Miércoles de la XXIX Semana Ordinaria

Rm 6,12-18

Tanto en este capítulo como en el siguiente, Pablo nos invita a reflexionar sobre lo que él llama «el misterio de la iniquidad» y que está en relación a la fuerza que opera en nuestro corazón y que nos lleva a hacer lo que no queremos, es decir la fuerza del pecado. En este pasaje lleno de contenido, nos invita a no dejar que nos domine esta fuerza, que no nos domine el pecado, y sobre todo, que no nos haga sus esclavos. Recordemos que el pecado se vale de la tentación para arrastrarnos hacia él.

Es en este momento, cuando debemos retirarnos, cuando debemos hacer consciente nuestra decisión de ser santos y de seguir en fidelidad al Señor. Pablo sabe que no es cosa fácil, y por ello nos invita a ponernos al servicio del Señor, para que él mismo sea quien nos ayude a vencer la tentación.

Es cierto que en nuestra condición fragmentada por el pecado original es fácil que la tentación en un momento determinado nos domine y pequemos, pero lo que debemos evitar, y es el centro del pasaje de hoy, es que el pecado se adueñe de nuestros sentidos y pasiones y nos convierta en sus esclavos. Dios nos ha hecho libres, por Jesucristo, y contamos con la asistencia continua del Espíritu. Por ello no regresemos a una vida de pecado.

Lc 12,39-48

Dios ha puesto en nuestras manos muchos bienes materiales, humanos, espirituales. Nos ha dado la gracia, la vida; nos ha encomendado el cuidado de nuestros amigos y hermanos para que los ayudemos a llegar a la santidad; ha puesto a algunos de nosotros como administradores de bienes y nos ha encargado la promoción de nuestros subordinados.

Todos, cada uno según sus carismas y el llamado propio, hemos sido constituidos en administradores de los bienes del Señor, por ello valdría la pena hoy revisar ¿cómo hemos administrado nuestros bienes materiales? Para quien está casado ¿cómo ha dirigido su casa, la esposa(o) y a los hijos? Para quien tiene responsabilidades con subordinados ¿cómo los ha tratado y ayudado en su promoción integral? No se te olvide lo que hoy dice el Señor que «a quien mucho se le confió, mucho se le exigirá».

Martes de la XXIX Semana Ordinaria

Rm 5,12.15.17-19.20-21

En medio de la abundancia de material que nos proporciona esta carta para nuestra reflexión, centremos nuestra atención en el hecho de la potencia de la gracia, no solo para justificarnos y darnos así la gracia para caminar de acuerdo a la Voluntad de Dios, sino para sanar las heridas que deja el pecado.  San Pablo nos dice en este pasaje, «que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» y con ello nos invita a reflexionar sobre el poder sanante del amor de Dios.

Esto es fundamental para nosotros pues, ¿quién puede decir que no ha pecado? Todos, como el mismo san Pablo ya lo dijo, pero ahí donde el pecado lastima nuestra vida interior, la gracia y el amor de Dios se derraman como un bálsamo que alivia y consuela.

De manera que el sacramento de la Reconciliación, no únicamente perdona nuestros pecados, sino que es el instrumento por medio del cual la misericordia de Dios se vierte en nuestro corazón y lo sana, dando paz y consuelo. Si piensas que en tu vida ha sobreabundado el pecado y que ya no puedes más, acude pronto a la gracia del sacramento del amor de Dios y reconcíliate… experimentarás una paz profunda como nunca.

Lc 12,35-38

El señor llega de improviso, como un ladrón, para ver si ya hemos construido el Reino que se nos ha revelado. Hablar de reino quiere decir hablar de las riquezas que Dios nos ha dado es decir, de la vida, del bautismo, de la participación de la vida divina a través de la gracia. Nosotros no somos dueños de estas riquezas, pero si administradores que las deben hacer fructificar y ampliar.

El señor nos visita en varios momentos de la vida, pero su venida por antonomasia es el encuentro definitivo con Él. El hombre no pude perder la venida del Señor.

