Jueves de la XXXII Semana Ordinaria

Sab 7,22-8,1

Después de esta vibrante definición de la Sabiduría divina, pocas cosas tendríamos que decir, y mucho que orar para que sea una realidad en nosotros.

Podemos ver, cómo la Sabiduría con su presencia en nosotros nos hace personas que piensan y actúan de modo diferente, por eso es que continuamente insistimos en que el cristiano, que por el bautismo ha sido inundado de esta Sabiduría divina, debe ser y mostrarse a los demás de una manera distinta. Sus juicios, sus acciones, sus palabras, en fin todo su ser, manifiestan la presencia de Dios y por ello es capaz de llevar su vida y sus asuntos de una manera distinta.

Esta Sabiduría, por ser producto de la gracia, no se adquiere en los libros sino en el trato íntimo con Dios. Es por ello que nos encontramos a lo largo de la historia con personas prácticamente ignorantes, pero que han sido capaces de fundar órdenes religiosas, de conducir a los pueblos, pero sobre todo, de construir en medio de su comunidad el Reino de los cielos.

Dios la da con abundancia a sus amigos, a aquellos que lo frecuentan, que lo toman en cuenta en sus decisiones, que están comprometidos con Él a crear una amistad sólida. Ojalá que el conocer todo lo que la Sabiduría divina hace en nosotros, nos ayude a desearla con todo el corazón, a pedirla y a recibirla con gozo.

Lucas 17, 20-25

El Reino de Dios ya está entre nosotros, aunque no completamente. Está entre nosotros porque Jesús ya ha venido a la tierra y nos ha dejado su presencia. Pero todavía falta algo. Es necesario que el Reino llegue al corazón de cada hombre. Sólo entonces podremos decir que ya ha llegado en toda su plenitud.

Jesús advierte que no se trata de un reino de ejércitos, de emperadores, de palacios, etc. sino que es algo mucho más sutil, menos notorio. Es un gobierno sobre los corazones, cuya ley es la caridad y Cristo es el soberano.

Dejar que Jesús reine en mi alma significa abrirle las puertas para que Él haga lo que quiera conmigo. Y Él sólo entra y se queda a vivir si encuentra un alma limpia, es decir, sin pecado. Un alma en pecado es un lugar inhabitable para Dios. Por eso decimos que hay que vivir en continua lucha con nuestro peor enemigo, que es el pecado, porque sólo él nos aleja de Dios, la meta de nuestra vida.

¡Cómo sería el mundo si todos los hombres viviesen en gracia, en amistad con Dios! ¡Qué diferentes serían las cosas si todos los países adoptaran el mandamiento de la caridad universal como ley suprema! Entonces, sí que podríamos decir que el Reino de los cielos ha llegado a la tierra.  Empecemos por nuestro corazón y por nuestra casa.

Miércoles de la XXXII Semana Ordinaria

Sab 6,1-11

Este pasaje dirigido a los gobernantes, bien lo podemos aplicar a todos aquellos que tienen responsabilidades, ya sea para sus subordinados en las empresas y oficinas, o de manera general para los padres de familia a quienes se les ha encomendado el gobierno de la casa y la educación de los hijos.

Esta lectura debe llevarnos a meditar en cómo estamos usando del «poder», y de los dones que Dios nos ha dado con respecto a aquellos que ha puesto bajo nuestra tutela. Nosotros somos responsables de su crecimiento, no solo económico (para aquellos que tienen responsabilidades como autoridad en las empresas y el gobierno), sino de su vida moral y religiosa.

Si de manera ordinaria todos necesitamos de la Sabiduría divina, aquellos que tienen la responsabilidad de conducir a los demás, la necesitan mucho más. Si todas las decisiones que tomamos con respecto a la educación de los hijos (sobre todo en su vida moral), al gobierno de nuestras casas, a la promoción de nuestros empleados, al bien de la comunidad social (por los políticos y encargados de nuestros gobiernos) fueran hechas a la luz y bajo la guía del Espíritu Santo, el mundo verdaderamente sería la antesala del paraíso.

