Martes de la XXII Semana Ordinaria

1Cor 2, 10-16

La clave para captar las realidades de Dios, para juzgar a las realidades humanas con el criterio de Dios, es el Espíritu Santo.

Él es la luz, la fuerza, el testigo fundamental y supremo.

Pablo usa una comparación muy elocuente: en el hombre lo más profundo, lo más personal, lo más íntimo, es su espíritu, su alma: «¿quién conoce lo que hay en el hombre, sino el espíritu del hombre que está dentro de él?»  Igualmente, sin el Espíritu Santo no podemos conocer a Cristo.  «Nadie puede decir `Jesús es el Señor’ si no es por el Espíritu Santo».  Juan el Bautista, Isabel todos ellos actuaron por la fuerza del Espíritu Santo.

Oímos la frase final «Nosotros tenemos el modo de pensar de Cristo».   Esto siempre es verdad, pero ¿lo hacemos verdad práctica y concreta?

Lc 4, 31-37

Los paisanos de Jesús lo habían rechazado y hasta atentaron contra su vida. ¡No lo aceptaron por su cercanía!  Hoy hemos visto otra actitud, el asombro, pues El «Hablaba con autoridad».  Se decían unos a otros: «¿Qué tendrá su palabra?»  Jesús es «el santo de Dios», portador de la vida misma divina que sana, que purifica, que va hasta las raíces del mal para curarnos.

Los milagros del Señor, las curaciones, la iluminación de los ciegos, la sanación de los paralíticos, la curación del espíritu del mal, etc., todas son «señales», que manifiestan quien es Jesús y cuál es su misión.  Los milagros tienen como función revelar el amor de Dios que busca nuestro amor.

Lunes de la XXII Semana Ordinaria

1 Cor 2, 1-5

Cuantas veces nos ha ocurrido que nos encontramos en una situación en la que nos sentimos llamados a comunicar la Buena Noticia del Evangelio, a dar nuestro testimonio, a hablarle de Dios a alguna persona, y en ese momento pensamos: ¿quién soy yo? ¿yo no sé nada? O ¿cómo lo podré convencer?

La palabra de Dios, nos recuerda hoy lo que ya había dicho Jesús: «No se preocupen por lo que van a decir… El Espíritu Santo les inspirará en ese momento lo que habrán de decir».

Debemos tener siempre presente que la fe es un Don de Dios, que nuestra misión es anunciar… proclamar el Evangelio (de viva voz y con testimonio), la conversión por la fe toca al Espíritu Santo. De esta manera, como dice san Pablo: la fe no está fundada ni en nuestra elocuencia, ni en nuestra sabiduría: es obra de Dios en la persona. De manera que nadie se puede vanagloriar.

No apagues el fuego del Espíritu en tu corazón. Habla de Dios a tus amigos y compañeros, no necesitas mucha sabiduría… necesitas solamente, como san Pablo, el fuego del amor de Dios en tu corazón.

Lc 4,23-30

Es muy común preguntar a los niños pequeños: ¿qué quieres ser cuando seas grandes? Y para orgullo de los padres los niños responden: “quiero ser como mi papá”. Si esta misma pregunta se la hiciéramos a Cristo durante su vida oculta en Nazaret, no cabe duda que respondería que Él sería lo que su Padre ha pensado para Él desde siempre. Prueba de ello es la respuesta que dio a su madre angustiada cuando se perdió en el templo: “pero no sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre”, no debería haber motivo de preocupación por mi ausencia.

En nuestra vida como cristianos todos tenemos una misión muy concreta que realizar. Cristo desenrolló las escrituras (porque estaban en forma de pergaminos) y encontró justamente aquello que Dios Padre deseaba de Él. “Anunciar la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

Todo esto lo cumplió Jesús a lo largo de su vida terrena y aunque algunos se empeñaban en no abrir su corazón a las enseñanzas de Cristo, como es el caso de los escribas y fariseos. A pesar de su obstinada actitud Cristo no desmayó en su esfuerzo por predicarles la ley del amor.

Por ello de la misma forma que Cristo predicaba las enseñanzas de su Padre nosotros también atrevámonos a predicar el evangelio sin temor ni vergüenza. Antes bien pidámosle confianza y valor para que nos haga auténticos defensores de nuestra fe.