Esta venida por tanto, exige vigilar. Reflexionar sobre la venida del Señor no nos debería dar miedo sino que nos debería llevar a confiar más en Él. ¡Cómo cambia el sentido de la vida cuando se ve desde este prisma de la fe y confianza en Cristo!

Pensar en el fin de la vida debe ser, más que una consideración del fin en sí y por sí, una ocasión para aprovechar más inteligentemente el tiempo que se nos queda para vivir, lo poco o mucho que sea. Lo importante es recordar que al final de la vida se nos juzgará del amor. Y sólo vale lo que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos.

Lunes de la XXIX Semana Ordinaria

Rom. 4, 19-25.

Los Israelitas, liberados de la esclavitud en Egipto, sólo vieron cumplida la promesa hecha por Dios a Abraham cuando tomaron posesión de la tierra prometida. Así, quienes mediante la Muerte de Cristo hemos sido liberados de la esclavitud al pecado, sólo vemos plenamente realizada nuestra salvación, nuestra justificación, cuando participamos de la Glorificación de Cristo resucitado. Entonces llega a su plenitud la promesa de justificación, de salvación para nosotros, pues ésta no se realiza sólo al ser perdonados, sino al ser glorificados junto con Cristo, pues precisamente este es el Plan final que Dios tiene sobre la humanidad.

Aceptar en la fe a Jesús haciendo nuestro su Misterio Pascual nos acreditará como Justos ante Dios, el cual nos levantará de la muerte de nuestros pecados y nos hará vivir como criaturas nuevas en su presencia. No perdamos esta oportunidad que hoy nos ofrece el Señor.

Lc 12,13-21

Ante este evangelio nos podríamos preguntar: ¿Es malo entonces el tener riquezas? Y la respuesta es no. Lo que pone o puede poner en peligro nuestra vida de gracia es el acumular. Jesús nos explica hoy que el tener solo por atesorar, empobrece nuestra vida y priva a los demás de los bienes que han sido creados para todos. Decía un santo: «Lo que te sobra, no te pertenece». La belleza de la vida cristiana consiste en adquirir, por medio de la gracia, la capacidad de compartir. Dejar que las cosas, como el aguan entre nuestras manos, corran hacia los demás. Esta es la verdadera libertad que lleva al hombre a experimentar la paz y la alegría perfecta.

San Agustín dijo en una ocasión una frase que viene muy a cuento con este evangelio: “Nos hiciste Señor para Ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti”. Tan inquieto tenemos el corazón que de inmediato busca y se apega a las cosas materiales como se apegan las raíces de una papa a cualquier objeto que la rodee. Debemos agradecer a Dios el que nos haya dado un corazón demasiado grande para poder amar a tantas personas y sobre todo para poder amarle a Él.

No acortemos nuestras capacidades de amar “amando” otras cosas, atesorando riquezas que al final de la vida no nos servirán de nada. Agrandémoslo, amando a Dios que es amar a nuestro prójimo. Este evangelio es una señal en el camino que nos recuerda que sólo vale la pena atesorar riquezas en orden a Dios, es decir por medio de la comunión frecuente, la confesión, la oración, la divulgación del evangelio y la defensa de la fe etc. No vale pues, ese “aprovecha el día” que los antiguos romanos solían decir para disfrutar mejor de la vida sin ninguna responsabilidad que afrontar.

Esta actitud es para gente sin un ideal grande que conquistar y nosotros como cristianos, discípulos de Cristo, contamos con una misión demasiado grande que cumplir, que es la de atesorar riquezas espirituales que al final de la vida nos den la entrada en la vida eterna.

San Lucas

Lc 10, 1-9

Hoy, la liturgia de la Palabra nos presenta los pequeños detalles del día a día de los seguidores de Jesús. Asumir la misión apostólica implica la lucidez implícita a la misión recibida. Tanto Jesús aconseja y orienta en los pequeños detalles como alerta de los desafíos que encontraremos en la misión. Pablo, apóstol incansable del Evangelio, vive y experimenta las dificultades propias de quien vive la fe en Jesucristo.

