Miércoles de la II Semana de Adviento

Mt 11, 28-30

En la sociedad agrícola de la época de Jesús, la terminología propia de la gente del campo tiene su importancia. El “yugo” es el instrumento de madera con el cual se sujetan el par de bueyes o mulas para tirar del arado o del carro. Jesús lo usa como una imagen que evoca la vida misma del hombre con sus afanes y responsabilidades. Porque todo hombre debe soportar una “carga” más o menos pesada y nadie está exento de ella. Por eso, bien visto, el “yugo” que Jesucristo nos ofrece tiene sus ventajas. Quizás no siempre sabemos apreciarlas: pero, ¿por qué no lo buscamos más a menudo?

Con Jesucristo las cargas y responsabilidades de la vida se hacen livianas, o sea, “light”. Vivimos en una sociedad en donde hasta los dulces de Navidad se venden con la etiqueta de “light”. Dicen que lo ligero es mejor, quizás más sano, aunque no siempre. En el caso de nuestra vida cristiana, seríamos un poco necios si no prestáramos atención a esta invitación. Jesús quiere hacernos “liviana” nuestra carga. Y una vez más, si tenemos oídos no podemos dejar de atender: “Vengan a mí… yo les daré descanso (…) porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. No podemos con las cargas de la vida sin Jesucristo, y de esto nos debemos convencer.

“Si conocieras el don de Dios, (…) tú le habrías pedido a Él…”  Algo así, nos podría decir Jesucristo a cada uno cuando conociéndole no acudimos a Él. Porque todos experimentamos el cansancio en la lucha. Todos necesitamos la comprensión y el consuelo de los demás, en la familia, con mi esposo o esposa, con mis hijos y demás familiares y amigos.

Pero aún más necesitamos a Dios, sobre todo cuando nos falta lo anterior. Su acción (si lo dejamos), es tan fuerte, que actúa de bálsamo, de calmante, de medicina, que al mismo tiempo sana y vigoriza. Su presencia relativiza los problemas de cada día que nos pueden quitar la paz. Los coloca en su justo lugar para mirar al futuro con optimismo y esperanza. Sólo Él nos llena de la tranquilidad interior. ¿Acaso no estamos necesitados más que nunca hoy de esa serenidad?

Inmaculada Concepción de María

La fiesta que estamos celebrando hoy es para que todos nos llenemos de alegría y esperanza.  No sólo es la fiesta de una mujer, María de Nazaret, concebida por sus padres ya sin mancha alguna de pecado porque iba a ser la Madre del Mesías.

Hoy es la fiesta también de todos los que nos sentimos de alguna manera representados por ella.

La Virgen, es el inicio de la Iglesia.  Ya desde la primera página de la historia humana, como escuchamos en la primera lectura, cuando los hombres cometieron el primer pecado, Dios tomó la iniciativa y anunció la llegada del Salvador que llevaría a término la victoria sobre el mal.  Y junto a Él ya desde el libro del Génesis aparece «la Mujer», su Madre, asociada de algún modo a esta victoria.

Hoy celebramos con gozo que María fue la primera salvada, la que participó de modo privilegiado de ese nuevo orden de cosas que su Hijo vino a traer a este mundo.  En la primera oración de la misa decíamos: «Preparaste una digna morada a tu Hijo» y en previsión de su muerte, «preservaste a María de toda mancha de pecado».

Pero si estamos celebrando el «Sí» que Dios ha dado a la raza humana en la persona de María, también nos gozamos hoy de cómo Ella, María de Nazaret, cuando le llegó la llamada de Dios, le respondió con un «Sí» decidido.  El «sí» de María, podemos decir que es el «Sí»  de tanto y tantos millones de personas que a lo largo de los siglos han tenido fe en Dios, personas que tal vez no veían claro, que pasaban por dificultades, pero se fiaron de Dios y dijeron como María: «Cúmplase en mí lo que me has dicho».

María, la mujer creyente, la mejor discípula de Jesús, la primera cristiana.  Ella no era una persona importante de su tiempo.  Era una mujer sencilla de pueblo, una muchacha pobre, novia y luego esposa de un humilde trabajador.  Pero Dios se complace en los humildes, y la eligió a Ella como Madre del Mesías.  Y Ella desde su sencillez, supo decir «Sí» a Dios.