Sábado de la XXI Semana Ordinaria

1 Cor 1, 26-31

Ayer oíamos, descrita por Pablo con muy  fuertes acentos, la antítesis de la sabiduría humana con respecto a la sabiduría de Dios.

La cruz es el punto más visible de los diversos criterios, para unos muerte y humillación, para otros, expresión máxima de amor, principio de resurrección y vida nueva perenne.

Pablo les dice a los cristianos de Corinto -nos los podemos imaginar, se trataba de artesanos, trabajadores de los muelles, esclavos, gente pequeña a los ojos del mundo- cómo ellos son una expresión concreta de esta sabiduría de Dios pues «Dios ha elegido a los ignorantes de este mundo para avergonzar a los fuertes… de manera que nadie pueda presumir delante de Dios».  Todo lo que tenemos es don de Dios en Cristo Señor.  Para comprender la unión orgánica que tenemos con El, recordemos las comparaciones del árbol, del edificio, del cuerpo humano; Cristo es el tronco, nosotros, hoja o rama; Cristo es la roca básica, nosotros piedras vivas en unidad de construcción; Él es la cabeza, nosotros órganos en vital unión.  El es «nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención».

Vivamos conforme a estos principios.

Mt 25, 14-30

Hoy hemos escuchado la parábola de los talentos.  El talento era una «moneda»,   o más bien, una medida de peso de metales preciosos.  Un talento era casi 35 kilos.  Nuestra traducción pone, en vez de talento, «millón».  Es notable que en el lenguaje popular la palabra «talento»,  por influjo de la parábola, quiere decir hoy «capacidad», «dotes naturales», «habilidad», «aptitud».

¿Cuál debe ser nuestra actitud ante los «talentos» que hemos recibido de Dios?

Primero, reconocerlos.  No es contra la humildad o la modestia pues son dones de Dios, no son propios nuestros.

Segundo, trabajarlos.  Es decir, profundizarlos, desarrollarlos, cultivarlos.

Y tercero, ponerlos a disposición de los demás ya que no son un tesoro para ser enterrado, para que permanezca improductivo, sino para servir de impulso para buscar el mejoramiento y servicio.

Actuemos lo que la Palabra nos ha iluminado con la fuerza del Sacramento en el que vamos a participar.

Viernes de la XXI Semana Ordinaria

1 Cor 1, 17-25

«No me envió Cristo a bautizar sino a predicar el Evangelio», oímos que decía Pablo.  Esto de ninguna manera significa un desprecio por el bautismo.  En otro lugar hemos oído cómo se expresa Pablo del bautismo: «por el bautismo fuimos sepultados con El en su muerte, para que así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva» (Rom 6, 3-5).  Pablo se sabe llamado a abrir el surco y plantar la semilla, otros continuarán el proceso.

La cruz de Cristo expresa con fórmula de máximo relieve, el amor inmenso de Dios, manifestado en Cristo.  La cruz, de instrumento de tortura y muerte, de humillación y degradación suprema, se convierte en vida nueva, en gloria y resurrección.  Esta es la sabiduría de Dios, contrapuesta a la sabiduría humana, que tiene criterios muy distintos.  Lo que para uno es «escándalo o locura»,  para otros es la «fuerza y sabiduría de Dios».

Mt 25, 1-13

Hemos escuchado hoy la parábola de las «jóvenes previsoras»,  una de las parábolas más hermosas del Evangelio.

El sentido de la parábola está sintetizado en la recomendación final: «Estén preparados porque no saben el día ni la hora».

Jesús usa el ambiente de unas bodas para situar la parábola.  Este sentido nupcial del amor de Dios y del amor de Cristo para con la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, es muy usado en la Biblia.

En el tiempo del Señor las bodas solían hacerse en la casa de la novia.  A las jóvenes de la parábola las podríamos llamar hoy «las damas».

Los llamados por Cristo a pertenecer a su Iglesia son de toda categoría: buenos y malos, como en la parábola de la cizaña: previsores y descuidados, como en la parábola de hoy.

El que las jóvenes previsoras no hayan querido compartir su aceite con las que no lo tenían, forma parte de la narración, de ninguna manera es ejemplar.

Que no tengamos que oír la palabra durísima del Esposo: «Yo les aseguro que no las conozco».

