Jueves de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 11, 47-54

La hipocresía es aborrecida por Dios; porque no hay nada peor en el alma de un creyente que este terrible pecado. Dios aborrece al que no es sincero y quiere aparentar lo que no es en la realidad.  Dios sigue mandando al mundo de hoy los profetas que predican la verdad, pero de nuevo el hombre vuelve la vista y hace oídos sordos a la verdad. De nuevo volvemos a matar la verdad que Dios sigue proclamando.


Los fariseos enseñaban, predicaban, pero ligaban a la gente con tantas cosas pesadas sobre sus hombros, y la pobre gente no podía ir adelante. Y Jesús mismo dice que ellos no movían estas cosas ni siquiera con un dedo. Y después dirá a la gente: «Haced lo que dicen pero no lo que hacen». Gente incoherente.

Pero siempre estos escribas, estos fariseos, es como si bastonearan a la gente. «Deben hacer esto, esto y esto», a la pobre gente. Y Jesús dijo: “Pero, así cerráis vosotros la puerta del Reino de los Cielos. No dejáis entrar, y ni siquiera entráis vosotros”.

Es una manera, un modo de predicar, de enseñar, de dar testimonio de la propia fe. Y así, cuántos hay que piensan que la fe sea algo así.»

Cuántas veces el pueblo de Dios no se siente querido por aquellos que deben dar testimonio: por los cristianos, por los laicos cristianos, por los sacerdotes, por los obispo. «Pero, pobre gente, no entiende nada. Debe hacer un curso de teología para entender bien».

Ésta es la figura del cristiano corrupto, del laico corrupto, del sacerdote corrupto, del obispo corrupto, que se aprovecha de su situación, de su privilegio de la fe, de ser cristiano y su corazón termina corrupto, como sucedió a Judas. De un corazón corrupto sale la traición.

Jesús acerca a la gente a Dios y para hacerlo se acerca Él: está cerca de los pecadores. Jesús perdona a la adúltera, habla de teología con la Samaritana, que no era un angelito. Jesús busca el corazón de las personas, Jesús se acerca al corazón de las personas.

A Jesús sólo le interesa la persona, y Dios. Jesús quiere que la gente se acerque, que lo busque y se siente conmovido cuando la ve como ovejas sin pastor.

Pidamos al Señor que estas lecturas nos ayuden en nuestra vida de cristianos: a todos. Cada uno en su puesto. A no ser puros legalistas, hipócritas como los escribas y los fariseos. A no ser corruptos, tibios, sino a ser como Jesús, con ese fervor de buscar a la gente, de curar a la gente, de amar a la gente y con esto decirle: «Pero si yo hago esto tan pequeño, piensa cómo te amo yo, cómo es tu Padre»

Miércoles de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 11,42-46

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor. Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor.

Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar
el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar. Peor aun cuando nosotros mismos nos convertimos en los legisladores para hacer una ley a nuestra medida y necesidades, pues esto lejos de conducirnos a la meta que es Dios, nos aleja de Él y nos confina a la oscuridad, a la ignorancia, a la angustia.

San Lucas también hoy nos presenta estos “ayes” o condenas que hace Jesús tanto de los fariseos como de los doctores de la ley. La reprobación de Jesús no es contra los que pagan diezmos, sino en contra de los que, fijándose en estas pequeñeces, se olvidan de la justicia y del amor de Dios.

La condenación de Jesús es muy fuerte hasta llamarlos “sepulcros”, o reprenderlos porque buscan ocupar los lugares de honor en las sinagogas y recibir las reverencias en las plazas. A los doctores de la ley les aplica la misma sentencia de San Pablo: “agobiáis a la gente con cargas insoportables, pero vosotros no las tocáis ni con la punta del dedo”.

A veces nos imaginamos a los fariseos y a los doctores de la ley como personas malvadas y dignas de reprobación, pero ellos eran considerados los maestros y quienes mejor conocían y cumplían la ley.