No habría más hambre, ni injusticia y todos viviríamos en paz y con alegría. Es pues importante que hoy revises si tus decisiones están siendo iluminadas por la Sabiduría de Dios, o si sigues los derroteros del mundo.

Lc 17,11-19

Me parece que una de las cosas que se han ido perdiendo en nuestros días es el valor de la gratitud. Solo piensa ¿cuántas veces al día dices «gracias»?.

Vivimos en un mundo tan mecánico que se nos olvida que detrás de la mayoría de los dones o beneficios que recibimos está alguna persona a la que seguramente le haría mucho bien recibir un «gracias».

No importa que lo que el otro hizo por ti lo haya hecho por obligación. Agradecer ensancha el corazón y nos introduce a la esfera de Dios que, siendo Dios se dio por nosotros.

No dejemos que nuestras prisas, el mecanicismo, la distracción o la soberbia nos ganen. Aprendamos a decir: Gracias. Verás, que de la misma manera que ese «gracias» a Jesús le cambio la vida al samaritano, así será sin lugar a dudas en nosotros si sabemos agradecer, pues todo en esta vida es don que hay que agradecer.

Martes de la XXXII Semana Ordinaria

Sab. 2, 23-3, 9.

Dios nos creó para que fuéramos inmortales. Tenemos la esperanza cierta de llegar a donde ha llegado Cristo, nuestra Cabeza y principio. Él nos invita a tomar nuestra cruz de cada día y a seguirlo, para que donde Él está estemos también nosotros. Vamos de camino hacia la eternidad. Ojalá y no perdamos de vista esta vocación a la que hemos sido llamados.

Imitemos a San Pablo en su lanzarse en la carrera para alcanzar la corona de la victoria de la que, junto con Cristo, somos coherederos. Cierto que seremos blanco de muchas tentaciones, persecuciones y tribulaciones, que hemos de padecer por haber depositado nuestra fe en Cristo.

Sin embargo, no hemos de temer la muerte, pues nuestra vida está en manos de Dios; y si le permanecemos fieles, aun cuando tengamos que pasar por la muerte, no pereceremos como los animales, sino que será nuestra la vida eterna, que Dios ha reservado para quienes le viven fieles.

Lc 17,7-10

Los hombres tendemos a convertir en “heroico” las cosas más ordinarias de nuestro deber. Nos llegamos a considerar “héroes” por llegar puntuales al trabajo o por respetar las señales de tráfico.

Los niños creen que se merecen un premio por cumplir con sus deberes escolares… Sólo estamos haciendo lo que debíamos hacer.

 Jesús habla de este siervo que después de haber trabajado durante toda la jornada, una vez que llega a su casa, en lugar de descansar, debe aún servir a su señor.

Alguno de nosotros aconsejaría a este siervo que vaya a pedir algún consejo al sindicato, para ver cómo hacer con un patrón de este tipo.

Pero Jesús dice: «No, El servicio es total», porque Él ha hecho camino con esta actitud de servicio; Él es el siervo. Él se presenta como el siervo, aquel que ha venido a servir y no a ser servido: así lo dice, claramente.

Y así, el Señor hace sentir a los apóstoles el camino de aquellos que han recibido la fe, aquella fe que hace milagros. Sí, esta fe hará milagros por el camino del servicio.

Un cristiano que recibe el don de la fe en el Bautismo, pero que no lleva adelante este don por el camino del servicio, se convierte en un cristiano sin fuerza, sin fecundidad.

Y al final se convierte en un cristiano para sí mismo, para servirse a sí mismo. De modo que su vida es una vida triste, puesto que tantas cosas grandes del Señor son derrochadas.

El Señor nos dice que el servicio es único, porque no se puede servir a dos patrones: «O a Dios, o a las riquezas». Nosotros podemos alejarnos de esta actitud de servicio, ante todo, por un poco de pereza. Y ésta hace tibio el corazón, la pereza te vuelve cómodo.

