Sábado de la XXXII Semana Ordinaria

3 Juan 5-8

Hoy hemos escuchado la parte central de la breve tercera carta de san Juan.

La carta va dirigida al «presbítero Gayo», personaje que no conocemos.  Se inicia con saludos y una alabanza al destinatario.  Al final alude a las actitudes contrastantes de unas personas llamadas Diotrefes y Demetrio.

En esa época de las comunidades primitivas, había muchos apóstoles y predicadores itinerantes.  Esto traía como consecuencia, muchas veces, cierta desconfianza y ciertos malos tratos a los advenedizos.  Esto es lo que Juan echa más adelante en cara a Diotrefes: «Ni siquiera recibe a los hermanos: y a los que lo intentan, se lo prohíbe y los arroja de la Iglesia».

Gayo, en cambio, los había apoyado.  Ahora Juan le pide que les dé provisiones para el viaje.

Las recomendaciones del autor nos iluminan sobre nuestras actitudes de ayuda, también económicas, a las misiones y a toda clase de obras buenas.

Lc 18, 1-8

Es muy curioso que normalmente, cuando escuchamos una parábola del Señor, esos deliciosos cuentitos tomados de la experiencia de las personas y cosas que rodeaban a sus oyentes, tengamos que esperar hasta el final para encontrar la enseñanza o aplicación.  Hoy, en cambio, la enseñanza está dada por el evangelista desde el principio: «para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre sin desfallecer», es decir, sin desanimarnos. 

Como se ha hecho notar, la lección esencial de la parábola no es, pues, la perseverancia en la oración, sino la certeza de que será escuchada, tal vez no desde nuestra perspectiva o desde nuestro ángulo de visión, que suele ser estrecho, no desde el valor que nosotros damos a nuestras realidades, por más legítimo y correcto que nos parezca, sino desde la sabiduría infinita de Dios y desde su perfecto amor.

Jesús pone en un extremo de la comparación al juez «que no temía a Dios ni respetaba a los hombres» y que sin embargo, hizo justicia, y en el otro extremo, a Dios, el Padre omnipotente y supremamente amable.

Reescuchemos, como dirigida a nosotros la inquietante pregunta final del Señor: «¿Cuándo venga el Hijo del hombre, creen que encontrará fe sobre la tierra?»

¿Qué le podríamos responder sobre nuestra realidad al Señor?

Viernes de la XXXII Semana Ordinaria

2 Juan 4-9

Hoy oímos un trozo selecto de la 2a. carta de san Juan.

Esta carta aparece dirigida a una señora «Electa» -elegida- por esto muchos creen que más que tratase de una dama concreta, se trata de una comunidad cristiana del Asia Menor.

Después del elogio de Juan de la fe de sus destinatarios, «viven según la verdad», pasa a las recomendaciones de que esa fe se traduzca en obras y, céntricamente, en amor.

Hay una muy antigua tradición que nos cuenta cómo los discípulos del apóstol Juan, ya muy anciano, le reclamaban que repitiera tanto -a ellos les parecía un estribillo de viejo- el mandato del amor, y que él replicó: «cumpliendo este mandato se cumple todo lo demás».

Desde el principio, la comunidad estuvo amenazada por ideas heréticas.  Hoy se hace alusión a los que no aceptan a Cristo como verdadero hombre.  «Estos son el verdadero impostor y anticristo», dice san Juan.  Anticristo quiere decir «el que va contra Cristo» en todo tiempo y de todas las formas posibles, más que un ser propio del último tiempo y protagonista de profecías y películas de terror.

Por últimos, oímos una invitación apremiante a la perseverancia.

Lc 17, 26-37

Continuamos oyendo el discurso de Jesús sobre el juicio, «el día del Hijo del hombre».  Recordemos como le preguntan a Jesús: «¿Cuándo llegará el Reino de Dios?».  No olvidemos que este discurso está dicho en el marco de la «subida a Jerusalén» donde será el término de la misión del Señor.

No hay que olvidar tampoco que el año litúrgico se va acercando a su fin.  Es natural que las enseñanzas de Jesús se orientan hacia un término definitivo.  ¿Cuál tiene que ser nuestra actitud ante ese último día?

