Miércoles de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 13, 22-30

Los humanos siempre nos estamos preocupando por cosas secundarias. La pregunta que le hacen al Señor, nos puede parecer muy interesante: ¿Es verdad que son pocos los que se salvan? Quizás también nosotros estemos interesados en saber el número de los que entran en el Reino de Dios.

Los hermanos protestantes con frecuencia aducen cifras donde sólo caben ellos y descartan a todos los que no son de su congregación. Con tan sólo pertenecer a su grupo, ofrecen la vida eterna, pero Jesús va mucho más allá. No responde números, como si estuviéramos buscando un promedio para no salir reprobados. Cristo pide y exige coherencia en la vida.

A veces damos la impresión de ser cristianos esperando la última tablita que nos alcance la salvación, cuando toda nuestra vida hemos vivido alejados del Señor. No basta hablar, no basta estar cerca, no basta ponerse vestidos, hay que vivir conforme al evangelio. No se trata de hacer lo mínimo, se trata de una entrega completa. No se trata sólo de decir “Señor, Señor,” sino de responder con fidelidad al Señor y a su proyecto.

Quizás nos hemos detenido muchas veces en buscar elementos que nos aseguren una salvación, pero nos hemos olvidado de lo que es más importante del Evangelio: participar del plan de Salvación que Dios ofrece a todos los hombres.

Más que preguntarnos cuántos se salvan, deberíamos preguntarnos qué estamos haciendo nosotros para que este sueño de Jesús alcance a todos los hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones. No es que vayamos a conquistar a otros, es que queremos hacerles partícipes de la riqueza y de la alegría que nos ha dado el Señor Jesús al habitar en medio de nosotros.

Las palabras de Jesús son muy claras: “Todos vosotros que hacéis el mal no podréis participar del Reino de los Cielos” Que no merezcamos esta condena de Jesús, sino que escuchemos sus palabras. “Venid, benditos de mi Padre”.

Jesús exhorta a sus interlocutores para que se esfuercen en tomar conciencia de las exigencias que implica seguirlo: capacidad de transformar la vida mediante el arrepentimiento y la reconciliación, total fidelidad a Él y a su proyecto, y optar por la puerta estrecha, por el camino de la salvación del ser humano. No basta realmente beber y comer ocasionalmente con Jesús; hay que compartir su vida y destino, cuyo símbolo es la comunión de la mesa con los humildes y sencillos.

Martes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13,18-21

Hay momentos en que a quienes están trabajando por el Reino les llegan aires de duda y preocupación al contemplar un mundo que vive y lucha muy lejos de los valores del Reino de Jesús. Se tiene la sensación de que es muy poco lo que se puede hacer y el estar luchando siempre contra corriente puede cansar.

El mundo con sus grandes maquinarias, con su consumismo, con el despilfarro, con sus propuestas hedonistas y sus actitudes conquistadoras, parece ahogar la propuesta del Reino. No son pocos los que dicen: “¿para qué seguir luchando si el mal parece triunfar?” Para todos ellos y para nosotros que tenemos la tentación de la duda y el cansancio parece pronunciar estas dos pequeñas parábolas Jesús: una semilla de mostaza que se llega a convertir en un arbusto grande donde los pájaros anidan; una pequeña levadura que mezclada con tres medidas de harina termina por fermentar toda la masa.

Si leemos desde nuestra realidad estas dos parábolas, serán ya una lección de humildad y de esperanza. Jesús insiste no en la cantidad, sino en una calidad que hace crecer y fermentar. Pero la condición es que se trate verdaderamente de una semilla evangélica, de un fermento evangélico. No nos habla de las grandes organizaciones, ni del poder o de la fuerza, sino de lo pequeño vivido a plenitud que lleva a fermentar toda la masa.

La semilla y la levadura trabajan en la oscuridad, en lo desconocido, pero siempre trabajan. Así los cristianos deben siempre trabajar, deshacerse por el Reino, no importando los reconocimientos ni los premios, no importando el ruido ni los estruendos. El bien no hace ruido, pero trabaja y produce felicidad.

El reino es esa diminuta semilla que Dios ha sembrado en el corazón y que permite al ser humano alzarse por encima de sus mezquindades y egoísmos; y que supera los condicionamientos sociales y culturales que pueden reducirlo a lo peor de sí mismo. El reino es esa semilla que tiene el poder de transformar nuestras vidas, anónimas y alienadas, en experiencias de amor y alegría. Que tu trabajo, callado y escondido de este día, tenga ese sabor de Reino, de esperanza y de amor.