La pereza nos aleja del servicio y nos lleva a la comodidad, al egoísmo. Tantos cristianos así son buenos, van a Misa, pero el servicio hasta acá.

Y cuando digo servicio, digo todo: servicio a Dios en la adoración, en la oración, en las alabanzas; servicio al prójimo, cuando debo hacerlo; servicio hasta el final, porque Jesús en esto es fuerte: «Así también vosotros, cuando halláis hecho todo aquello que se os ha sido ordenado, ahora decid somos siervos inútiles». Servicio gratuito, sin pedir nada.

Lunes de la XXXII Semana Ordinaria

Sab 1,1-7

Este libro que veremos no se refiere a la sabiduría humana, la cual está relacionada con la inteligencia, sino al conocimiento interior que es producto de la acción de Dios en el corazón. Por ello el término «Sabiduría», desde la visión del Nuevo Testamento puede referirse a Jesús como la Palabra de Dios, o bien al Espíritu Santo que instruye nuestros corazones con amor.

En estos primeros versículos, aunque dirigidos a los que gobiernan, puede aplicarse a todos: «Busquen al Señor», que es decir busquen su Sabiduría. Uno de los grandes problemas por los que pasa actualmente nuestro mundo, es que éste es dirigido no con la Sabiduría de Dios, sino con la torpe inteligencia humana que la mayoría de las veces busca solo el egoísmo.

Sin embargo, el autor nos dice que «la sabiduría no entra en un alma malvada, ni habita en un cuerpo sometido al pecado». Hermanos, es necesario que purifiquemos nuestro ser, que renunciemos a la maldad, que nos arrepintamos sincera y profundamente de nuestras malas acciones y que con todo corazón abramos nuestro corazón a Dios.

 Deja, pues, que la sabiduría de Dios ilumine y gobierne tu corazón para que puedas experimentar su paz y su dulzura, y para que toda tu vida se convierta en fuente de luz para los demás.

Lc 17,1-6

En esta sección, Lucas ha incluido una serie de enseñanzas de Jesús que bien vale la pena meditar el día de hoy. La primera se refiere a la gran
responsabilidad que tenemos de ser buen ejemplo para los demás, pero de manera especial para los niños y los jóvenes.

En nuestras casas y en nuestros barrios nuestro modo de vivir debe inspirar a los que conviven con nosotros a vivir honesta y sanamente. Jesús es muy severo para prevenirnos el dar mal ejemplo y mucho más en ser nosotros mismo quienes propiciamos la tentación y quizás el pecado para los demás.

La segunda, que ya hemos reflexionado en otras ocasiones en la cual nos invita a tener una apertura siempre misericordiosa para aquellos que nos ofenden. Y termina con la petición de los apóstoles de aumentarles la fe.

Y es que solo con una fe grande, es posible vivir de tal manera que nuestra vida sea modelo para los demás y solo con ella podemos tener la capacidad que nos pide de perdonar siempre. Hagamos nuestra hoy la petición de los apóstoles y digámosle a Jesús desde lo más profundo de nuestro corazón: Aumenta mi fe Señor, para que esta se transforme en caridad y en perdón.

Sábado de la XXXI Semana Ordinaria

Rom. 16, 3-9. 16. 22-27.

Hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte para glorificar el Nombre de Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor. Entre nosotros no puede haber división, pues. si la hubiese, estaríamos siendo un antitestimonio del Evangelio de Cristo que proclamamos.

Aquel distintivo del amor de la primitiva Iglesia, que hacía exclamar admirados a los paganos: Miren cómo se aman, no puede desaparecer o diluirse entre nosotros. Darse un saludo de paz y desear que la Gracia de Nuestro Señor Jesucristo esté con nosotros, no puede ser sólo un deseo distraído hacia los demás, sino que debe hacerse realidad continuamente entre nosotros.

Sólo así manifestaremos que ante Dios no tenemos pecado, porque, por Cristo, hemos pasado de la muerte a la vida y nos amamos como el Señor nos ha amado a nosotros.

