Viernes de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5, 33-39

Esta parábola llena de significado nos presenta por un lado el hecho de que el cristiano, una vez que ha decidido vivir de acuerdo al evangelio no puede ya tener los mismos patrones de vida, pues en muchas ocasiones estos serán incompatibles con el mensaje de Jesús.

La forma de enseñar de Jesús podría parecer desconcertante para sus seguidores, acostumbrados a sus maestros que citan la Ley y buscan el cumplimiento de todo. El modo de hablar de Jesús, que se dirige más al corazón, que utiliza el lenguaje de los sencillos, que retoma los dichos populares y les da nuevo significado va quedando metido en el corazón de los sencillos.

Escribas y fariseos desde el inicio de la predicación de Jesús buscan cuestionarlo y lo hacen con la ley en la mano, con las instituciones y tradiciones que guarda el pueblo celosamente.

La pregunta que nos describe San Lucas es muy especial porque las acusaciones son en torno a la oración y al ayuno. Si en algo se especializa San Lucas es en presentarnos a Jesús como el gran orante que buscan los momentos de silencio, intimidad y soledad para estar con Dios su Padre. Cada paso de Jesús, está precedido por un momento especial de oración. ¿Qué ha fallado entonces para que así lo acusen los escribas?

El ayuno y la oración son importantes para Jesús, pero no para esclavizar sino para dar vida, pero tienen que tener una interioridad y una espiritualidad importante.

Jesús retoma un dicho que quizás ya fuera popular, para sostener su enseñanza: “vino nuevo en odres nuevos”

El Reino de Dios solo puede entrar en un corazón nuevo dispuesto a obedecer a Dios desde lo profundo. Cuando hay una ausencia de Dios y el corazón está seco, no tiene sentido llenarse de ritos y oraciones para suplantar la soledad que sentimos.

La presencia de Jesús como el esposo, retoma una figura largamente querida en el Antiguo Testamento. Jesús es la personificación del amor conyugal que Dios Padre siente por su pueblo. Si verdaderamente se acoge esta palabra de amor dirigida al pueblo, el ayuno y la oración tendrán un sentido muy diferente.

No es la oración para llenar el vacío, es la oración que dialoga con el Amor que se hace presente en nuestro corazón. No es el ayuno para satisfacer el egoísmo y acallar la pasión, es la saciedad gozosa que produce el verdadero alimento que nos hace despreciar las migajas materialistas.

Cristo no está en contra de la oración o del ayuno, Cristo les da el verdadero significado a esa oración y a ese ayuno.

¿Cómo vivimos nosotros esa presencia de Dios en nuestras vidas? ¿Cómo brota la oración en nuestro corazón? Que sea por amor.

Jueves de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5,1-11

El Evangelio de hoy tiene una enorme riqueza en cuanto a lo que Jesús va transmitiendo sobre quién es Él y sobre quiénes son los que le siguen. Aparece un personaje del que siempre aprendemos mucho, Pedro.

La gente se acerca a Jesús para “oír la palabra de Dios”, y él se sienta en la barca de Simón para enseñarles. Jesús es el mesías, el Hijo de Dios, sus palabras traen salvación. E implica a otros en su misión. Esos otros son pescadores, que experimentan la fatiga del trabajo y el fracaso. “Soy un pecador” dirá Pedro, abrumado por lo que va descubriendo de Jesús y lo que implica seguirle, que le supera. Ya lo decía Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia, al hablar de sí como “siervo de los siervos de Dios”.

Hay en todo ello un referente, que aporta mucha luz, incluso cuando la misión nos abruma o parece algo imposible: “Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”. La abundancia fue tal que aún los desconcertó más.  La autoridad de Pedro no está en su propio poder o eficacia, la misión que se les encomienda a los discípulos no depende de su destreza o capacidad. La misión y el seguimiento implican dejarse llevar por la Palabra de Jesús, y poner todo lo que eres a su servicio.