Lunes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13,10-17

Siempre me he preguntado si la caridad tiene un tiempo para realizarse. Más bien me parece, como nos lo muestra Jesús, que todo momento y toda circunstancia es apropiada para hacer la caridad… es más, que la caridad está incluso por encima de la ley, sobre todo cuando ésta es usada para beneficio personal.

Pensemos ¿cuántas oportunidades tenemos diariamente de hacer caridad, de hacer un favor y preferimos nuestra comodidad, la cual disfrazamos con «el lugar» o el «tiempo» (no es el lugar o no es tiempo)?

O ¿cuántas veces nos escudamos tras reglamentos (principalmente en nuestros centros de trabajo y en las organizaciones a las que pertenecemos) para no ayudar a quien verdaderamente está necesitado?

Se nos olvida con frecuencia que ninguna ley puede condicionar la ayuda al prójimo. Por ello, dejemos que la caridad se convierta más que un lugar o tiempo, o en un reglamento, en un estilo de vida.

Sábado de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 13, 1-9

Hoy Cristo desenmascara una preocupación presente en muchos hombres de nuestro tiempo. Y es la preocupación de pensar que los sufrimientos de la vida tienen que ver con la amistad o enemistad con Dios. Cuando todo va bien y no hay grandes angustias o desconsuelos creemos que estamos en paz y amistad con Dios. Y puede ser que realmente no suframos grandes ahogos y a la vez estemos con Dios pero Cristo nos muestra que no es así la forma de verlo.

¿Acaso los miles de personas que murieron en el atentado de Nueva York padecieron de esa forma porque eran más pecadores que nosotros? Por supuesto que no, pues Dios no es un legislador injusto que castiga a quienes pecan. Mejor es preocuparnos por nuestra propia conversión y dejar de juzgar a los demás por lo que les pasa en la vida.

Que si este vecino se fue a la banca rota su negocio porque no daba limosna o el otro se le dividió la familia porque no iba a misa o el de más allá se le murió un hijo porque decía blasfemias.

Dejemos de calcular cómo están los demás ante Dios e interesémonos más por nuestra propia conversión. Los acontecimientos dolorosos de la vida no son la clave para ver la relación de Dios con nuestro prójimo.

Dios puede permitir una gran cantidad de sufrimientos en una familia para hacerles crecer en la fe y confianza con Él, pero no por eso quiere decir que Dios está contra ellos. Por ello, dirijamos hacia Dios nuestra vida y preocupémonos más por nuestra propia conversión.

Viernes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,54-59

Es increíble hasta dónde puede llegar la ceguera del hombre. Para la gente que vivió en el tiempo de Jesús no eran suficientes todos los signos… los
milagros, las cientos de curaciones que hizo, etc.

Jesús se refería a los hombres de su tiempo y hace un fuerte reclamo porque no han podido descubrir detrás de todas sus obras la presencia de Dios.  Pero Jesús también se refiere a nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, que no somos capaces de percibir su presencia en medio de nosotros porque no valoramos los acontecimientos y porque seguimos viviendo en la indiferencia.

Cada día hay nuevos acontecimientos y cada acontecimiento nos debe llevar a la pregunta fundamental: ¿Qué piensa Jesús de este suceso? ¿Cómo actuaría en estas circunstancias? ¿Qué me está diciendo a mí personalmente?

Así como hemos perdido la capacidad de distinguir los tiempos y los vientos y nos atenemos a las predicciones de los periódicos y de los telediarios, parece que hemos perdido la capacidad de juzgar los acontecimientos que realmente importan y continuamos sumergidos en la rutina diaria de nuestras preocupaciones mezquinas.

Si países de África están a punto del colapso por las hambrunas y las enfermedades y nos olvidamos de eso para solucionar los problemas cotidianos.  Hay violencia, asesinatos y corrupción, con tal de que nosotros no seamos las víctimas, no nos metemos en problemas.  Hay desempleo, angustia por la falta de oportunidades y discriminaciones y nos hacemos los distraídos para no preocuparnos demás. 

Pero, Jesús, hoy insiste que el verdadero discípulo tiene que estar atento a todas las señales que van apareciendo y discernir la presencia de Dios en nuestro mundo.

La pregunta constante sobre lo que quiere Jesús de nosotros nos llevará a dejar la indiferencia ante los problemas del prójimo.