Pero el Señor me ayudó y me dio salud para anunciar íntegro el mensaje

Esta carta, atribuida a Pablo, tiene un tono íntimo y de confidencialidad. Su destinatario era Timoteo, gran amigo y colaborador de Pablo. Con el último versículo del fragmento de la carta que la liturgia nos presenta hoy, se resume todas las situaciones y adversidades vividas por Pablo. Y a pesar de todo, merecía la pena. El único en quien puede confiar con total certeza es el Señor, pues es Él quien le ayuda y da salud. El motivo por el cual toda su vida y los sufrimientos enfrentados valen la pena es conseguir anunciar de forma íntegra el Evangelio a los gentiles.

Hoy, la primera lectura nos presenta el detalle de las pequeñas cosas que hacen parte del día a día del seguidor de Jesús, entre ellas quien va a un lugar o a otro, quien está con él en la misión, qué materiales necesita y quien podría ayudarle. Y como la vida de fe no es una ilusión, sino una realidad encarnada y concreta. En la confidencialidad del desahogo también comparte quien le trató mal, quienes le abandonan, quienes… Eso sí, resume todo lo compartido afirmando que el Señor le ayudó y fue posible anunciar el mensaje a los que no se habían encontrado con Cristo.

¡Poneos en camino!

Así, con ese ímpetu, envía Jesús a otros setenta y dos, de dos en dos. Aquellos que debían ir delante de Él. Así nos continúa enviando a nosotros, a los lugares a donde Él debe ir. Y nos envía con los mismos consejos y advertencias. Los pequeños detalles del saber llegar y saber salir de un lugar, de aceptar la acogida que se nos ofrece, de cómo debemos comportarnos… Pero también alertando que nos envía en medio de situaciones donde impera el mal, que no siempre seremos acogidos, ni nosotros ni el mensaje que llevamos con la vida y la palabra. Que no nos preocupemos… la paz reposará sobre aquellos que son gente de paz.

Pongámonos en camino, con prontitud y lucidez en medio de las circunstancias en las cuales nos corresponde vivir la fe. El encuentro personal con Jesucristo nos alienta y fortalece. La llamada a participar de esta misión es honesta, pues no promete ninguna realidad utópica ni ideal. La fidelidad se criba en las dificultades.

Dejemos resonar dentro de nosotros: “¡Poneos en camino!”

Viernes de la XXVIII Semana Ordinaria

Rm 4,1-8

A lo largo de este capítulo, san Pablo pondrá como testimonio de la gratuidad de la salvación a los grandes profetas del AT. En él veremos cómo efectivamente es por medio de la fe como nos abrazamos a la obra salvadora de Jesús, pero veremos que precisamente esa fe, fue la que les hizo capaces de vencer todas las dificultades que se presentaron en su camino para finalmente realizar en su vida el proyecto de Dios con lo cual contribuyeron a la obra de la redención.

En otras palabras es la fe la que sostiene y da sentido a todo nuestro trabajo en la construcción del Reino. La fe en los patriarcas y en los profetas, fue el elemento que permitió que se construyera el camino por el cual Dios camina en la vida del pueblo.

También nosotros estamos llamados a ser artífices de esta obra, pues el Reino, aunque inaugurado, aun no llega a su plenitud. Pon al servicio de Dios tus dones y tus talentos y fortalece tu fe con la oración, para que Dios pueda realizar a través de ti su proyecto salvífico en tu familia y en tu comunidad.

Lucas 12, 1-7

Cuando se nos estropea algo en casa (un electrodoméstico, el carro, la computadora…) nos inquietamos y hacemos todo lo posible para buscar una solución: llamamos al técnico para que lo arregle. Luego pagamos una cantidad de dinero, y listo. O si la reparación es muy cara hacemos planes para comprar uno nuevo.