“No temas, desde ahora serás pescador de hombres”. Hay todo un proceso en el seguimiento hasta llegar a ese momento en que verdaderamente dejas todo. Y no es un momento único, es una exigencia siempre renovada de desprendimiento y libertad, de descubrirse “nada” y pecador, y de poner toda la confianza en el Señor.  Eso proceso supone caminar en la fe, descubrir que ese “maestro” que nos fascina con su Palabra, es el “Señor” que nos llama y envía.

Miércoles de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 4, 38-44

Mientras leo y medito el Evangelio de Lucas puedo decir como el endemoniado “Sé quién eres: el santo de Dios”. Un endemoniado es quien vive en contra de sí mismo y en contra de Dios. Se retuerce entre sus pensamientos de dolor y sufrimiento, renuncia a la bondad de Dios y teme por la aniquilación.

En el evangelio de hoy la gente se pregunta sobre los signos de Jesús, sobre su autoridad ante la curación del endemoniado, y en el ambiente había una pregunta latente: “¿qué tiene su palabra?”

Quizás, suene un poco pretensioso responder a esta pregunta, pero la única respuesta que encuentro es que el contenido de su palabra es Dios. Enteramente Dios. Su palabra tiene el dinamismo del creador, su palabra tiene el contenido de la misericordia. Su palabra tiene el poder de sanación. Su palabra tiene el contenido del amor y del perdón. Su palabra reintegra la dignidad a los hombres. Su palabra restituye la dignidad de la adúltera. Su palabra actúa como bálsamo ante el pecado de la traición.

Es curioso el encuentro de Jesús con Pedro una vez resucitado. Jesús pregunta reiteradas veces si le ama. Tan sólo esa pregunta, es una muestra para restituir un corazón apesadumbrado por la traición. Una pregunta que restituyera el amor.

La palabra de Jesús, tiene poder de recreación. Recrea cuanto se ha quebrado. Cuando es mayor el peso de la culpa que la gracia que nos viene de Dios, algo no va bien en nuestra fe. El perdón de Dios no puede dejarnos anclados en la culpa; al contrario, ha de restituir nuestra dignidad, y alzarnos en pie dando gracias a Dios por ello.

Martes de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 4, 31-37

El evangelio vuelve a recordarnos la admiración de las gentes de Cafarnaúm ante el milagro que han contemplado. Jesús está comenzando su ministerio público.

El evangelio de hoy incide en un aspecto fundamental de Jesús: su bondad. El milagro, expulsar un demonio, no debe llevarnos a la discusión de cuál podía ser la enfermedad-posesión de aquel hombre. Lo que nos importa es ver que Jesús, además de hablar del Reino, siempre tiene gestos de cercanía y misericordia con aquellos que sufren el mal en sus vidas.

Una vez más la sanación de ese hombre enfermo significa liberación; devolver la libertad a quien padece una limitación que le impide vivir como desearía. Y ahí está Jesús para volver a poner las cosas en su sitio. Aquí comienza la batalla de Jesús contra el mal.

¿Cómo reacciona la gente? Ante un prodigio como es esta curación, surge en su auditorio el asombro, la admiración. No es para menos. Contemplar la liberación de un hombre, es motivo de alegría para todos. A la alegría, se une la sorpresa, la admiración y el asombro.

¿Qué nos dice a nosotros hoy esta escena de Cafarnaúm? También hemos de admirar a este buen Jesús que enseña y cura. Que trae esperanza a cuantos vivimos envueltos en incertidumbres y desesperanzas. Pero hay un segundo motivo para nosotros y que hemos de sopesar. Somos seguidores suyos y nuestra labor no debe ser otra que continuar su misma labor. Nos corresponde hablar de Él, de su persona, de su divinidad, de sus milagros. También se espera de nosotros “curar” a los necesitados en sus múltiples formas.