Creo que a veces nos falta profundidad y verdadero cariño para examinar las situaciones que estamos viviendo.  Me parece que estamos como el enfermo que pretende calmar los dolores con pastelistas y que no se atreve a unos análisis clínicos por el temor a la verdad de la enfermedad.

Como discípulos de Jesús hemos sido demasiados apáticos frente a esta época de cambios y novedades y no estamos preparados para ofrecer respuestas evangélicas a los nuevos problemas que enfrenta el mundo.  No le hemos dado vitalidad al Evangelio y lo presentamos con fórmulas viejas y avinagradas y no como novedad de Buena Noticia también para nuestro tiempo.

¿Qué nos dice Jesús de esas actitudes? ¿Cómo podremos discernir su presencia en nuestro tiempo?

Jueves de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,49-53

Este pasaje podría prestarse a una interpretación equivocada por lo que hay que tomarlo dentro del contexto en que Jesús lo dice.

Quien quiera interpretar este pasaje como una invitación a la división y a la confrontación y a la guerra, está equivocado.  No es ésta la finalidad del Evangelio, pero también estará muy equivocado quien entienda el Evangelio como pasividad, indolencia y apocamiento.

Muchas veces se ha mirado a los cristianos como falta de entusiasmo y dinamismo para la búsqueda de le verdadera justicia o faltos de inteligencia para idear nuevos caminos de paz, y como faltos de compromisos antes las graves injusticias que vive nuestro mundo.  Parecería que el progreso está llevando a la humanidad por la línea de lo más fácil, del menor esfuerzo, y Cristo quiere despertarnos de este adormecimiento.

Es muy atractivo dejarse llevar por ese camino que nos propone el mundo, pero acaba en una pendiente que conduce al precipicio.  Jesús, nos invita a que nos llenemos de su fuego y que ese fuego lo trasmitamos con alegría y entusiasmo por todos los rincones de la tierra.  No quiere decir esto que será a través del éxito y del glamur como obtendremos resultados.  El camino de Jesús es más bien con pasos lentos, costosos y muchas veces escasos, pero llenos de entusiasmo y dedicación.

El mejor ejemplo de este fuego es el mismo Jesús.  No lo entiendo nunca como alguien cobarde y tímido, acomodándose a las circunstancias, sino como una persona decidida a favor de los más pobres, como un incansable defensor de la verdad y como un profeta que siempre está dispuesto a ofrecer la palabra de su Padre.

Cristo terminó en la cruz, no por malhechor, sino porque era decidido y claro.  Su cruz será siempre el signo de contradicción para todos los que lo sigan.  Es verdad que Él decía que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos, pero se lo toma en serio y llega hasta los extremos.  Es la forma de construir la verdadera paz y no es esa indiferencia que llega hasta el pecado frente a tantas injusticias, ante tantas mentiras y ante tanta corrupción.

El verdadero discípulo se debe inflamar del mismo fuego de Jesús, y buscar propagar el fuego de su Evangelio.  El seguidor de Jesús no debe temer que el Evangelio provoque escándalo y división, que son siempre preferibles a la pasividad y a la convivencia con la injusticia.  Que el cristiano, el discípulo de Jesús sea un entusiasta portador de verdad, de amor y de paz.

Miércoles de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,39-48

Dios ha puesto en nuestras manos muchos bienes materiales, humanos,
espirituales. Nos ha dado la gracia, la vida; nos ha encomendado el cuidado de nuestros amigos y hermanos para que los ayudemos a llegar a la santidad; ha puesto a algunos de nosotros como administradores de bienes y nos ha encargado la promoción de nuestros subordinados.

Unos de los problemas que debió afrontar la primitiva Iglesia fue la inminencia de los últimos tiempos.  Algunos decían “ya está cerca”, otros lo posponían indefinidamente, pero unos y otros no adoptaban la necesaria actitud tanto de esperanza como de vigilancia.

En nuestros días no es diferente, es frecuente la aparición de sectas que buscan manipular la conciencia con un final muy inminente.  Aterrorizan y encadenan a las personas con supuestas visiones y anuncios que nunca llegan.  Pero por otra parte la filosofía del placer y del gozo deslumbra nuestras mentes y oscurecen la verdadera dimensión de la vida buscando sólo el momento presente.

Cristo nos da la verdadera dimensión tanto del tiempo como de los bienes: ni somos eternos, ni podemos vivir en angustia; ni somos dueños absolutos de los bienes, ni podemos disponer de ellos a nuestro antojo.  Somos servidores a quienes se les ha confiado un tiempo, una familia, unas personas para que les demos el verdadero sentido, para que los llenemos de fruto y no para que irresponsablemente los estudiemos o manipulemos.

