Hch 16, 1-10; Juan 15, 18-21
Se ha hecho proverbial la sentencia del Señor cuando dice que «el siervo no puede ser superior a su señor».
Y si al Señor («que acaba de lavar los pies a sus discípulos») el mundo le ha odiado hasta llevarle a la cruz por «pasar haciendo el bien», a sus seguidores les sucederá lo mismo.
El mundo que vive tranquilo en su oscuridad, no puede soportar el escozor de la luz que proviene de Cristo-Jesús.
Por eso, cuando el ciego de nacimiento fue iluminado por la fe en Cristo, se le expulsó de la sinagoga porque confesó que Jesús era Hijo de Dios; y cuando los Apóstoles iluminados por la luz del Espíritu en Pentecostés, proclaman a voz en grito el mensaje de salvación, serán perseguidos porque se han salido de las normas del mundo y viven bajo la luz de Dios.
El odio existente en el mundo es la antítesis del amor expresado por el Evangelio de Jesús. El evangelio de hoy nos dice claramente lo que cada día estamos experimentando y ya lo estaba viviendo la comunidad cristiana del evangelista Juan: aquellos que vivan bajo la luz del evangelio sufrirán incomprensión y persecución de los que viven en la oscuridad de los criterios de este mundo.
El evangelio da un gran salto. Un trasvase transcendental, cultural… Pasa por vez primera de Asia a Europa. En el año 49 d.C. Pablo visita la antigua ciudad de Neápolis. Actualmente se llama Kavala. Es una populosa ciudad marinera, que recuerda a cualquiera de nuestras ciudades bañadas por la cultura y el agua del Mediterráneo.
Una pequeña iglesia ortodoxa conmemora el evento. El evangelio se abre paso, traspasa fronteras, naciones, tierra y mar, se hace universal porque el Espíritu Santo no deja de empujar a la Iglesia y porque hay también apóstoles valientes, que se atreven a dar el salto, es decir, que están atentos a escuchar la voz de los más pobres, que hoy como ayer siguen gritando al corazón: «Ven y ayúdanos».
Que no le pongamos puertas al campo de la evangelización. Nosotros somos los portadores de esa buena noticia.