Creer en Jesús es continuar su labor. Él habla hoy a través de sus seguidores. Cura por la acción de los que nos decimos sus fieles. Nada debe apartarnos de ese camino. Él nos acompaña y su gracia está con nosotros para apoyar nuestra debilidad. Confiemos en Él y transmitamos con entusiasmo nuestra fe, haciendo el bien como expresión de nuestra creencia.

Martirio de San Juan Bautista

Mc 6, 17-29

Una vez más, el hombre justo y santo, es condenado por un poder corrompido, dominado por los placeres y dado a la buena vida.

San Juan está afeando a Herodes su conducta, pues está conviviendo con la esposa de su hermano. Un caso claro de incesto adúltero que se perdona socialmente al poderoso, incluso se aplaude su adulterio, pero que condena a la lapidación inmisericorde a la mujer o al hombre sorprendido en adulterio, siempre que no sean lo suficientemente poderosos. Es lo más sencillo: mientras cambiar de vida y hacer lo correcto cuesta, matar al mensajero es sencillo, más “barato” que una conversión.

Juan sabe que contrariar al poderoso Herodes puede traerle problemas, pero no puede dejarlo de lado. Es necesario censurar el mal y buscar la conversión del pecador, y esto es lo que hace Juan, y lo que terminará causando su muerte.

Herodes respeta a Juan. Sabe que es un hombre justo y bueno, pero se deja dominar por los deseos de Herodías. La triste historia de una danza, puede que maravillosa, una promesa poco pensada y un juramento, dan lugar a la muerte de Juan.

Con alguna frecuencia asistimos en nuestros tiempos, también en nuestra Iglesia, a condenas de hombres, tal vez proféticos, que nos descubren nuestras contradicciones y a los que, en aras de una seguridad y fidelidad a la “tradición” son condenados al silencio, a la muerte religiosa. Grandes teólogos han sufrido la incomprensión de alguna poderosa autoridad o congregación, y han sido sometidos al silencio, incluso a excomunión. Las prisiones que sufrieron San Juan de la Cruz, los juicios a Santo Tomás de Aquino, a Fray Luis de León, Galileo y a tantos personajes a los que la historia ha terminado dando la razón, nos recuerdan que, por desgracia, muchas Herodías siguen interviniendo en la historia de la Iglesia y muchos Juanes siguen pereciendo. Reconocemos que son hombres y mujeres justos y santos, pero condenamos a la muerte sus ideas.

Sábado de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 25, 14-30

Hoy hemos escuchado la parábola de los talentos.  El talento era una «moneda»,   o más bien, una medida de peso de metales preciosos.  Un talento era casi 35 kilos.  Nuestra traducción pone, en vez de talento, «millón».  Es notable que en el lenguaje popular la palabra «talento»,  por influjo de la parábola, quiere decir hoy «capacidad», «dotes naturales», «habilidad», «aptitud».

¿Cuál debe ser nuestra actitud ante los «talentos» que hemos recibido de Dios?

Primero, reconocerlos.  No es contra la humildad o la modestia pues son dones de Dios, no son propios nuestros.

Segundo, trabajarlos.  Es decir, profundizarlos, desarrollarlos, cultivarlos.

Y tercero, ponerlos a disposición de los demás ya que no son un tesoro para ser enterrado, para que permanezca improductivo, sino para servir de impulso para buscar el mejoramiento y servicio.

Actuemos lo que la Palabra nos ha iluminado con la fuerza del Sacramento en el que vamos a participar.

Viernes de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 25, 1-13

Con esta parábola, Jesús quiere hacernos caer en la cuenta de la necesidad de estar siempre en vela. Estar preparados y en vela ¿para qué? Los hombres de manera espontánea esperamos y deseamos siempre aquello que sea una buena noticia para nosotros, aquello que alegre nuestro corazón. El labrador anhela la lluvia necesaria para que sus campos den frutos, el estudiante desea ardiente la buena toca y no suspender, el enamorado ansía con todas sus fuerzas que la persona de la que está enamorado corresponda a su amor… No hace falta que reciban instrucciones de nadie para vivir estos deseos. Les brota de lo profundo de su corazón.