Sin embargo, todas estas cosas no merecen el cuidado que precisa nuestra vida. Porque si dejamos de funcionar, ¿quién nos arregla? Los médicos pueden lograr curaciones asombrosas, pero ninguno sabe resucitar a un muerto.

Cristo nos advierte que debemos temer al pecado, porque ése sí que nos puede llevar donde no queremos.

Muchos santos contemplaban con frecuencia la realidad de la muerte, y se preguntaban: ¿cómo quisiera vivir yo este día si supiera que es el último día de mi vida?

Mientras vivimos, tenemos esperanzas de salvar nuestra alma. Estamos aún en el tiempo para merecer las gracias que obtuvo para nosotros Jesús, en su Pasión y Resurrección. Por eso, siempre hay una oportunidad para rehacer la vida, para levantarse de la caída, pedir perdón en el sacramento y seguir adelante pensando en el final, en el encuentro definitivo con Dios.

Jueves XXVIII Semana Ordinaria

Rom 3, 21-30

Aun cuando todos habíamos sido encerrados en el Pecado y éramos incapaces de que tomase posesión de nosotros la Gloria de Dios a causa de nuestras maldades, Dios quiso manifestar a todos su fuerza salvadora, al ser Él mismo salvador, y salvar a todo el que cree en Jesús. Él se ha convertido en fuente de salvación para toda la humanidad, pues mediante su sangre derramada por nosotros se ha convertido para nosotros en instrumento de perdón. Así, mediante la fe en Cristo se ha abierto el camino que nos conduce a la unión con Dios; y a ese camino no sólo tienen acceso los judíos, sino todos, incluso los paganos.

Basta proclamar con la boca que Jesús es el Señor y creer en el corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos para salvarse. Y eso no está limitado a los judíos, sino abierto a todo hombre de buena voluntad que, respondiendo al llamado de Dios, crea en Cristo Jesús y se deje justificar por Él. Por eso no queramos limitar la salvación anunciándola a unos cuantos; no queramos salvar sólo a quienes consideramos buenos, sino que, como verdaderos apóstoles del Señor, esforcémonos continuamente en trabajar para que, especialmente los pecadores y quienes viven como si Dios no existiera, reciban la Luz, la Gracia, la Vida, el Perdón y la Salvación que Dios nos ha ofrecido a todos en Cristo Jesús.

Lc 11, 47-54

La hipocresía es aborrecida por Dios; porque no hay nada peor en el alma de un creyente que este terrible pecado. Dios aborrece al que no es sincero y quiere aparentar lo que no es en la realidad.  Dios sigue mandando al mundo de hoy los profetas que predican la verdad, pero de nuevo el hombre vuelve la vista y hace oídos sordos a la verdad. De nuevo volvemos a matar la verdad que Dios sigue proclamando.

El Santo Padre, el Papa, es el profeta que Dios ha elegido para este siglo lleno de crisis espirituales; lo ha elegido para que todos los miembros de su Iglesia encuentren siempre la verdad que salva.

Mi fe en Cristo no puede estar separada de mi fe en la Iglesia y mi fe en el Papa; y de aquí ha de brotar mi certeza de que en todo momento he de defender al Papa y sus enseñanzas.

¿No seremos nosotros, tal vez, los que estamos matando a nuestros propios profetas? Porque con frecuencia se escuchan palabras de disconformidad y rechazo hacia quien ha recibido de Cristo la misión de guiar a la Iglesia.

El Papa es esa voz que hoy defiende la verdad ante los atropellos y las injusticias. Y esa verdad es siempre la misma, no cambia con los años.

De la mano de María siempre estaremos seguros de ir por el buen camino, por el camino de la verdad de Cristo y de su Iglesia, que es la misma verdad.

Miércoles de la XXVIII Semana Ordinaria

Rm 2,1-11

Uno de los elementos que valdría la pena subrayar en nuestra reflexión es el hecho de que para Dios no hay «favoritismo».