Jesús nos presenta la experiencia de tres hechos históricos, dos del pasado, y el tercero, que sucedió cuando fue redactado el Evangelio: El diluvio universal, la destrucción de Sodoma y Gomorra y sus territorios y la destrucción de Jerusalén, todos en la perspectiva del final del tiempo.  La enseñanza es clara, en el contexto de la doctrina del Señor: «estén preparados», «quien intente conservar su vida la perderá; y quien la pierda, la conservará».

Recibamos la Palabra, hagámosla vida con la fuerza del Sacramento.

Jueves de la XXXII Semana Ordinaria

Filemón 7-20

Hoy escuchamos la parte central de la carta a Filemón.

Pablo se dirige a un cristiano a quien él convirtió, a un hombre rico de Colosas.  Pablo aboga en favor de un esclavo de este hombre: Onésimo.  Onésimo significa «útil», por eso Pablo hace un juego de palabras: «el que en otro tiempo te fue inútil  -se había escapado- pero ahora es muy útil para ti y para mí».  Onésimo había buscado refugio junto a Pablo y allí se convirtió a la fe cristiana.

Oímos la forma tan delicada e ingeniosa como Pablo le pide no castigue al prófugo sino que, al contrario, lo reciba como a un hermano.

Pablo dice algo que en su ambiente sonaría como una cosa super-enorme: le pide que lo reciba como a un hermano, pues: «Cuánto más habrá de serlo para ti, no sólo por su calidad de hombre, sino de hermano en Cristo».

Lc 17, 20-25

La pregunta que los fariseos hacen a Jesús: «¿Cuándo llegará el Reino de Dios?», expresa el ansia esperanzadora de Israel; los apóstoles mismos la hacen: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el Reino?»

Esta fórmula expresaba todos los anhelos del pueblo, pero la mayoría esperaba un reino material, de fuerza, de poder, de ejércitos, de revancha de las humillaciones de Israel, de predominio sobre los otros pueblos.

Jesús los decepciona sin duda, al presentarles otras perspectivas: «El Reino de Dios no llega aparatosamente».  No está localizado, el Reino de Dios es ante todo interior: «Ya está entre ustedes».

Jesús presenta en perspectiva el día del cumplimiento del Reino, pero antes hay que trabajar por él, sufrir rechazo y persecuciones.  Habrá muchos que intentarán aparecer como el Mesías que viene; no traerán sino decepción y destrucción.  En nuestros días los hemos visto.

¿Oramos con fe comprometida: «Venga a nosotros tu Reino»?

¿Vamos tratando de que ese Reino sea real en nuestro corazón, en nuestra familia, en toda nuestra comunidad?

Miércoles de la XXXII Semana Ordinaria

Tito 3, 1-7

La lectura de hoy nos presenta una forma concreta de corresponder a la bondad de Dios.

Se nos ha dicho que respetemos al gobierno y a sus funcionarios, que obedezcamos las leyes y que nos dispongamos a aceptar un trabajo honrado.  En otras palabras, no podemos ser buenos católicos solamente en la Misa.

Si pensamos que ser ciudadanos conscientes que cumplen la ley no tiene nada que ver con nuestra religión, estamos en un error.  Tampoco es correcto actuar como si el hecho de ser honrados o tramposos en los negocios nada tuviera que ver con lo que hacemos y decimos en la Misa.

Nuestra vida completa y no sólo nuestras oraciones deben ser una respuesta a lo bueno que ha sido el Señor con nosotros.  Nuestra vida ha de ser un complemento de las alabanzas y agradecimiento que tributamos a Dios en la Misa.

Lc 17, 11-19

Recordemos las connotaciones religiosas y sociales que tenía la lepra en tiempos de Jesús.  Los leprosos eran echados fuera de la comunidad, el hecho de tocarlos era algo que manchaba legalmente.  Por eso los leprosos del evangelio de hoy gritaban desde lejos: «Ten compasión de nosotros».

Jesús les mandó que, según la ley del Levítico, se presentaran a los sacerdotes, para que éstos pudieran dar fe de su curación y los integraran nuevamente a la comunidad cívica y religiosa.

Los leprosos respondieron con fe, y en el camino quedaron curados.  Pero el único que regresó a dar las gracias a Jesús era un samaritano, alguien que no era aceptado ni racial ni religiosamente por los judíos.