Pero a la vez, se puede decir que esta fiesta es también nuestra.   

La Virgen María, en el momento de su elección y de su «Sí» a Dios, fue «imagen y comienzo de la Iglesia».   Cuando Ella aceptó el anuncio del ángel, de parte de Dios, se puede decir que empezó la Iglesia: la humanidad empezó a decir sí a la salvación que Dios ofrecía con la llegada del Mesías.

En María quedó bendecida toda la humanidad: la podemos mirar como modelo de fe y motivo de esperanza y alegría.

Tenemos en María una buena maestra para este Adviento y para la Navidad.  Nosotros queremos prepararnos a acoger bien en nuestras vidas la venida del Salvador.  Ella, María, la Madre, fue la que mejor vivió en sí misma el Adviento y la Navidad y la manifestación de Jesús como el Salvador.

Que nuestras Eucaristía de hoy, sea una entrañable acción de gracia a Dios, porque ha tomado la iniciativa para salvarnos y porque ya lo ha empezado a realizar en la Virgen María.

Lunes de la II Semana de Adviento

Lc 5, 17-26

Celebrar con verdadera fe la Navidad es la enseñanza que podríamos sacar del Evangelio de hoy que narra la curación de un paralítico. La fe infunde valentía y es el camino para tocar el corazón de Jesús. Hemos pedido la fe en el misterio de Dios hecho hombre. La fe también hoy, en el Evangelio, hace ver cómo toca el corazón del Señor. El Señor tantas veces vuelve a la catequesis de la fe, insiste. “Viendo la fe de ellos”, dice el Evangelio. Jesús vio aquella fe, porque hace falta valor para hacer un agujero en el techo y descolgar una camilla con el enfermo…, hace falta valor. ¡Esa gente tenía fe! Sabían que si el enfermo llegaba ante Jesús, sería curado.

Jesús admira la fe en la gente, como en el caso del centurión que pide la curación de su siervo; de la mujer siro-fenicia que intercede por la hija poseída por el demonio o también por la señora que, solo tocando el borde del manto de Jesús, se cura de las pérdidas de sangre que la afligían. Pero también Jesús reprocha a la gente de poca fe, como Pedro que duda. Con la fe todo es posible. Hoy hemos pedido esta gracia: en esta segunda semana de Adviento, prepararnos con fe para celebrar la Navidad. Es verdad que la Navidad –lo sabemos todos– muchas veces se celebra no con tanta fe, se celebra incluso mundanamente o paganamente; pero el Señor nos pide hacerlo con fe y nosotros, en esta semana, debemos pedir esta gracia: poder celebrarla con fe. No es fácil proteger la fe, no es fácil defender la fe: no es fácil.

Es emblemático el episodio de la curación del ciego en el capítulo IX de Juan, su acto de fe ante Jesús al que reconoce como el Mesías. Confiemos a Dios nuestra fe, defendiéndola de las tentaciones del mundo. Nos hará bien hoy, y también mañana, durante la semana, tomar ese capítulo IX de Juan y leer esa historia tan bonita del chico ciego de nacimiento. Y acabar desde nuestro corazón con el acto de fe: “Creo, Señor. Ayuda mi poca fe. Defiende mi fe de la mundanidad, de las supersticiones, de las cosas que no son fe. Defiéndela de reducirla a teorías, sean teologizantes o moralizantes… no. Fe en ti, Señor.

Sábado de la I Semana de Adviento

Isaías 30,19-21.23-26; San Mateo 9,35—10,1.6-8

El pasaje de este día está compuesto de tres párrafos que buscan manifestar la actividad de Jesús y el modo cómo hace presente y actuante el Reino de los Cielos.

Se inicia con un pequeño resumen que nos indica las tres principales actividades de Jesús: enseñar, proclamar el Reino y curar de enfermedades y dolencias. Tres aspectos básicos para quien quiere encontrarse con el Señor: abrir atentamente los oídos y el corazón para escuchar sus enseñanzas; contagiarse del entusiasmo de Jesús para hacer presente y actuante  el Reino en el día de hoy; y dejarse curar: abrir las heridas que llevamos en el corazón y permitir que nos implante un corazón nuevo, un corazón de carne, y dejar a un lado para siempre el corazón de piedra.