Esto porque algunos de nuestros hermanos, los cuales por desgracia no son asiduos a la oración, ni frecuentan la Eucaristía dominical, y se concretan a la vida exterior: bautizar a los hijos, la primera comunión, etc. pero que creen que por el hecho de ser bautizados ya aseguraron un lugar en el cielo; o por otro lado aquellos, que de modo contrario, no pierden una misa, se confiesan, etc., pero llevan una vida personal y familiar desordenada y piensan que por el hecho de sus prácticas religiosas van alcanzar el premio eterno.

Desde los profetas, como Amós, Oseas, Isaías, hasta Jesús y Pablo, todos condenan fuertemente la doble postura de quien se acerca a Dios pero comete injusticias contra los demás; o bien de quien condena a los demás por las malas acciones, las mismas de las cuales fácilmente él se disculpa.

San Pablo en su carta a los Romanos dice claramente: “No tienes disculpa tú, quienquiera que seas, que te constituyes en juez de los demás, pues al condenarlos, te condenas a ti mismo, ya que tú haces las mismas cosas que condenas”. Es muy fácil condenar y criticar a los demás, es más difícil objetivamente juzgarnos y valorarnos a nosotros mismos.

Lc 11,42-46

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor. Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor.

Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar
el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar. Peor aun cuando nosotros mismos nos convertimos en los legisladores para hacer una ley a nuestra medida y necesidades, pues esto lejos de conducirnos a la meta que es Dios, nos aleja de Él y nos confina a la oscuridad, a la ignorancia, a la angustia.

San Lucas también hoy nos presenta estos “ayes” o condenas que hace Jesús tanto de los fariseos como de los doctores de la ley. La reprobación de Jesús no es contra los que pagan diezmos, sino en contra de los que, fijándose en estas pequeñeces, se olvidan de la justicia y del amor de Dios.

La condenación de Jesús es muy fuerte hasta llamarlos “sepulcros”, o reprenderlos porque buscan ocupar los lugares de honor en las sinagogas y recibir las reverencias en las plazas. A los doctores de la ley les aplica la misma sentencia de San Pablo: “agobiáis a la gente con cargas insoportables, pero vosotros no las tocáis ni con la punta del dedo”.

A veces nos imaginamos a los fariseos y a los doctores de la ley como personas malvadas y dignas de reprobación, pero ellos eran considerados los maestros y quienes mejor conocían y cumplían la ley.

Me temo que a muchos de nosotros Cristo hoy nos tendría que aplicar estas mismas condenas y reprobaciones. Con frecuencia condenamos de lo mismo que estamos padeciendo nosotros. Y, si bien realizamos actividades que están a la vista de todos, que nos producen reconocimiento, estamos cometiendo injusticias y rechazando a los hermanos.

¿Qué nos dice Jesús hoy a nosotros? ¿Qué condena de nuestra vida?

Martes de la XXVIII Semana Ordinaria

Rom 1,16-25

En estos pocos versículos hay tal cantidad de material de reflexión que sería imposible agotarlos en unas cuantas líneas, por eso centremos nuestra meditación en el hecho de cómo Dios ha puesto en el alma de todos los hombres el conocimiento necesario sobre Él de manera que todos, absolutamente todos lo puedan conocer y amar. Esto es lo que nosotros llamamos «conciencia» y es por ello el elemento rector de la vida moral y religiosa del hombre.

En ella Dios gravó lo que es bueno y lo que es malo, de manera que no podemos engañarnos interiormente, pues aunque podamos engañar a la gente, a Dios, que ve nuestra conciencia, no. Ahora bien la conciencia se va formado o deformando y esto es lo que hace que muchos actuemos de modo inconveniente pues hemos sido mal formados en nuestra conciencia.

Es necesario, como lo dirá más adelante san Pablo, que nuestra conciencia sea iluminada por la luz del evangelio, para que así todo nuestro actuar sea de acuerdo a Dios.