Vemos de nuevo cómo la actuación de los que se catalogaban como inferiores y malos fue mejor que la de los que se consideraban buenos por pertenecer a un grupo selecto.

Martes de la XXXII Semana Ordinaria

Tito 2, 1-8. 11-14

Escuchábamos las recomendaciones pastorales que san Pablo hace a su discípulo Tito para la consolidación de las comunidades cristianas en Creta.

Oímos las cualidades que debe tener el apostolado de Tito, dirigido a todos, ancianos y jóvenes, hombres y mujeres.

Deben tener los dos indispensables ingredientes: la teoría y la práctica.

La enseñanza oral debe ser «con lenguaje sano e irreprochable»; pero ante todo son indispensables los signos, el ejemplo: «Cuando enseñes, hazlo con autenticidad», «dales tú mismo buen ejemplo».

Todas estas enseñanzas están dirigidas también a todos nosotros pues cada uno, según su propia vocación, se debe siempre a los demás.  El mejor modo de evangelizar es con el testimonio de vida.

¿Somos conscientes de esta nuestra responsabilidad evangelizadora?

Lc 17, 7-10

Al oír la lectura de hoy tal vez sentimos una molestia muy justa, proveniente de nuestra visión de las relaciones sociales.  Pero Jesús habla a gente de su tiempo y parte de una situación real para llevarnos a una posición de relación con Dios.

Este relato no es pues, como se ha dicho, una lección de buenas maneras sociales.  El Señor pregunta: «¿quién de ustedes?»  Y no parece que alguno lo haya contradicho.  Este relato nos lleva a reflexionar sobre nuestra actitud con Dios.

¿No es verdad que muchas veces le hemos presentado a Dios nuestros méritos para decirle lo que está obligado a hacer por nosotros?

Decía San Agustín que cuando Dios premia nuestros esfuerzos no hace sino coronar sus dones.

Sin Dios nada podemos hacer.

Lunes de la XXXII Semana Ordinaria

Tito 1, 1-9

Esta semana tendremos una verdadera ensalada.  Por tres días oiremos la carta a Tito y luego la de Filemón, y el viernes y el sábado la segunda y tercera cartas de san Juan.

Tito, discípulo muy querido de Pablo -hoy lo oímos cómo lo llama «mi verdadero hijo»- de origen pagano, curiosamente no es citado en los Hechos de los Apóstoles.  El acompaña a Pablo al «Concilio de Jerusalén» (Gál 2, 1), tuvo también una misión especial en Corinto, tal como lo escuchamos, y está ahora en Creta, donde, según la tradición, murió.  A Tito lo celebramos junto con Timoteo el 26 de enero, al día siguiente de la conmemoración de la conversión de san Pablo.

Oímos la finalidad de la misión de Tito: «para que acabaras de organizar lo que faltaba».  Él debía constituir «presbíteros y obispos». 

Escuchamos también acerca de las cualidades que deben adornar a los que servirán a las comunidades y que deberán ser pastores al modo del buen pastor, Cristo.

Lc 17, 1-6

Escuchamos en el evangelio tres enseñanzas diferentes de Jesús.  Los expertos ven en esto una expresión de las colecciones de enseñanzas de Jesús, que se pasarán de boca en boca y pronto se redactarán y que forman la base de los evangelios.  Escándalo es una causa de tropiezo, no sólo material sino también moral o psicológico.  En nuestra traducción litúrgica dice acertadamente «ocasión de pecado».  Jesús habla de responsabilidad comunitaria que todos tenemos, ya que influimos en los demás en el bien y en el mal, y Jesús sale a la defensa de la «gente sencilla»,  la que menos defensa puede tener.

De nuevo aparece el tema céntrico de la caridad; se trata de salvar, de mejorar, incansablemente, sin límites; siete no es simplemente cuatro más tres, es siempre.

La petición de los apóstoles es ejemplo de nuestra oración: «auméntanos la fe».  La fe es un don de Dios, necesita ser acogida, alimentada, practicada, es decir, debe traducirse en la vida.

Recibamos vitalmente la palabra escuchada; con la fuerza que nos da el Señor, en el sacramento hagámosla verdad y vida.