Si hemos tenido la suerte de que Jesús haya salido a nuestro encuentro y nos haya convencido que nos ama intensamente, que con su luz puede iluminar nuestras tinieblas, que quiere caminar con nosotros si le dejamos… ¿cómo no vamos a desear que venga a nosotros con más intensidad?, ¿cómo no vamos a madrugar cada día ansiando su presencia?, ¿cómo no vamos a estar al pie de la puerta para que cuando llegue le abramos y pueda cenar con nosotros?

Jueves de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 24, 42-51

Seguramente a muchos de nosotros nos ha tocado, en medio del duelo, recoger o recibir las pertenencias de quienes se nos han ido. Hay personas a quienes les gusta guardar, otras cuya tendencia es tirar. En el caso de las primeras, entrar en su habitación es como entrar en un museo de tan lleno que está de historia; de las segundas, a veces nos es difícil encontrar algo con lo que quedarnos de recuerdo. En la mayoría de los casos, pienso, la muerte les pilló, nos pilló desprevenidos. Desde luego, nadie sale de su habitación pensando en que no va a volver a entrar en ella.

Y no es que crea que el Evangelio de hoy nos hable fundamentalmente de la muerte, aunque también, pero es cierto que el hecho de la muerte nos pone de una forma más clara y evidente frente a la verdad de nosotros mismos; nos desnuda de toda prepotencia y orgullo para dejarnos con nuestra vulnerabilidad más viva y llenos de preguntas que tienen que ver con los para qué, con las deudas pendientes, con las esperanzas truncadas y con las que permanecen, con lo que quedó a medias y con lo que aprovechamos; con lo que es irreversible pero también con lo que es todavía posible; con lo que nos hizo sufrir pero también con lo que nos enriqueció; con las relaciones que descuidamos pero también con las que cultivamos.

Por ejemplo, yo a veces me he preguntado: si por lo que fuera, de repente me pasara algo, ¿Cómo encontrarían los otros mi habitación? ¿Qué dicen de mí mis cosas? ¿Qué he ido guardando y guardando y por qué? ¿Estaría igual mi habitación y también mi vida si supiera que hoy era mi último día en esta vida? ¿Qué cuidaría más y a qué daría más valor?

Este “no sabéis qué día vendrá vuestro Señor” y por tanto esta llamada a “estar en vela” es para mí hoy una invitación a soltar, a relativizar, a centrarme en lo esencial, a no perder tiempo ni gastarme en luchas inútiles, a cuidar a la gente, a sonreír y decir palabras amables a los otros más que a vivir enfadada; sobre todo a no perder el tiempo en provocar a mi alrededor más dolor del que ya existe, no añadir sufrimiento sino poner, en la medida del don recibido, algo de la bondad que hemos recibido de parte de Dios.

Dejemos resonar en nuestro corazón esta pregunta ¿Qué significa para mí hoy permanecer en vela, en medio de las situaciones que vivo y en esta etapa de mi vida?

San Bartolomé, Apóstol

Jn 1, 45-51

El evangelio de hoy nos lleva al encuentro personal con Jesús, un encuentro de tú a tú, de amigos, de conocidos, o incluso con desconocidos. Un encuentro que nos hace ser testigos de nuestra fe.

Un encuentro que nos une y nos hace hermanos

Así podemos  ver  cómo fueron los comienzos  de nuestro cristianismo, ese  encuentro  que  vivieron los  apóstoles  con Jesús, que sintieron algo muy especial  al  verle, algo  que les  transformó  el  corazón y  atentos a su llamada  dejaron  todo y se  fueron  con Él.

Hoy es la fiesta del Apóstol San Bartolomé, él nos ayuda a recordar el motivo por el que fue creado el grupo de los Apóstoles. Bartolomé vivió este encuentro con Jesús, ciertamente con muchas dudas, ya que dudó  de si de Nazaret  podría  salir  algo  bueno,  dudó  de Jesús;  por  eso  muchas  veces  el testimonio de otros nos pueden a ayudar a VER, a  disipar  esas  dudas, a llevarnos  con su testimonio a VER  el rostro de Jesús, y creer que él es el Camino que nos lleva  a Dios,  es la VERDAD  que  nos hace  hijos  de Dios y hermanos suyos, y es la VIDA que nos  hace  ser uno con Cristo.