En esta Eucaristía proveámonos del buen aceite, que es la palabra y la Eucaristía, y que nuestra luz luzca para la venida del Señor.

Martirio de San Juan Bautista

Mc 6, 17-29

Siempre es impresionante la figura y la misión de Juan el Bautista.  Es el último de los profetas, es una voz en el desierto, pero también es quien manifiesta y señala abiertamente a Jesús.

Se podría uno preguntar si Juan se puede considerar un mártir de Cristo, ya que parece más bien que murió por los temores y las pasiones de un hombre poderoso, sujeto a los caprichos de una mujer.  Pero precisamente es lo grande el martirio: ser fiel a la verdad, aún en las cosas pequeñas.

A veces estamos esperando dar testimonio en los grandes acontecimientos, pero nos despreocupamos en las situaciones injustas que a diario se suceden en nuestro entorno.  Quisiéramos ir y defender en otros lados y toleramos las mentiras y corrupciones que afectan a nuestros trabajos, nuestras relaciones y nuestras familias.

Vivir con coherencia y honestidad, siempre acarreará enemistad de los poderoso que ven amenazados sus intereses, pero también se requiere la audacia y la honestidad en los pequeños acontecimientos de cada día.

Es triste comprobar como la corrupción se ha ido adueñando de muchos espacios y se le considera hasta normal en algunas circunstancias.

Para Juan el Bautista, él que había dicho que se enderezarán los caminos del Señor, él que pedía que se hicieran rectas sus sendas, es importante no callarse ahora por miedo a la cárcel o la muerte.  Sigue señalando lo que está mal aunque en ello encuentre su condenación.

Contemplemos los personajes que hoy nos ofrece san Marcos, miremos sus caracteres, sus intereses y después contemplémonos a nosotros mismos.  Quizás descubramos en estas imágenes rasgos propios de nuestra personalidad: la timidez para enfrentar las circunstancias; la maldad que sacrifica personas a los intereses personales; la valentía de Juan para manifestar siempre la verdad, y así Juan termina su vida bajo la autoridad de un rey mediocre, borracho y corrupto, por el capricho de una bailarina y el odio vengativo de una adúltera. Así termina el Grande, el hombre más grande nacido de mujer

Que hoy el ejemplo del Juan el Bautista nos lleve a un amor auténtico a la verdad y a una proclamación constante de la Buena Nueva.

Miércoles de la XXI Semana Ordinaria

2 Tes 3, 6-10. 16-18

Hemos escuchado el final de la segunda carta a los cristianos de Tesalónica.

Tal vez por la falsa idea de que la inminente venida gloriosa del Señor marcaría el final de los tiempos, había en la comunidad de Tesalónica un buen número de cristianos que ya no trabajaban; el trabajo les parecía una actividad sin interés, y como «la ociosidad es la madre de todos los vicios»… Respecto a esto, Pablo dice: «Nos han llegado noticias de que entre ustedes hay algunos que van por ahí dando vueltas sin hacer nada y metiéndose en todo».

San Pablo hace notar que la esperanza cristiana no es sinónimo de evasión y él mismo se presenta como ejemplo vivo de esto.  Con su trabajo el hombre debe ganar su vida, la de la tierra y la del cielo.

Mt 23, 27-32

Hoy hemos escuchado las dos últimas maldiciones de Jesús.

En las dos aparece el tema de los sepulcros.  Los sepulcros eran blanqueados con cal para que se hicieran notables, con lo que se evitaba que se incurriera en la contaminación legal al tocarlos inadvertidamente.

La última amenaza que escuchamos tiene un sentido todavía más profundo: el contraste  entre erigir monumentos bellos a los justos y profetas del pasado y el reconocimiento de que fueron sus padres los asesinos de los profetas, que los asesinaron por no soportar sus doctrinas y sus denuncias o, dicho de otra forma, sólo aceptaron a los profetas muertos.

Al decir: «terminen pues de hacer lo que sus padres comenzaron», Jesús alude a su muerte y a la de sus primeros testigos.

Martes de la XXI Semana Ordinaria

2 Tes 2, 1-3. 14-17

Los cristianos de Tesalónica estaban muy angustiados debido a que pensaban que la venida definitiva del Señor, era inminente.  San Pablo escribió una primera carta a los tesalonicenses para ayudarlos con este problema, pero no fue suficiente y hubo que escribir una segunda carta.  Pablo es un eco de la Palabra de Jesús: «No saben ni el día ni la hora».  También Pablo dirá: «El día del Señor viene como un ladrón».