El segundo párrafo nos hace penetrar en las razones por las que actúa Jesús: “se compadecía de las multitudes”. “Misericordia”, “Compadecerse”, como lo recordamos muchas veces este año, no es tener lástima a nuestros estilo que solamente ofrecemos una limosna para quitarnos de encima al necesitado.

Compadecerse es poner el corazón junto al que está padeciendo y es lo que ha hecho Jesús: encarnarse para estar cerca del que está sufriendo y tiene dolor. Esto nos da un gran consuelo pues Jesús ha puesto su corazón junto al nuestro y lo puede sanar, pero también nos da una gran enseñanza pues esa misma actitud debemos tener frente al hermano que está sufriendo.

El párrafo final nos expresa una necesidad y una misión. Hay mucha cosecha y pocos trabajadores y por eso escuchamos el mandato de Jesús que envía a sus discípulos a realizar la misma misión que Él está realizando. Y por eso también nos manda a cada uno de nosotros en este mundo que vaga como oveja sin pastor, para que proclamemos su mensaje, para que difundamos sus enseñanzas, pero sobre todo para que también nosotros acerquemos nuestro corazón a los hermanos que sufren.

Es muy clara y muy ambiciosa la tarea: proclamar la cercanía del Reino, es decir, manifestar a todos y cada uno que Dios los ama. Y como fruto de ese amor, curar enfermos, resucitar muertos y expulsar demonios. Acciones todas gratuitas de parte de Dios, acciones todas que también nosotros debemos llevar con alegría y generosidad.

Viernes de la I Semana de Adviento

Mt 9, 27-31

La gente de hoy vive angustiada porque no ha sabido distinguir los límites de su acción. No sabe dejar a Dios actuar. Y esto se debe, principalmente, a una gran falta de fe.

Los textos de este día nos conducen a la luz y el Salmo nos hace exclamar con anhelo y con entusiasmo: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Todos los textos hablan de la necesidad de esa luz y, en el sentido opuesto, de la oscuridad que causa la ceguera. Desde Isaías que en sus anuncios proféticos alienta al pueblo anunciando que “en aquel día se abrirán los ojos de los ciegos y verán sin tinieblas ni oscuridad”, hasta el texto evangélico donde Jesús se deja enternecer por el grito de los dos ciegos que al lado del camino claman: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. Este texto nos sitúa claramente en un contexto de fe.

Para poder ver, para descubrir la luz, se necesita la fe. Cuando el Papa Benedicto preocupado por la oscuridad y el sin sentido de nuestras generaciones, proclamaba un año de la fe, pero de una fe viva, una fe comprometida, una fe explícita, nos proponía: “Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”

Frente a este mundo sin sentido nos propone “La puerta de la fe”, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, y que está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Muy claramente lo descubrimos en el texto evangélico. Jesús nos enseña que no basta pedir, se necesita hacerlo con fe, creer de verdad que Jesús pueda dar luz, salvación y vida.

Que estos días de Adviento nos acerquemos a Jesús, escuchemos su Palabra y la pongamos firmemente en nuestro corazón. 

Jueves de la I Semana de Adviento

Mt 7, 21. 24-27

Al inicio de su vida apostólica Jesús cosecha indudables éxitos. Su fama se extiende por toda Judea y las regiones limítrofes, a medida que las muchedumbres lo siguen, que ven sus milagros y escuchan su predicación. Sabe que seguirlo comportará un grave riesgo personal y una opción radical. No habrá espacio para los oportunistas o para quienes buscan un favor de conveniencia. Aquellos que decían “Señor, Señor…” no podrán mantenerse en pie en los momentos de la prueba.


¿Dónde pones tus seguridades? ¿Qué es lo más importante para ti? Serian algunas de las preguntas que hoy nos hacen estos textos de Adviento.

El profeta Isaías busca convencer al pueblo de Israel de que su única roca segura es el Señor, presentándole la soberbia babilonia reducida a cenizas, anunciando una nueva Jerusalén reconstruida y fortalecida.  Todo esto se logrará si Israel se mantiene fiel al Señor, si vive en justicia y pone su confianza en su libertador.