Así como Felipe le dijo a Bartolomé: “VEN Y VERÁS”, así puede ser nuestra primera experiencia en nuestra búsqueda de Dios. Pudo ser otra  persona  quien nos mostró el camino  de nuestra  fe,  nos ayudó a CREER,  a SEGUIR, a CONFIAR, porque  vimos  en ellos  ese  brillo  de Cristo en sus ojos,  sentimos  ese Amor que Cristo nos  da  en  el corazón de los otros, en su forma  de vivir , de transmitir lo que sienten, en  su felicidad. Eso nos transforma y nos ayuda a ser amigos de Jesús.

Los Apóstoles son comparados con las doce puertas de Jerusalén, la Jerusalén celestial, a través de las cuales todos podemos entrar en el mismo corazón de Dios, en el corazón de la iglesia.

Al igual que dentro del grupo de los seguidores de Jesús hay mucha variedad, también dentro de la iglesia sigue habiendo mucha variedad, hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, pobres, campesinos, incluso quienes viven un tanto escépticos pero que aun así forman parte de nuestra iglesia.

Es muy importante que exista esa variedad porque se abre ante nosotros un mar de riqueza, una iglesia llena de vida y así nuestra iglesia y el evangelio será extendido a todas las partes, y la siembra tendrá su fruto.

Quizás también nosotros, como Bartolomé, dudamos de las cosas sencillas que Jesús nos pone en el camino y no somos capaces de ver en la gente humilde y sencilla, en esos a los que nadie quiere, al mismo Cristo que habita en sus corazones, el que murió y resucitó por todos.

Sin embargo somos llamados a escuchar lo bueno que Dios pone en nuestra vida, tenemos que ver la misericordia de Dios en cada situación, en cada momento, aunque creamos que Él no está ahí presente.

Jesús es la llave que nos abre las puertas de la iglesia, nuestra iglesia. A la que todos, no sólo estamos invitados, sino que tenemos la obligación, el derecho y el gozo de hacer una iglesia viva, que tenga las puertas abiertas a todos. Una iglesia que no genere dudas, sino seguridad y PAZ.

Jesús es nuestro camino que nos llama de una manera personal para ir y ver las grandezas de Dios.

Martes de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 23, 23-26

Un episodio más del enfrentamiento entre Jesús y los fariseos. Jesús ve en los representantes cualificados de la religión judía, y sus más estrictos practicantes, como se consideraban los fariseos, los adversarios más frontales a su predicación. Era una religión hipócrita, como la tacha Jesús.

La hipocresía es la actitud de quien convierte la verdad en apariencia, el ser en aparentar. El ser humano se realiza en el interior del hombre, allí está su verdad: en sus sentimientos, en sus intenciones; Las manifestaciones externas, incluso las religiosas, no tienen valor en sí mismas. Han de ser aplicación de ese mundo interior, reflejarlo. Cuando no responden al mundo interior propio, lo escondan, se hacen autónomas, se produce el engaño, lo falso, que, por ser actitud deliberada, es mentira, hipocresía.

Hoy, con el cuidado excesivo de la apariencia, hasta ser esclavos de la imagen que ofrecemos, viene bien esa reiterada tesis de Jesús de que somos lo que somos en nuestro interior, lo que somos por dentro. Es lo que hemos de cuidar: nuestros afectos, los intereses que nos mueven, lo que sentimos hacia Dios y hacia el prójimo. La acción ha de ser la manifestación o realización de ese mudo interior. Entonces seremos, como pide Jesús, sinceros, no hipócritas. Seremos lo que somos, no una apariencia engañosa de nuestro ser.