Todo nos debe llevar a entender que no estamos en un lugar definitivo, todos vamos hacia el día del Señor en una actitud confiada y amorosa, como quien camina a un ideal, a una meta de perfección.

Conforme nos acercamos al fin de siglo, oímos y oiremos cada día más, amenazas del fin del mundo, pero el terror no es el camino para ir a Cristo.

Lo que siempre debe ser claro es que estamos en un peregrinar hacia el Señor.  Nuestra liturgia nos lo recuerda continuamente: «Venga a nosotros tu Reino», «Ven, Señor Jesús», «Anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas», «Mientras esperamos su venida gloriosa…».  Y hay un tiempo litúrgico, el Adviento, de experiencia vital de este salir al encuentro del Señor.

Mt 23, 23-36

Oímos los «ayes» de Jesús sobre el comportamiento de los escribas y fariseos, «ayes» que podrían corresponder a actitudes nuestras actuales: hipocresía, formalismo, exterioridad.

La ley habla de la menta, del anís y del comino, ¿nos imaginamos cómo sería el diezmo de estas especies?  Pero Jesús no es un destructor del culto ni de sus observancias.  Lo que lo indigna es que la observancia de las cosas pequeñas sirva de pretexto o fachada para dañar las cosas más importantes; Él nos recuerda acerca de «la justicia, la misericordia y la fidelidad».

La caída de un mosquito en la comida, la podía hacer «impura»; Jesús hace el contraste entre la pequeñez de un mosquito y la mole de un camello.

Había igualmente prescripciones para la purificación de todo lo que se usara en la purificación de las cosas que se utilizaran en la comida.  Por eso Jesús parte de la comparación en que contrasta la limpieza del exterior y del interior de vasos y platos, para reforzar su enseñanza referente a lo exterior e interior de nosotros.  Apliquemos esta enseñanza a nuestra vida toda.

Lunes de la XXI Semana Ordinaria

2 Tes 1, 1-5. 11-12

Pablo había predicado el Evangelio por primera vez en Europa, en el año 50, en la ciudad de Tesalónica, que era una rica ciudad comercial y la capital de la provincia de Macedonia.  Su estancia en Tesalónica fue muy corta, tal vez, solo unos 2 o 3 meses pues la persecución de los judíos lo hizo salir huyendo.  Las necesidades de una comunidad que él ama mucho lo hace escribirles su primera carta hacia el año 51 desde  Corinto, tal vez poco después escribe la segunda carta, de la que leeremos trozos selectos durante tres días.

Estas dos cartas son los escritos más antiguos que tenemos del Nuevo Testamento.  Entonces existía la tradición evangélica pero todavía no había sido redactada en la forma que hoy la tenemos.

Destaquemos tres ideas para provecho de nuestra comunidad.

Pablo presentó el ideal de comunidad cristiana.  Es una comunidad, es decir Iglesia, reunida no por iniciativa propia sino «en nombre de Dios… y en el de Jesucristo».

La comunidad debe distinguirse por su sentido «eucarístico», es decir, de alabanza agradecida a Dios en todo momento.

La comunidad debe estar en continuo crecimiento hacia el altísimo ideal de su vocación.  «Así glorificarán a nuestro Señor Jesús y El los glorificará a ustedes».

Mt 23, 13-22

Continuamos oyendo hoy las invectivas de Jesús contra los fariseos.  Ayer comentábamos que las palabras de Jesús tienen que ser escuchadas como dadas actualmente, de manera que nos ayuden a revisar nuestras actitudes.

Los «Ay» de Jesús expresan dolor, indignación y una amenaza profética.

Las profecías religiosas de los escribas y fariseos y el conocimiento que ellos tenían de la ley, los debían haberlos llevado a hacer más accesibles para la gente sencilla la vida de Dios manifestada en Cristo.  ¿Se parece nuestra actitud a la de ellos?

Hoy también pueden existir modos de «propaganda» contrarios al espíritu del Señor.  Es claro que la libertad nunca debe ser usada como pretexto para imponer nuestro subjetivismo o para hacer pasar lo particular sobre lo comunitario.