Me temo que a muchos de nosotros Cristo hoy nos tendría que aplicar estas mismas condenas y reprobaciones. Con frecuencia condenamos de lo mismo que estamos padeciendo nosotros. Y, si bien realizamos actividades que están a la vista de todos, que nos producen reconocimiento, estamos cometiendo injusticias y rechazando a los hermanos.

¿Qué nos dice Jesús hoy a nosotros? ¿Qué condena de nuestra vida?

NTRA. SRA. DEL PILAR

La Virgen María ha ocupado siempre un lugar preferente en la vida de la Iglesia. Ser la madre de Jesús, el Hijo de Dios, hace que muchos cristianos acudamos a ella. Su Hijo Jesús la alaba por escuchar la Palabra de Dios y cumplirla. Mejor alabanza no se puede decir de María y, creo, que de cualquier persona que siga su ejemplo.

María no solo ocupa un lugar preferente en la vida de la Iglesia, sino que está presente en la Iglesia y está con la Iglesia allí donde se predica a su Hijo. María está con la Iglesia primitiva representada por los apóstoles y forma parte de esa Iglesia que ora en común. No se siente ajena a la vida de la Iglesia. En el evangelio de san Juan, el discípulo amado la “recibió en su casa”.

María es ejemplo para todos nosotros de las tres peticiones que hacemos a la Virgen del Pilar: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. En primer lugar María es ejemplo de fortaleza en la fe.

La fortaleza de la fe de María nos la señala san Juan en el momento de la crucifixión de Jesús con un verbo latino “STABAT” que no es solo estar, sino que significa “estar de pie”. Ese estar de pie junto a la cruz de su Hijo es fruto de la fe de la madre en el Hijo y en su mensaje. Para nosotros la fortaleza en la fe significa estar de pie junto a todo hombre que quiere vivir su fe y necesita ayuda. Esa ayuda es sobre todo nuestro testimonio vivido como servicio.

En segundo lugar María es ejemplo de seguridad en la esperanza. María acompaña a su Hijo de manera callada. Pensemos que María pudo tener dudas acerca de la misión de su Hijo. Recordemos ese pasaje del Evangelio donde se dice que su familia le tenía por loco (Mc 3,21). Sin embargo María acompaña a su Hijo en el momento en que toda esperanza acerca de su misión parece perdida. Y le acompaña hasta el final, cuando todos le abandonan, creyendo y esperando que la muerte no tendría la última palabra sobre el Hijo anunciado a ella de manera especial y que pasó su vida haciendo el bien.

En tercer lugar María es ejemplo de constancia en el amor. El amor de María se manifiesta en lo sencillo: la visita a su prima Isabel, el amor por su Hijo perdido en Jerusalén, su intervención en las bodas de Caná. Gestos que nos muestran el amor de María y su preocupación por las personas necesitadas. El amor hay que vivirlo de forma constante aunque se manifieste en pequeños gestos. A menudo los grandes gestos de amor pueden esconder intereses. En María el amor era desinteresado.

El amor se vive junto a la fe y la esperanza. Las tres son grandes. Pero como dice san Pablo: “ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1ªCor. 13, 13). La constancia en el amor hace que la fe sea fuerte y la esperanza segura.

Que María siga ocupando un lugar preferente en la vida dela Iglesia, es decir, en la vida de cada uno de nosotros, y que sea ejemplo de vivir la fortaleza en la fe, la seguridad en la esperanza y la constancia en el amor.

Lunes de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 11, 29-32

Ya lo repetiría Cristo con otras palabras, pero en sentido positivo: “Dichosos los que creen sin haber visto.” Lo que este Evangelio pretende no es reprocharnos, sino recordarnos que ya tenemos la señal que esperamos y necesitamos. No hace falta buscar ni pedir más señales. Hay una que basta. “Más que Jonás… más que Salomón”. Hoy se nos hace la invitación a descubrir esta señal. Es la misma de hace 20 siglos: la que muchos no quisieron ver, pero también la que bastó para que muchos creyeran.