Lucas 16, 9-15

Porque Jesucristo “conoce vuestros corazones”, nos advierte de tres peligros muy sutiles que pueden aparecer en la vida espiritual diaria.  “El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho”. La ley del amor, que es la que Cristo ha venido a traer al mundo, es la del amor sin medida. En el amor no hay mucho ni poco, o se ama o no se ama. Puede ser que las consecuencias de un acto hecho sin amor sean pequeñas o grandes pero cuando se ha faltado al amor se ha dejado de amar en ese acto concreto.

Si no sabemos usar correctamente las riquezas injustas y ajenas, es decir, todo lo material que es externo a nosotros y por lo tanto no nos pertenece con totalidad, mucho menos seremos capaces de manejar con corrección las riquezas verdaderas y propias, que son las cosas espirituales que en verdad son propias de cada hombre. Del mismo modo quien no ama a los hombres a quienes ve, no puede decir que ama a Dios a quien no ve; si no somos ordenados y justos con las cosas materiales, que vemos, menos lo seremos en las cosas espirituales, que no se ven.

“No podemos servir a Dios y al dinero”. El dinero representa el humano interés. Nuestro corazón desea hacer el bien, pero ¿lo hacemos para servir a Dios o a nosotros mismos? Cuando nos ocurre una desgracia fácilmente nos preguntamos: “¿por qué a mí?” ¿No será que durante los momentos de tranquilidad hemos sido buenos por inercia, pero no por amor a Dios, de tal manera que cuando su voluntad contradice la nuestra ya no somos generosos?

Viernes de la XXXI Semana Ordinaria

Rom. 15, 14-21.

Nuestra misión consiste en anunciarles a todos los hombres a Cristo, Buena Nueva del Padre. Quien no sólo llegue a conocerle sino que, por la fe, lo acepte en su vida, estará aceptando la salvación que en Él nos ofrece el Padre Dios. El cumplimiento, así, de la misión de la Iglesia, le lleva a que quienes, por su testimonio y por el anuncio del Evangelio, se acercan a Cristo, por medio de Él se conviertan en una ofrenda de suave aroma a Dios.

Digamos, pues, que el anuncio del Evangelio se convierte en una acción litúrgica de la Iglesia. Pareciera que nuestros ambientes familiares, y el de muchos grupos así llamados cristianos, tuviesen ya a Cristo y viviesen un verdadero compromiso de fe con el Señor.

Sin embargo vemos cómo se ha deteriorado la fe en muchas personas, familias y grupos. No importa que otros hayan edificado o puesto ya los cimientos de la fe. Ahí llegaremos también nosotros con nuestra labor evangelizadora, pues la Iglesia, para ser evangelizadora, primero ha de ser evangelizada. Y, probablemente, tengamos que edificar y reedificar sobre antiguas ruinas, hasta lograr que todos, con una vida intachable, se conviertan en una ofrenda agradable a Dios.

Lc 16, 1-8

Administrar los bienes de Dios. El Señor nos ha enriquecido con su Vida y ha derramado abundantemente su Espíritu Santo en nosotros. Tal vez nos ha pasado lo del hijo pródigo, que hemos malgastado los bienes del Señor y nos hemos quedado con las manos vacías.

El Señor nos pide dejar nuestras miradas egoístas y miopes, y abrir nuestros ojos para trabajar colaborando para que el Reino de Dios llegue a quienes se han alejado de Él, o viven hundidos en el pecado y dominados por la maldad.

Pero no sólo hemos de proclamar el Nombre de Dios; también hemos de compartir los bienes que tenemos, con quienes viven en condiciones menos dignas que las nuestras. Cuando anunciamos el Evangelio, o cuando alguien reciba, por medio nuestro, la Vida Divina, o cuando alguien reciba nuestra ayuda en bienes materiales, recordemos que no estamos compartiendo o repartiendo algo nuestro, sino los bienes de Dios que Él puso en nuestras manos, no para acumularlos, sino para socorrer a los necesitados.