Igualmente, Jesús nos cuestiona en el pasaje del Evangelio de san Mateo, sobre el cimiento de nuestras seguridades.  El hombre moderno se siente seguro y confiado en tantos ídolos, tantas protecciones y comodidades, que fácilmente se olvida de Dios.  Ansioso por ganar cada día, por vivir mejor, se pierde en el torbellino de las actividades, de la ansiedad por poseer más, de disfrutar más y se olvida de Dios, de los hermanos y de su misma persona. Toda esta actividad frenética ¿tiene un fundamento sólido?, ¿no es basura y hojarasca que se lleva el viento?

Es difícil convencer a quien tiene atado su corazón a las riquezas y placeres que esto no es lo más importante.  No logró convencer el profeta Isaías a los israelitas, a pesar de presentar una nueva ciudad viviendo en la justicia y en el derecho.  No parecen convencernos ahora las palabras de Jesús quien afirma que sólo tendrá seguridad quien vive de su Palabra.  Sin embargo, las consecuencias las estamos viviendo cada día, al olvidarnos que somos hijo de Dios, que vivimos para Él, que todos somos hermanos.

Hemos construido un mundo salvaje, de competencia e injusticia, donde cada quien se hace justicia por su propia mano y cada quien pone las leyes y principios a su gusto.  Así, hemos construido un mundo que se desbarata y nos lanza a la oscuridad y a la inseguridad. Todo cae, cuando la única ley es el dinero y el poder.

Escuchar las palabras de Jesús es construir sobre seguro, es fincar sobre piedra, es buscar el Reino de Dios.

El Adviento nos debe llevar a mirar que no sólo digamos palabras de súplica y oraciones vacías, sino que realmente construyamos sobre las bases sólidas de la Palabra del Señor.

Busquemos en este tiempo silencio y espacios para escuchar la Palabra amorosa de Jesús y después busquemos la ocasión propicia, que siempre llegará, para ponerla en práctica.

Miércoles de la I Semana de Adviento

Mt 15, 29-37

Para los pueblos antiguos, el pan era el elemento nutritivo fundamental; por eso era el símbolo de todo lo necesario para conservar la vida.  Aun ahora, cuando una persona trabaja para mantener a su familia, decimos: “se gana el pan con el sudor de su frente”.

En el evangelio de hoy, Jesús alimenta milagrosamente al pueblo, multiplicando el pan. 

Cada día nos sorprenden las noticias con nuevas cifras de pobres y de hambre que azota a la humanidad.  Cada día también tratamos de olvidar y seguir nuestras vidas como si nada pasara.  Pero también nosotros sentimos la precariedad de nuestras vidas y nos vemos sometidos a la enfermedad, a las necesidades y al hambre.  Cuando el estómago está vacío no es posible pensar, la necesidad apremia.  Quizás por esto los textos bíblicos que nos preparan en este Adviento están llenos de imágenes donde Dios se acuerda de su pueblo y le ofrece un banquete con manjares sustanciosos.

Quizás por eso se nos presenta Jesús multiplicando los panes y saciando el hambre de las multitudes que lo escuchan.  El mensaje se hace concreto no sólo en la imagen de la comida ofrecida a todos los pueblos, reunidos como uno solo, sino en la cercanía y familiaridad con Dios, en la fraternidad y el gozo de encontrarse unidos y juntos los hermanos.

Pero esta fiesta y esta comida es señal del triunfo del Señor que ha quitado el velo de luto que cubre el rostro de los pueblos, el paño que oscurece a las naciones.

Frecuentemente nos preguntamos por el sentido de tantas víctimas de la injusticia, de tantos inocentes caídos y tantos culpables justificados y libres.  Nada tiene sentido y nos hace dudar de la presencia de Dios.  Lo mismo le pasaba al pueblo de Israel, pero se olvidaba de que él fue el primero en alejarse del Señor adoptando ídolos, sustituyendo a Dios por reyes poderosos, conviviendo con la injusticia.