Dedicación de la Basílica de Letrán

Jn 2, 13-22

El Evangelio de esta fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, en el que Jesús irrumpe para echar a los mercaderes del Templo, nos hace ver que el Hijo de Dios está movido por el amor, por el celo de la casa del Señor, que los hombres han convertido en un mercado.

Al entrar en el templo, donde se vendían bueyes, ovejas y palomas, con la presencia de los cambistas, Jesús reconoce que aquel lugar estaba poblado de idólatras, hombres dispuestos a servir al dinero en vez de a Dios. Detrás del dinero siempre está el ídolo –los ídolos son siempre de oro–, y los ídolos esclavizan. Esto nos llama la atención y nos hace pensar en cómo tratamos nuestros templos, nuestras iglesias; si de verdad son casa de Dios, casa de oración, de encuentro con el Señor; si los sacerdotes favorecen eso. O si se parecen a un mercado. Lo sé… algunas veces he visto –no aquí en Roma, sino en otra parte– una lista de precios. ¿Es que los Sacramentos se pagan? “No, es una ofrenda”. Pues si quieren dar una ofrenda –que deben darla–, que la echen en la hucha de las ofrendas, a escondidas, sin que nadie vea cuánto das. También hoy existe ese peligro: “Pero es que debemos mantener la Iglesia”. Sí, sí, sí, es verdad, pero que la mantengan los fieles en la hucha, no con una lista de precios.

Pensemos en ciertas celebraciones de Sacramentos o conmemorativas, donde vas y ves: y no sabes si la casa de Dios es un lugar de culto o un salón social. Algunas celebraciones rozan la mundanidad. Es verdad que las celebraciones deben ser bonitas –hermosas–, pero no mundanas, porque la mundanidad depende del dios dinero. Y es una idolatría. Esto nos hace pensar, y también a nosotros: ¿cómo es nuestro celo por nuestras iglesias, el respeto que tenemos allí, cuando entramos?

También lo vemos en la segunda lectura de hoy (1Cor 3,9c-11.16-17), donde dice que también el corazón de cada uno de nosotros representa un templo: el templo de Dios. Aun siendo conscientes de que todos somos pecadores, cada uno debería interrogar a su corazón para comprobar si es mundano e idólatra. Yo no pregunto cuál es tu pecado, mi pecado. Pregunto si hay dentro de ti un ídolo, si está el señor dinero. Porque cuando está el pecado está el Señor Dios misericordioso que perdona si vas a Él. Pero si está el otro señor –el dios dinero–, eres un idólatra, es decir, un corrupto: no ya un pecador, sino un corrupto. El meollo de la corrupción es precisamente una idolatría: es haber vendido el alma al dios dinero, al dios poder. Es un idólatra.

Viernes de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 3, 17- 4, 1

Pablo había presentado el día de ayer su jerarquía de valores no sólo teórica, y cómo una serie de realidades que un día persiguió y tuvo, ahora las considera «basura»  ante las realidades que considera supremas y definitivas y que sintetiza en Cristo Jesús.

Por esto puede decir, apoyado también en la confianza del cariño comprensivo de los cristianos de Filipos: «sean todos ustedes imitadores míos».

Pablo contrapone la triste realidad de los que no están siguiendo eso ideales, no sabemos quiénes eran ¿malos cristianos, cristianos judaizantes, los paganos con los que convivía la comunidad?  «Enemigos de la cruz de Cristo», «su Dios es su vientre», dice de ellos san Pablo.

Filipos era una colonia romana, sus habitantes miraban a Roma como a su centro y a su ideal.  Así, Pablo les recuerda que hay una Patria suprema: «somos ciudadanos del cielo».  La realización en nosotros de la Pascua de Cristo es la meta anhelada por la que hay que luchar.

Oigamos como dirigidas a nosotros todas las palabras de Pablo, especialmente las últimas: «manténganse fieles al Señor».

Lc 16, 1-8

Hemos escuchado una parábola muy interesante.  No olvidemos que en las parábolas la enseñanza viene sólo al final.

Normalmente los administradores o mayordomos no tenían una paga fija, sino que vivían de lo que se iban «procurando», pero este mayordomo había «malgastado» los bienes del amo.

El amo tuvo que reconocer que el mayordomo había obrado con habilidad, astutamente.

Y ahora viene la enseñanza: los que pertenecen al mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz.