Cuando el hombre oscurece su conciencia, es víctima, como termina diciendo hoy san Pablo, de toda clase de calamidades, que siempre van en perjuicio nuestro y de nuestra comunidad. Iluminemos nuestra vida con la luz de Dios y no permitamos que los niños deformen su conciencia para que puedan ser siempre felices en el amor de Dios.

Lc 11,37-41

Hoy en día, como en el tiempo de Jesús, se le da mucha importancia a la «exterioridad».

Es muy interesante la actitud que Jesús adopta ante los fariseos.  Acepta las invitaciones a comer, pero no se deja atrapar por sus redes de hipocresía; puede estar muy cerca de ellos y compartir con ellos todo lo que le ofrecen, y hacerlo sinceramente, pero al mismo tiempo sentirse plenamente libre para manifestar sus convicciones.

Sentarse a la mesa sin lavarse las manos, quizás a nosotros se nos ocurriría que sería falta de higiene, pero los fariseos van mucho más allá.  No se trata de que las manos estén sucias, sino que las consideran impuras.  Pero, ¿cómo está el corazón?, esto no les preocupa.

A nosotros, nos sucede con mucha frecuencia lo mismo.  Somos capaces de detectar las más pequeñas minucias y tragarnos limpiamente los más grandes problemas como si no hubiera pasado nada.  Hipocresía, palabra que suena dura y que todos rechazamos, pero es la actitud que asumimos constantemente en nuestras relaciones. 

No se trata de ser cínico e ir por el mundo lanzando insultos y ofensas en aras de una supuesta sinceridad.  No. La hipocresía no está reñida con el cinismo, sino con la verdad y la honestidad.

Podemos equivocarnos, es cierto, pero una cosa es una equivocación, que a cualquiera nos pasa, y otra es llevar una vida doble: exigir una cosa y vivir otra; decir que estamos luchando por unos ideales y en realidad estar persiguiendo nuestros propios propósitos.

Desgraciadamente en muchos ámbitos sociales, políticos y también religiosos, nos importa más lo que dicen y opinan los demás, el quedar bien, aparentar, pero finalmente estar engañando.

La imagen de la limpieza del vaso es más que elocuente, se limpia el exterior pero el interior está lleno de robos y maldad.  La solución que Cristo propone va mucho más allá de lo que la apariencia sugiere.  No propone la limosna que acalla y tranquiliza la conciencia, sino una verdadera participación de nuestros bienes y de nuestras personas en favor de los necesitados. 

Sólo cuando se tiene el corazón libre se es capaz de dar nuestro tiempo, nuestra persona, nuestras posesiones a favor de nuestros hermanos.  Entonces la religiosidad tiene un sentido.  Se puede ofrecer el sacrificio porque estamos siendo coherentes con la ofrenda que presentamos y con la vida que vivimos.

¿Nos llamará Cristo también a nosotros hipócritas?  ¿Qué tendremos que cambiar?

Lunes XXVIII Semana Ordinaria

Rm 1,1-7

El comienzo vibrante de esta carta nos hace pensar por un lado en la vocación universal que como cristianos tenemos de anunciar el evangelio y también en el profundo conocimiento que revela san Pablo sobre las Escrituras para presentar de manera contundente la salvación.

Es importante, pues, tomar conciencia de que todavía a nuestro alrededor hay muchos hermanos y hermanas que no conocen, o que no conocen lo suficiente de Jesús y de su evangelio, como para amarlo y para buscar vivir la vida conforme al Espíritu. Por ello, en necesario, por un lado que continuemos preparándonos en el conocimiento de Dios tanto a nivel intelectual como espiritual, y por otro, que continuamente busquemos la manera de hacer conocer eso que nosotros vivimos y amamos.

Recordemos, finalmente que todo esto no tiene otro objetivo que el llevarnos a todos a la santidad, que no es otra cosa que la vivencia del amor de Dios por la acción del Espíritu Santo. Recuerda que en este proyecto, Dios cuenta contigo.