El ejemplo que nos propone Jesús es más que evidente al presentarnos a un servidor malvado que pensando que está lejana la venida del Señor, maltrata con violencia y atropellos a aquellos que se les ha confiado.  Jesús nos invita a tener las dos actitudes: esperanza y vigilancia.  No ha de ser el cristiano el hombre del miedo y de la amenaza, sino el hombre de la esperanza que es responsable de aquellos dones que ha recibido.

Es curioso, cuando vamos de viaje y encontramos, por un momento, a una persona, en general somos amables y atentos, si después tenemos que convivir diariamente con esa misma persona cambiamos esa actitud.  Si para la vida adoptáramos la filosofía del viajero que busca llevar solamente lo necesario, que se administra y cuida, que es paciente y responsable, que sabe hacia dónde se dirige, nuestra vida sería mucho más ligera y con más sentido.

Jesús es el Camino que nos conduce a la vida eterna, nos invita a vivir nuestro viaje con alegría, con entusiasmo, con esperanza, pero también a recordarnos que somos viajeros y que debemos dar cuenta al final de nuestro camino.  La actitud será, pues, esperanza y vigilancia.

Martes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,35-38


El señor llega de improviso, como un ladrón, para ver si ya hemos construido el Reino que se nos ha revelado. Hablar de reino quiere decir hablar de las riquezas que Dios nos ha dado es decir, de la vida, del bautismo, de la participación de la vida divina a través de la gracia.

El Esposo es el Señor, y el tiempo de espera de su llegada es el tiempo que Él se nos da, con misericordia y paciencia, antes de su llegada final, tiempo de la vigilancia; tiempo en que tenemos que mantener encendidas las lámparas de la fe, de la esperanza y de la caridad, donde mantener abierto nuestro corazón a la bondad, a la belleza y a la verdad; tiempo que hay que vivir de acuerdo a Dios, porque no conocemos ni el día, ni la hora del regreso de Cristo.

Lo que se nos pide es estar preparados para el encuentro: preparados a un encuentro, a un hermoso encuentro, el encuentro con Jesús, que significa ser capaz de ver los signos de su presencia, mantener viva nuestra fe, con la oración, con los Sacramentos, estar atentos para no caer dormidos, para no olvidarnos de Dios.

La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús… No os durmáis.

Un cristiano que se encierra dentro de sí mismo, que oculta todo lo que el Señor le ha dado, no es un cristiano. Es un cristiano que no agradece a Dios todo lo que le ha dado.

Esto nos dice que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción. Nosotros somos el tiempo de la acción, tiempo para sacar provecho de los dones de Dios, no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los otros, tiempo para tratar siempre de hacer crecer el bien en el mundo.

Y sobre todo hoy, en este tiempo de crisis, es importante no encerrarse en sí mismos, enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, tener cuidado de los demás.

No enterremos los talentos. Apostemos por grandes ideales, los ideales que agrandan el corazón, aquellos ideales de servicio que harán fructíferos los talentos.

La vida no se nos ha dado para que la conservemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos ha dado, para que la donemos.

SAN LUCAS, EVANGELISTA

Hoy celebramos de nuevo a una piedra fundamental de este edificio que es la Iglesia, del que por la misericordia de Dios, formamos parte.

El Evangelio de hoy destaca tres etapas de la pobreza en la vida de los discípulos, tres modos de vivirla. La primera, estar desprendidos del dinero y las riquezas, y es la condición para iniciar la senda del discipulado. Consiste en tener un corazón pobre, tanto que, si en la labor apostólica hacen falta estructuras u organizaciones que parezcan ser una señal de riqueza, usadlas bien, pero estad desprendidos. El joven rico conmovió el corazón de Jesús, pero luego no fue capaz de seguir al Señor porque tenía el corazón apegado a las riquezas. Si quieres seguir al Señor, elige la senda de la pobreza, y si tienes riquezas, porque el Señor te las ha dado para servir a los demás, mantén tu corazón desprendido. El discípulo no debe tener miedo a la pobreza; es más, debe ser pobre.