La gente que busca justa o injustamente el arte, la belleza, la fama, el sexo, el dinero, se prepara, trabaja, suda, busca incansablemente, arriesga…

Y nosotros «hijos de la luz», ¿qué hacemos por Cristo, por la comunidad?

Jueves de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 3, 3-8

Aunque la mayoría de los cristianos de Filipos eran de origen pagano, no faltaban los de origen judío, y a todos llegaban ecos de las pugnas de los judaizantes.  Por esto, Pablo despliega hoy ante sus oyentes todas sus credenciales de prestigio judío.  Circuncidado según la ley, cumplidor fiel de la ley, había llevado su religiosidad hasta hacerse perseguidor encarnizado de la comunidad cristiana.  «Pero todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo», dice san Pablo.

Por eso también afirma a los cristianos, «el verdadero pueblo de Israel somos nosotros».

Cristo es el verdadero valor, el Hijo eterno del Padre, hecho uno de nosotros, el donador del Espíritu para gloria del Padre.

Pablo nos dice así cómo toda una serie de valores a los que la mayoría de la gente considera como el fin de la vida, y a los que consagra tiempo, interés y esfuerzo, tienen que ceder ante otros valores que son los decisivos, pero exigen interiorización.

Pablo presenta los valores materiales como «sin valor», «basura», en cambio presenta a Cristo como el bien supremo.

¿Cuál es nuestra jerarquía efectiva de valores en la práctica?

Lc 15, 1-10

Lucas en el capítulo 15 nos narra tres parábolas sobre la misericordia; hoy hemos escuchado dos.  De nuevo nos aparecen dos tipologías opuestas: por una parte la gente más iluminada, más seguidora de la ley, los más religiosos, y por otra, los que tienen mala fama, los que llevan una vida considerada escandalosa: los escribas y los fariseos y los publicanos y pecadores.

La idea que los «buenos» del tiempo de Jesús tenían de Dios no concordaba con lo que Jesús estaba haciendo.  Pensaban en un Dios justiciero y castigador, vengativo.

Jesús está mostrando el verdadero rostro de Dios, rostro de misericordia, de amor.

Todas las parábolas, y más generalmente todas las enseñanzas evangélicas sobre la misericordia de Dios, nos llevan a una doble conclusión muy práctica al mirar nuestros pecados: confiar absolutamente en el perdón amoroso de Dios y buscarlo.

Al mirar las fallas de los demás, tratemos de ser un reflejo de la misericordia siempre salvadora de Dios.

Miércoles de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 2, 12-18

San Pablo, cuando escribió a sus queridos cristianos de Filipos les decía: «Háganlo todo sin quejas ni discusiones, para que sean hijos de Dios, irreprochables, sencillos y sin mancha, en medio de los hombres malos y perversos de este tiempo».  Sin atrevernos a juzgar las culpas personales de nadie, debemos reconocer que vivimos entre gente mala y perversa.  Por dondequiera vemos que se alaba la riqueza y el prestigio, somos testigos de la desintegración del matrimonio y las familias y nos invade la falta de respeto por la santidad de la vida humana.

No debemos permitir que las fuerzas desatadas de la corrupción nos dobleguen.  Recordemos que nuestro Dios es Dios, no el dinero ni el poder ni la satisfacción personal.  Reconozcamos que nuestra consagración a Dios nos llama a vivir sin egoísmo y con toda nuestra generosidad en nuestras relaciones con el prójimo.  Estamos llamados a vivir como hijos de Dios sin ninguna mancha en medio de una clase de hombres malos y perversos.

Lc 14, 25-33

El Evangelio de hoy nos puede sonar bastante extraño.  Es desconcertante escuchar que Jesús diga que sus discípulos deben abandonar a su padre, a su madre, a su esposa e hijos, a sus hermanos y hermanas.  Estas palabras de Jesús reflejan una forma de hablar típicamente hebrea que usa la exageración para recalcar vigorosamente una enseñanza.  Lo que se quiere subrayar es que a nadie puede permitírsele que nos aparte de Jesús, ni aun cuando esta persona nos sea muy cercana.

Creo que podemos entender esta enseñanza de Jesús si recordamos su igualmente vigoroso mandamiento de que debemos amarnos los unos a los otros.  Pero amor no significa condescender con otra persona cuando va de por medio nuestra fe.