Si nos abrimos humildemente a la luz de la Palabra, el Señor nos hará ver lo que tenemos que conocer.

Hagámoslo con la fuerza de la vida que Él nos comunica en el sacramento.

San Bartolomé, apóstol

Natanael o también llamado Bartolomé, nos ofrece una gran lección en este día: La búsqueda de Jesús tiene que ser personal, arriesgada y muchas veces en los lugares más insospechados.

Cuándo Bartolomé recibe la noticia de parte de Felipe de que ha encontrado al Mesías, espontáneamente deja escapar la expresión “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” esta expresión, manifiesta todo el desprecio que un pueblo siente por sus vecinos más alejados.

Ciertamente, Nazaret pequeña población, olvidada de Galilea, no ofrecía muchas posibilidades de ser una nación del que esperaran al libertador de Israel. Nazaret no estaba cercana al templo, no figuraba como potencia económica, no brillaba por sus maestros o la sabiduría de sus escribas. Pero Natanael o Bartolomé se deja convencer por las palabras misioneras de Felipe: “ve y lo verás”.

No es cuestión de doctrinas, es cuestión de encuentro; no es cuestión de linajes, es cuestión de amistad; no es cuestión de privilegios, es cuestión de dejarse amar. Y lo sorprendente, es que mientras Natanael se expresaba con desprecio de quien no conocía, Jesús pronuncia una de las más grandes y sincera alabanzas que se puede hacer a un israelita: “un israelita de verdad, en quien no hay engaño”.

Jesús ya lo conocía, Jesús ya lo amaba, Él ya ponía sus ojos en su corazón y lo aceptaba. Así es Jesús, siempre toma la iniciativa, siempre está dispuesto a amar, siempre nos conoce y nos acepta, y solo entonces surge la respuesta del corazón de Bartolomé: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.

Solo cuando se ha tenido un encuentro personal con Jesús podemos reconocerlo. Nadie puede amarlo por nosotros, nadie puede encontrarse con Él por nosotros. Alguien puede acercarnos a Jesús, pero siempre se requiere el encuentro personal con Jesús, para después transformarnos en sus discípulos y misioneros. Primero necesitamos dejarnos amar.

Que la enseñanza de este apóstol Bartolomé nos acerque más a Jesús, que también para nosotros sean las palabras “ven y lo verás”.

Quién se acerca a Jesús nunca terminará decepcionado.

Viernes de la XX Semana Ordinaria

Ez 37, 1-14

Oímos una de las profecías más dramáticas.  Es el año 586 A.C., Jerusalén ha sido destruida, la población, deportada a Mesopotamia, vive sin esperanza, se siente destruida.

Ellos habrían visto los lugares a donde se arrojaban los cadáveres de la gente más desposeída.  Los animales los devoraban, los huesos quedaban a la intemperie, y se secaban.

La mano del Señor, es decir, su fuerza y auxilio, su Espíritu, su dinamismo creador y restaurador, pusieron al profeta ante esta desoladora visión.

Oímos entonces la palabra renovadora: «Ven Espíritu, desde los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, para que vuelvan a la vida».

Lo que se veía totalmente inerte y desarticulado, se va reuniendo y gradualmente se transforma hasta volver a la vida completa.

Mt 22, 34-40

Jesús, al modo de los rabinos más sabios, va saliendo ileso de cada una de las trampas que le van poniendo.  Los fariseos, con los herodianos, le preguntan sobre el tributo al Cesar; los saduceos, sobre la resurrección, y de nuevo los fariseos, pero ahora solos, y por medio de un delegado, le hacen la pregunta que oímos: «¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»  Una pregunta típicamente farisea, de la gente más religiosa y obsesionada por el cumplimiento de todos los mandamientos; una pregunta muy válida, pues tendría que haber mandatos más importantes y menos importantes: pero una pregunta no hecha con buena intención, con la apertura y disponibilidad del que quiere escuchar sinceramente la enseñanza del maestro.  «Le preguntó para ponerlo a prueba», oímos en la lectura.  La respuesta de Jesús no es original: era la oración que todo israelita piadoso recitaba varias veces al día.  Pero habla de un amor total a Dios: «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente».  Jesús al amor de Dios une el amor al prójimo, como expresión sin la cual el amor a Dios no sería verdadero.