El texto de san Mateo de este día nos hace percibir a Jesús muy cercano a todos los que sufren y a aquella multitud de menesterosos, tullidos, ciegos, sordomudos y enfermos que sienten cercano el consuelo de Jesús y su presencia.

Tiempo de Adviento, es tiempo de cercanía con el dolor, con el hambre y la necesidad, no para dejarla igual, no para mitigarla con las sobras, sino para unirla y presentarla ante Jesús.  Él nos dará nuevas luces para enfrentar unidos y solidarios con todas las víctimas estos dolores, juzgarlos ante sus ojos y darnos nuevas esperanzas.

Adviento es cercanía del Señor con el que sufre y con el que tiene hambre.  Cercanía que tiene que hacerse concreta en nuestro compromiso y nuestra solidaridad.

Martes de la I Semana de Adviento

Lc 10, 21-24

Las lecturas de hoy (Is 11,1-10 y Lc 10,21-24) nos animan a preparar la Navidad procurando construir la paz en la propia alma, en la familia y en el mundo. En las palabras de Isaías hay una promesa de cómo serán los tiempos cuando venga el Señor: el Señor hará la paz y todo estará en paz. Isaías lo describe con imágenes un poco bucólicas pero bonitas: “Habitará el lobo con el cordero, el leopardo se tumbará con el cabrito, el ternero y el león pacerán juntos: un muchacho será su pastor”. Esto significa que Jesús trae una paz capaz de transformar la vida y la historia y por eso es llamado Príncipe de la paz, porque viene a ofrecernos esa paz. El tiempo de Adviento es, pues, un tiempo para prepararnos a esa venida del Príncipe de la paz.

Un tiempo para pacificarse. Se trata de una pacificación ante todo con nosotros mismos, pacificar el alma. Muchas veces no estamos en paz sino con ansiedad, con angustia, sin esperanza. Y la pregunta que nos dirige el Señor es: “¿Cómo está tu alma hoy? ¿Está en paz?”. Si no lo está, pide al Príncipe de la paz que la pacifique para prepararte al encuentro con Él. Estamos acostumbrados a mirar el alma ajena, pero ¡mira la tuya!

Luego, hay que pacificar la casa, la familia. Hay tantas tristezas en las familias, tantas luchas, tantas pequeñas guerras, tanta desunión, y hay que preguntarse si la familia está en paz o en guerra, si uno está contra el otro, si hay puentes o muros que nos separan.

El tercer ámbito es pacificar el mundo donde hay más guerra que paz, hay tanta guerra, tanta desunión, tanto odio, tanto abuso. ¡No hay paz! ¿Qué hago yo para ayudar a la paz en el mundo? “Pero el mundo está demasiado alejado, padre”. Ya, pero ¿qué hago yo para ayudar a la paz en el barrio, en el colegio, en el puesto de trabajo? ¿Busco siempre una excusa  para entrar en guerra, para odiar, para criticar a los demás? ¡Eso es hacer la guerra! ¿Soy manso? ¿Procuro hacer puentes? ¿No condeno? Preguntemos a los niños: “¿Qué haces en la escuela? Cuando hay un compañero que no te gusta, porque es un poco odioso o un poco débil, ¿tú le acosas o haces las paces? ¿Intentas hacer las paces? ¿Perdonas todo?”. Artesanos de paz. Hace falta este tiempo de Adviento, de preparación a la venida del Señor que es el Príncipe de la paz.

La paz siempre avanza, nunca está quieta, es fecunda, comienza por el alma y luego vuelve al alma después de haber hecho todo ese camino de pacificación. Y hacer la paz es como imitar a Dios, cuando quiso hacer las paces con nosotros y nos perdonó, nos envió a su hijo para hacer las paces, para ser el Príncipe de la paz. Alguno puede decir: “Pero, padre, yo no he estudiado cómo se hace la paz, no soy una persona culta, no sé, soy joven, no sé…”. Jesús en el Evangelio nos dice cuál debe ser la actitud: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños”. Tú no has estudiado, no eres sabio… ¡Hazte pequeño, hazte humilde, hazte siervo de los demás! Hazte pequeño y el Señor te dará la capacidad de comprender cómo se hace la paz y la fuerza para hacerla.