Esa es la sagacidad que el Señor espera de nosotros: compartir lo nuestro para hacernos ricos ante Dios; pues quien atesora para sí mismo se empobrece ante Dios y pierde su alma.

Jueves de la XXXI Semana Ordinaria

Rom. 14, 7-12.

¿Por qué miramos la paja en el ojo de nuestro hermano y no vemos la viga que tenemos en el nuestro? Si pertenecemos a Cristo, vivamos entre nosotros como hermanos. No pensemos que los demás son malos y que están condenados porque han depositado su fe en Cristo de modo diferente al nuestro.

Si decimos que estamos vivos para Dios, amemos, sin distinción, como Cristo nos ha amado. Si queremos ganar a alguien para Cristo, lo hemos de hacer desde un corazón que ama, que comprende, que vive la misericordia. Si obramos así, entonces seremos del Señor tanto en esta vida como en la otra.

Ciertamente no podemos cerrar los ojos ante el pecado de los demás; pero esto no puede llevarnos a criticarlos, a juzgarlos, a despreciarlos, ni a condenarlos, sino a trabajar para que también en ellos se manifieste con mayor claridad su dignidad de hijos de Dios. Al final daremos cuenta de nosotros mismos a Dios.

Ojalá y tratando de ayudar a los demás a corregir el rumbo de su vida, nosotros mismos seamos los primeros en hacerlo, no sea que, al final, ellos se salven y nosotros salgamos reprobados.

Lc 15, 1-10

En este capítulo, san Lucas ha recogido quizás las más bellas parábolas que Jesús dijo, pues son las que nos expresan el infinito e incansable amor de Dios por nosotros sus hijos.

Dios nos ama… Tenemos que meternos esta idea no solo en la cabeza sino en el centro de nuestro corazón. Nos ama a pesar de nuestras debilidades y errores… nos ama como somos, aunque busca continuamente que salgamos de nuestra miseria.

No es un Dios que está siempre acusando sino es un Dios que está siempre salvando. ¿De dónde salió la idea de que Dios es un policía? No lo sé! Pero lo que sé es que tenemos que cambiarla pues Jesús nos ha revelado que Dios es un Dios amoroso que se alegra cuando uno de nosotros decide dejar su vida de pecado para iniciar un camino de conversión en su amor. Jesús ha venido por ti y por mí no porque somos buenos sino porque somos pecadores.

Jesucristo, una vez más, nos muestra cuál es la misión para la que se ha encarnado. No vino para ser adorado y servido por los hombres. No vino como un gran rey, como un poderoso emperador,… sino que se hizo hombre como un simple pastor, un pastor nazareno.

Se hizo pastor porque su misión es precisamente ésta: que no se pierda ninguna de sus ovejas. Jesús vino al mundo para redimir al hombre de sus pecados, para que tuviera la posibilidad de la salvación. Nosotros somos estas ovejas de las que habla la parábola, y nuestro Pastor, Jesucristo, irá en busca de cada uno de nosotros si nos desviamos de su camino.

Aunque le desobedezcamos, aunque nos separemos de Él, siempre nos va a dar la oportunidad de volver a su rebaño. ¿Valoro de verdad el sacramento de la Penitencia que hace que Cristo perdone mis faltas, mis ofensas a Él? ¿Me doy cuenta de que es precisamente esto lo que es capaz de provocar más alegría en el cielo? ¿Con cuánta frecuencia acudo a la confesión para pedir perdón por mis pecados?

Miércoles de la XXXI Semana Ordinaria

Rm 13,8-10

Con este pasaje, san Pablo nos hace ver que nuestras acciones son la manifestación de lo que en realidad se encuentra en el fondo de nuestro corazón, por lo que el amor no puede quedar encerrado en un sentimiento, ni en una filosofía, sino en acciones concretas.

Por ello, aun las mismas prohibiciones de la ley son una manifestación del amor de Dios hacía nosotros, pues evitan que el pecado nos destruya, pero al mismo tiempo nos la proponen como la expresión mínima (por ello expresada en forma negativa) de nuestro amor hacia los demás, de manera que el pecado tampoco los destruya.