Lucas 11, 29-32

Ya lo repetiría Cristo con otras palabras, pero en sentido positivo: “Dichosos los que creen sin haber visto.” Lo que este Evangelio pretende no es reprocharnos, sino recordarnos que ya tenemos la señal que esperamos y necesitamos. No hace falta buscar ni pedir más señales. Hay una que basta. “Más que Jonás… más que Salomón”. Hoy se nos hace la invitación a descubrir esta señal. Es la misma de hace 20 siglos: la que muchos no quisieron ver, pero también la que bastó para que muchos creyeran.

Cuando un avión va a aterrizar, el piloto observa muchas luces que le guían, pero todas pretenden indicarle dónde está la pista. Así, todos los signos que hoy tenemos nos señalan a Cristo. ¡Aprendamos a “leerlos” adecuadamente! Nos habla de Cristo la Eucaristía, pues es Cristo mismo. Nos hablan de Cristo los buenos ejemplos que observamos en los demás… ¡Todo nos lleva a Cristo si nosotros lo buscamos! Este es el camino de la fe: avanzar por la vida sin milagros, sin certezas humanas absolutas. Vivir la fe en lo más cotidiano.

¡Qué adjetivo pondrá Cristo a nuestra generación si nos distinguimos no por pedir señales extraordinarias, sino por ser nosotros mismos signos de Dios, que ayuden a los demás a llegar a Él!

Sábado de la XXVII Semana Ordinaria

Joel 4, 14-21.

Dios convoca a juicio a las naciones, que son comparadas con las uvas que se echan al lagar para ser pisadas, pues el Señor las triturará a causa de sus maldades, y a causa de haberse levantado en contra de su Pueblo Santo; en cambio, a los suyos, el Señor los protege y les manifiesta su amor liberándolos del mal y haciendo que la salvación brotará como un río desde el templo del Señor en Jerusalén para todo el mundo.

Así el Pueblo de Dios sabrá cuánto lo ama el Señor que hizo Alianza con sus antiguos Padres, y que es fiel a la misma con los hijos de los patriarcas. Dios nos ama y por medio de su Hijo hecho uno de nosotros nos libra de la mano de aquella serpiente antigua, o Satanás, que hizo estragos en el corazón de los hombres. Dios se levanta así para aplastar la cabeza del maligno y librarnos de sus manos, para que libres de nuestra esclavitud a él vivamos, ahora, como hijos de Dios y trabajando para que la salvación del Señor llegue a todo el mundo. Así nos manifiesta el Señor cuánto nos ama en verdad. Por eso vivamos ya no como siervos del pecado, sino como hijos de Dios.

Lucas 11, 27-28

“Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan”. Y es que Jesús nos dirá lo mismo durante la última cena: “Si guardan mis mandamientos permanecerán en mi amor”. El Evangelio de hoy toca una de las fibras más sensibles del ser humano: su voluntad. ¡Cuántos buenos propósitos, cuántas buenas intenciones, cuántos deseos de conversión… y, qué pocas realizaciones!

Decir, hablar y prometer, cuesta poco. Es el paso del dicho al hecho, lo que marca la diferencia entre un hombre auténtico y otro de carnaval. Obras son amores y no sólo buenas razones.

Jesús, al ofrecernos este pasaje de su vida, tiene presentes nuestras miserias y limitaciones. Con ello, no quiere decir que hemos de ser perfectos de la noche a la mañana: “Nadie es bueno sino sólo Dios”. El Evangelio habla de los que oyen y guardan la palabra de Dios. Estas dos acciones, implican interés, esfuerzo y generosidad por parte nuestra. Habrá caídas, habrá dificultades y fracasos. Pero no estamos solos. Jesús subió a la cruz para enseñarnos el camino, para demostrarnos que es posible escuchar y poner por obra la palabra de Dios. Cristiano no es un nombre, ni una etiqueta de almacén. Cristiano significa discípulo de Cristo, imitador del Maestro.

Ojalá que este texto de San Lucas sea un llamado a la coherencia de vida y una invitación a poner por obra nuestra fe. La fe sin obras es una fe muerta y, la mayor de todas las obras es la caridad.