La oración de este tiempo de Adviento debe ser la de pacificar, vivir en paz en nuestra alma, en la familia, en el barrio. Y cada vez que veamos que hay posibilidad de una pequeña guerra en casa o en mi corazón o en la escuela o en el trabajo, pararse, y procurar hacer las paces. Nunca herir al otro. Jamás. “Y padre, ¿cómo puedo comenzar para no herir al otro?” –“No hables mal de los demás, no tires el primer cañonazo”. Si todos hiciésemos solo eso –no criticar a los demás–, la paz iría más adelante. Que el Señor nos prepare el corazón para la Navidad del Príncipe de la paz. Pero que nos prepare haciendo de nuestra parte todo lo que podamos para pacificar: pacificar mi corazón, mi alma, pacificar mi familia, la escuela, el barrio, el puesto de trabajo. Hombres y mujeres de paz.

San Andrés

La fiesta de san Andrés nos ofrece una oportunidad para reflexionar en el llamado que el Señor nos hace a cada uno y la misión que nos otorga para cumplirla en nuestro tiempo y en nuestros días.

Como si la Providencia quisiera recordarnos que para un buen final se requiere un buen inicio, nos pone de ejemplo a san Andrés.

Jesús sale al encuentro de quienes serán sus discípulos, los sorprende en sus labores diarias, en sus lugares y preocupaciones, ahí los encuentra y ahí los llama para construir el Reino de Dios.  Así les sucede a Andrés y a su hermano Pedro.

Así también hoy, el Señor, sale al encuentro de cada uno de nosotros.  Solamente tenemos que estar atentos para escucharlo.  Hay muchas voces, hay muchos ruidos, pero su Palabra sigue dirigiéndose a nosotros.

¿Qué miró Andrés para dejar sus redes y seguir a Jesús?  Debió ser impactante.  Pero a veces nos quedamos con ese primer encuentro.  Andrés continuó en el encuentro de cada día y fue poco a poco conociendo a Jesús, viendo cómo actuaba, conociendo sus pensamientos y trató de aprender esa conducta.  Solamente después se convirtió en misionero.

Las lecturas de este día nos invitan a ese encuentro diario con Jesús y a convertirnos en misioneros.

Cuando san Pablo les escribe a los romanos les hace ver que hay necesidad de llevar el Mensaje y que nadie va a creer en el Señor Jesús si no hay quien lo anuncie.  “¿Cómo van a invocar al Señor, si no creen en Él?, y ¿Cómo van a creer en Él si no han oído hablar de Él? Y ¿cómo van a oír hablar de Él sino hay nadie que se lo anuncie? Y ¿cómo va a haber quienes lo anuncien si no son enviados?  Por eso dice la escritura que hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias”

Así san Pablo nos ayuda a unir la fiesta de san Andrés con el Adviento que ya comenzaremos el domingo.  Adviento es espera, buenas noticias y conversión.

El Papa Francisco nos está insistiendo mucho en ese encuentro con Jesús, pues el discípulo es el mensajero que lleva una alegría grande en su corazón y que no puede ocultar.

Hoy, casi al terminar el año litúrgico y disponernos para el tiempo de Adviento, en la fiesta de san Andrés, se despierte en nosotros el deseo de conocer más a Jesús y de anunciarlo con mayor entusiasmo.

¿Alguien se ha enamorado de Jesús viendo tu forma de vivir?

Sábado de la XXXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 21, 34-36

El Evangelio nos indica dos actitudes: estar en vela y orar. La vigilancia es muy oportuna para que cuando llegue el Verbo a nosotros en la carne de un niño, sepamos aceptar y vivir el misterio.

La vigilancia y la oración preparan para el día del juicio.  La vigilancia tiene en el evangelio un profundo significado moral, relacionado casi siempre con el día de la parusía.

El ser humano se adormece fácilmente, como las jóvenes de la parábola de las lámparas.  La oración que Jesús recomienda es una espera, llena de confianza y de amor, del Dios que está por llegar; es la búsqueda de Dios con el pensamiento y con el corazón. 

Esa oración es la presencia de Dios percibida por medio de la fe y llevada a la existencia cotidiana por el reconocimiento de sus derechos, la aceptación de sus planes y una generosa colaboración en ellos.