos se salvaron por la sangre del cordero.
Parecería que, de alguna manera, en la mente de san Juan la unción de Jesús era su propia selección y preparación para ser el cordero pascual cristiano. Ciertamente la sangre de Cristo es la que nos salva del pecado. Antes de la comunión, escuchamos estas palabras: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Como verdadero cordero pascual, Jesús es el cumplimiento de todos aquellos años de promesas y preparación del Antiguo Testamento. Un siglo tras otro, Dios condujo pacientemente a su pueblo hacia los grandes acontecimientos que volvemos a vivir esta semana en la liturgia. No miramos hacia el futuro, como hicieron los judíos; nosotros tenemos el privilegio de compartir directa y personalmente los misterios de salvación de Jesucristo, el Cordero que quita los pecados del mundo.