De aquí que toda nuestra vida debe ser una expresión del amor ya que en la calidad de ésta, es como los demás nos conocen y reconocen como auténticos seguidores de Jesús.

Busca que tu vida diaria refleje este amor por tu prójimo, sobre todo por el más «próximo» que es precisamente el que vive contigo.

Lc 14,25-33

“El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo”. La liturgia de hoy, nos ofrece un pasaje evangélico que constituye una de las columnas del cristianismo. La cruz. Aunque hoy en día se tiende a hablar cada vez menos del dolor y del sufrimiento, no por ello deja de estar presente en nuestras vidas. El dolor en sí mismo es un misterio. Es duro y, humanamente, repugnante. Sin embargo, es transformable. «Nada nos hace tan grandes como un gran dolor». «Los hombres que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir».

No se trata de endulzar la cruz o de convertirla en una carga “light”. Se trata de descubrir su valor cristiano y de darle un sentido. Sí, el auténtico cristianismo es exigente. Jesús, no fue hacia el dolor como quien va hacia un paraíso. Se dedicó a aliviar el dolor en los demás; y el dolor de la pasión lo hizo temblar de miedo, cuando pidió al Padre que le librara de él; pero lo asumió, porque era necesario, porque era la voluntad de su Padre. Así, convirtió el dolor en redención, en fecundidad y en alegría interior.

Quien de verdad quiera ser discípulo de Cristo (eso significa ser cristiano), ha de despojarse de todos sus bienes. Sólo así, seremos dignos de Él y encontraremos la paz y la felicidad que sólo Él puede darnos. Y nadie nos la podrá arrancar.

Revisemos nuestras vidas y veamos cómo podemos transformar y dar sentido a nuestros pequeños dolores cotidianos. Veamos qué nos queda por entregar de todos nuestros bienes y sigamos el ejemplo de Jesús, que desde el Huerto de Getsemaní, se convirtió en el gran profesional de la cruz, fuente de salvación y de realización para todos los hombres.

Cristo murió, es cierto. Pero, lo hizo para resucitar, para devolvernos la vida. Nuestra fe, nuestra religión es la de una Persona viva que, paso a paso, camina a nuestro lado, enseñándonos el mejor modo de vivir.

Martes de la XXXI Semana Ordinaria

Rom. 12, 5-16.

La Iglesia forma un solo Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo. Cada uno tiene su propia función en ella, y hemos de cumplirla por el bien de todos. No podemos convertirnos en miembros inútiles, que sólo se alimentan de la vida divina, pero que se quedan paralizados cuando les corresponde ponerse al servicio de los demás conforme a la Gracia recibida. No todos tienen la misma función, pues unos tienen el don de servicio, otros el de enseñanza, otros el de exhortación, otros el de presidir a la comunidad; y todos el de atender, con alegría a los necesitados.

Cumplir con amor lo que nos corresponde nos lleva a colaborar para que la Iglesia sea un signo vivo, actuante, del amor de Dios en todos los tiempos y lugares. Preocupémonos de ser un signo del amor solidario de Cristo especialmente para los pobres, a quienes hemos de ayudar en sus necesidades. Seamos motivo de bendición para todos, pues Dios no nos hizo maldición, sino signos de su bendición para el mundo. Vivamos unidos por un mismo Espíritu, desterrando de nosotros toda división y rivalidad. Así, viviendo en comunión fraterna por nuestra unión con Cristo y participando del mismo Espíritu, seremos colaboradores eficaces en la construcción del Reino de Dios entre nosotros, conforme a la Gracia recibida.

Lc 14,15-24

Hoy Jesucristo nos presenta la parábola de los invitados que rechazan acudir a la boda. ¿Por qué estas personas rechazan la invitación? Era una gran cena; el que la organizaba seguro que no habrá escatimado nada en su preparación.

