Sof 3, 14-18
Una característica del cristianismo y concretamente del cristiano debe ser la alegría. Hoy en nuestras lecturas bíblicas oiremos esa palabra o sinónimos, nada menos que siete veces. Y cómo no, si Dios ha sido definido Amor, y ese amor se expresa en forma cumbre en Cristo. Es claro que el resultado tiene que ser gozoso. Creer real y profundamente en el amor de Cristo nos hará tener una serena alegría aun en momentos muy difíciles y obscuros. Hoy hemos escuchado ese himno consolador, animador y entusiasta del profeta Sofonías.
Ojalá lo hayamos escuchado como dirigido a nosotros: “No temas… que no desfallezca tus manos”, “canta, da gritos de júbilo… gózate y regocíjate…” Esta debe ser la tónica de nuestras celebraciones litúrgicas natalicias; hoy, en la espera, pronto en la realización.
Lc 1, 39-45
El evangelio de San Lucas nos narra el Anuncio del ángel a María como “de puntillas”, con gran respeto, venerando a los protagonistas de este diálogo único. Hoy, sin embargo, asistimos a aquella “segunda anunciación”. La que el Espíritu Santo revela a santa Isabel en el momento de reconocer en María a la Madre de su Señor. Estas dos mujeres viven y comparten el mayor secreto que pueda Dios comunicar a los hombres, y lo hacen con una naturalidad sorprendente. Por su parte, María, la llena de gracia, no sólo no se queda ociosa en su casa. Ser Madre de Dios no desdice un ápice de su condición de mujer humilde, de modo que va en ayuda de su prima. Isabel, por su parte, anuncia, inspirada por el Espíritu, una gran verdad: la felicidad está en el creer al Señor.
Cuando alguien se profesa cristiano, su fe y su vida; lo que cree y cómo lo vive, son dos esferas que están íntimamente unidas. Quien piense que “creer” es sólo profesar un credo religioso, adherir a una religión o a unos dogmas, quizás tiene una pobre visión del término. Porque cuando se cree de verdad se empieza a gustar las delicias con que Dios regala a las almas que le buscan con sinceridad. La pedagogía de Dios es tan sabia que sabe impulsarnos, dándonos a saborear su felicidad, -que es inmensa e incomparable-, cuando somos fieles. Es un gozo que, sin casi quererlo, nos lleva a más, nos invita a entregarnos con más generosidad a la realización de un plan que va más allá de nuestra visión humana. Isabel reconoce en su prima esa felicidad porque ha creído, pero además porque en consecuencia, su vida ya no respondía a un plan trazado por ella, sino por su Señor. Ella estaba también encinta ¿por qué era necesario un viaje en las condiciones de aquel tiempo…?
Preguntémonos, si hoy queremos ser felices, ¿cómo va mi fe en la presencia de Dios en mi vida? Si lucho por aceptarla y vivirla ya tengo el primer requisito para mi felicidad. Aunque tenga que trabajar y sufrir, sabré en todo momento que Dios está a mi lado, como lo estuvo de María y de Isabel.