La segunda forma de pobreza es la persecución. El Señor envía a los discípulos “como corderos en medio de lobos”. Y también hoy hay muchos cristianos perseguidos y calumniados por el Evangelio. Ayer, en el Aula del Sínodo, un obispo de uno de esos países donde hay persecución, contó de un chico católico al que apresó un grupo de jóvenes que odian a la Iglesia, fundamentalistas; le dieron una paliza y lo echaron a una cisterna y le tiraban fango y, al final, cuando el fango le llegó al cuello: “Di por última vez: ¿renuncias a Jesucristo?” – “¡No!”. Le tiraron una piedra y lo mataron. Lo oímos todos. Y eso no es de los primeros siglos: ¡eso es de hace dos meses! Es un ejemplo. Cuántos cristianos hoy sufren persecuciones físicas: “¡Ese ha blasfemado! ¡A la horca!”. Y hay otras formas de persecución: la persecución de la calumnia, de los chismes, y el cristiano está callado, tolera esa pobreza. A veces es necesario defenderse para no dar escándalo… Las pequeñas persecuciones en el barrio, en la parroquia… pequeñas, pero son la prueba, la prueba de una pobreza. Es el según modo de pobreza que nos pide el Señor: recibir humildemente las persecuciones, tolerar las persecuciones. Eso es una pobreza.

Y hay una tercera forma de pobreza: la de la soledad, el abandono, como dice la primera lectura de hoy (2Tim 4,9-17), en la que el gran Pablo, que no tenía miedo de nada, dice: “En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron”. Pero añade, “más el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas”. El abandono del discípulo: como puede pasarle a un chico o una chica de 17 o 20 años que, con entusiasmo, dejan las riquezas por seguir a Jesús, y con fortaleza y fidelidad toleran calumnias, persecuciones diarias, celos, las pequeñas o las grandes persecuciones, y al final el Señor le puede pedir también la soledad del final. Pienso en el hombre más grande de la humanidad, y ese calificativo salió de la boca de Jesús: Juan Bautista; el hombre más grande nacido de mujer. Gran predicador: la gente acudía a él para bautizarse. ¿Cómo acabó? Solo, en la cárcel. Pensad qué es una celda y qué eran las celdas de aquel tiempo, porque si las de ahora son así, pensad en las de entonces… Solo, olvidado, degollado por la debilidad de un rey, el odio de una adúltera y el capricho de una niña: así acabó el hombre más grande de la historia. Y sin ir tan lejos, muchas veces en las casas de reposo donde están los sacerdotes o las monjas que gastaron su vida en la predicación, se sienten solos, solos con el Señor: nadie les recuerda. Una forma de pobreza que Jesús prometió al mismo Pedro, diciéndole: “Cuando eras joven, ibas a donde querías; cuando seas viejo, te llevarán adónde tú no quieras”.

El discípulo es, pues, pobre, en el sentido de que no está apegado a las riquezas y ese es el primer paso. Es luego pobre porque es paciente ante las persecuciones pequeñas o grandes, y –tercer paso– es pobre porque entra en ese estado de ánimo de sentirse abandonado al final de su vida. El mismo camino de Jesús acaba con aquella oración al Padre: “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Así pues, recemos por todos los discípulos, curas, monjas, obispos, papas, laicos, para que sepan recorrer la senda de la pobreza como el Señor quiere.

Sábado de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 12, 8-12

El mundo necesita testigos de Cristo y de su Evangelio. Necesita santos. Y el maestro que nos va guiando hacia esta meta es el Espíritu Santo. Es Él quien nos enseña cómo ser seguidores auténticos de Cristo. Nos da también la fuerza y el valor para ser heraldos del Evangelio ante los hombres.

Pero, ¿cómo aprender del Espíritu Santo? ¿Cómo escuchar su voz en nuestro interior, en un mundo lleno de ruidos? Es posible que sepamos de memoria los resultados de los últimos Juegos Olímpicos, o las novedades de la moda o la política, pero para nosotros el Espíritu Santo puede ser aún ese gran desconocido. Hay que aprender a escucharle en el silencio de nuestra alma, en la celebración de la liturgia, en la lectura atenta del Nuevo Testamento, en los escritos del Papa y de los santos.

El Espíritu Santo debe ser para nosotros un amigo, un socio con el que queramos tratar el negocio de nuestra salvación. Para ello, el alma debe recogerse, escuchar su voz y seguir con docilidad sus inspiraciones. Son inspiraciones sencillas, que exigen poco a poco una mayor entrega y fidelidad a Dios. Pero en esta exigencia encontramos también el camino de nuestra felicidad. Dios sabe perfectamente qué nos conviene, y nos lo comunica a través de su enviado, nuestro colaborador, el Espíritu Santo.