Seguramente habría platos exquisitos, y además, siendo un señor de importancia, habría invitado a personas distinguidas de la sociedad de entonces. ¿Por qué se rechaza la invitación? Yo no tengo la respuesta, pero tengo otra pregunta.

Cristo se encarnó. Dios hecho hombre por nosotros. Nos suena “de toda la vida” esta frase, sobre todo repetida en los días de Navidad que se están acercando, pero de tanto repetirla, quizás no caemos en la cuenta de que ahí cometimos la mayor ingratitud que se ha cometido en la historia de la humanidad: “los suyos no le recibieron”. Porque si la gratitud es el reconocimiento por un don que se recibe, para un cristiano la gratitud nace de la fe en Cristo. Y a veces parece que Cristo necesita mendigar para que los hombres acepten el amor que les ofrece, cuando somos nosotros los que deberíamos esforzarnos por mostrarle nuestro amor.

Está en nuestras manos hacer del mundo un inmenso jardín en el que la gratitud no sea una flor exótica, sino que sea la flor de cada hogar, de cada familia, de cada sociedad.

Lunes de la XXXI Semana Ordinaria

Rom. 11, 30-36.

El que diga que no tiene pecado es un mentiroso, pues la Verdad no está en él. A pesar de vivir como enemigos de Dios, Él nos envió a su propio Hijo para reconciliarnos con Él y hacernos, junto con Él, hijos suyos. Quienes nacimos sin pertenencia al pueblo de los Israelitas, pertenecíamos a un pueblo rebelde, pecador y sin esperanza. Pero los judíos, al rechazar a Cristo, entraron también ellos a formar parte de los rebeldes contra Dios.

Todos, judíos y no judíos, hemos recibido una manifestación de la Misericordia Divina, pues, gracias a la obediencia de uno sólo hombre, Cristo Jesús, hemos sido salvados. Todo cae en el plan de Dios, de quien proviene todo, por quien todo ha sido hecho, y hacia el que se orienta todo.

Orientemos hacia Él nuestra vida y no continuemos siendo rebeldes al Señor. Dejemos que su salvación llegue a nosotros y nos haga criaturas nuevas, que manifiesten con sus buenas obras que en verdad hemos aceptado la gracia y la misericordia de Dios en nuestra vida.

Lc 14,12-14

¿Te imaginas invitando a cenar a 100 personas desconocidas? Si alguien hiciese eso hoy en día, lo mínimo que le pasaría es que saldría en las noticias del día siguiente. Lo “propio” es invitar a los amigos íntimos para pasárselo bien. ¿Acaso está mal esto? No, ¡cómo va a estar mal convivir con los amigos!

No es esta la idea que nos quiere transmitir Jesucristo con el Evangelio de hoy. Aunque sea difícil verlo, Cristo nos está invitando en este pasaje a vivir la vida con una “elegancia superior”, con la mirada puesta en el cielo.

Porque quien invita a uno esperando recibir otra invitación sólo piensa en sí mismo, no tiene un horizonte que no vaya más allá de sus propios intereses. ¿Cómo se puede ser dichoso sin esperar una compensación material por lo que hacemos?

Con este pasaje de la Escritura, Jesús nos invita a poner nuestros ojos en tantos y tantos hermanos nuestros que necesitan sobre todo de nuestra comprensión y de nuestra amistad, de ser reconocidos como personas y no solo como objetos.

Nuestro mundo nos empuja a la superficialidad. Todos los días en los cruceros de las calles nos encontramos con niños, jóvenes e incluso adultos que buscan más que nuestro dinero (que a veces puede ser mal usado) nuestra amistad y comprensión.

Hombres y mujeres que para la generalidad de los ciudadanos no son otra cosa que «una molestia». Para el cristiano ellos son los sujetos de nuestro amor de nuestra compasión. No basta sacar una moneda para con ello tranquilizar nuestras conciencias, es necesario, como nos lo dice hoy el evangelio, hacer algo más. Pensemos, según nuestros dones y carismas, ¿qué podríamos hacer en concreto con nuestros hermanos necesitados?