1 Cor 2, 1-5
Cuantas veces nos ha ocurrido que nos encontramos en una situación en la que nos sentimos llamados a comunicar la Buena Noticia del Evangelio, a dar nuestro testimonio, a hablarle de Dios a alguna persona, y en ese momento pensamos: ¿quién soy yo? ¿yo no sé nada? O ¿cómo lo podré convencer?
La palabra de Dios, nos recuerda hoy lo que ya había dicho Jesús: «No se preocupen por lo que van a decir… El Espíritu Santo les inspirará en ese momento lo que habrán de decir».
Debemos tener siempre presente que la fe es un Don de Dios, que nuestra misión es anunciar… proclamar el Evangelio (de viva voz y con testimonio), la conversión por la fe toca al Espíritu Santo. De esta manera, como dice san Pablo: la fe no está fundada ni en nuestra elocuencia, ni en nuestra sabiduría: es obra de Dios en la persona. De manera que nadie se puede vanagloriar.
No apagues el fuego del Espíritu en tu corazón. Habla de Dios a tus amigos y compañeros, no necesitas mucha sabiduría… necesitas solamente, como san Pablo, el fuego del amor de Dios en tu corazón.
Lc 4,23-30
Es muy común preguntar a los niños pequeños: ¿qué quieres ser cuando seas grandes? Y para orgullo de los padres los niños responden: “quiero ser como mi papá”. Si esta misma pregunta se la hiciéramos a Cristo durante su vida oculta en Nazaret, no cabe duda que respondería que Él sería lo que su Padre ha pensado para Él desde siempre. Prueba de ello es la respuesta que dio a su madre angustiada cuando se perdió en el templo: “pero no sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre”, no debería haber motivo de preocupación por mi ausencia.
En nuestra vida como cristianos todos tenemos una misión muy concreta que realizar. Cristo desenrolló las escrituras (porque estaban en forma de pergaminos) y encontró justamente aquello que Dios Padre deseaba de Él. “Anunciar la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.
Todo esto lo cumplió Jesús a lo largo de su vida terrena y aunque algunos se empeñaban en no abrir su corazón a las enseñanzas de Cristo, como es el caso de los escribas y fariseos. A pesar de su obstinada actitud Cristo no desmayó en su esfuerzo por predicarles la ley del amor.
Por ello de la misma forma que Cristo predicaba las enseñanzas de su Padre nosotros también atrevámonos a predicar el evangelio sin temor ni vergüenza. Antes bien pidámosle confianza y valor para que nos haga auténticos defensores de nuestra fe.