Cuando un avión va a aterrizar, el piloto observa muchas luces que le guían, pero todas pretenden indicarle dónde está la pista. Así, todos los signos que hoy tenemos nos señalan a Cristo. ¡Aprendamos a “leerlos” adecuadamente! Nos habla de Cristo la Eucaristía, pues es Cristo mismo. Nos hablan de Cristo los buenos ejemplos que observamos en los demás… ¡Todo nos lleva a Cristo si nosotros lo buscamos! Este es el camino de la fe: avanzar por la vida sin milagros, sin certezas humanas absolutas. Vivir la fe en lo más cotidiano.

¡Qué adjetivo pondrá Cristo a nuestra generación si nos distinguimos no por pedir señales extraordinarias, sino por ser nosotros mismos signos de Dios, que ayuden a los demás a llegar a Él!

Sábado de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 11, 27-28

“Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan”. Y es que Jesús nos dirá lo mismo durante la última cena: “Si guardan mis mandamientos permanecerán en mi amor”. El Evangelio de hoy toca una de las fibras más sensibles del ser humano: su voluntad. ¡Cuántos buenos propósitos, cuántas buenas intenciones, cuántos deseos de conversión… y, qué pocas realizaciones!

Decir, hablar y prometer, cuesta poco. Es el paso del dicho al hecho, lo que marca la diferencia entre un hombre auténtico y otro de carnaval. Obras son amores y no sólo buenas razones.

Jesús, al ofrecernos este pasaje de su vida, tiene presentes nuestras miserias y limitaciones. Con ello, no quiere decir que hemos de ser perfectos de la noche a la mañana: “Nadie es bueno sino sólo Dios”. El Evangelio habla de los que oyen y guardan la palabra de Dios. Estas dos acciones, implican interés, esfuerzo y generosidad por parte nuestra. Habrá caídas, habrá dificultades y fracasos. Pero no estamos solos. Jesús subió a la cruz para enseñarnos el camino, para demostrarnos que es posible escuchar y poner por obra la palabra de Dios. Cristiano no es un nombre, ni una etiqueta de almacén. Cristiano significa discípulo de Cristo, imitador del Maestro.

Ojalá que este texto de San Lucas sea un llamado a la coherencia de vida y una invitación a poner por obra nuestra fe. La fe sin obras es una fe muerta y, la mayor de todas las obras es la caridad.

Viernes de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 11, 15-26


Este discurso de Jesús se genera a propósito de la expulsión de un demonio. Con este pasaje nos deja en claro la existencia de los «ángeles malos» o demonios.


¿Por qué Jesús es rechazado?  Muchas veces imaginamos que si nosotros hubiéramos vivido en esos tiempos y contemplado sus obras, habríamos, seguramente, seguido sus pasos.  Pero no es tan sencillo.  Seguir a Jesús significa compromiso, responsabilidades; sus palabras descubren el corazón de las personas, y así como hay quienes lo alaba y lo siguen, otros buscan justificaciones a su comportamiento.  ¿No es cierto que en la actualidad sucede lo mismo? Basta mirar a cualquier persona pública y encontraremos quienes lo alaban, pero que otros, por las misma acciones lo critican. 

Pero mucho más importante será situarnos ante Jesús.  Jesús es la respuesta total y plena a todas las preguntas humanas sobre la verdad, la vida, la justicia y la belleza. Cuando queremos poner otras medidas, entonces Cristo nos estorba y tratamos de quitarlo del medio.

No nos asustemos que en el Evangelio aparezcan con frecuencia los demonios.  Todo mal es visto como obra del demonio, y en cierto sentido es verdad.  Pero no nos imaginemos un mundo de seres sobrenaturales actuando abiertamente en contra de Jesús.  También hoy hay males, enfermedades, injusticias, discriminaciones, guerras, etc., a todo esto podremos llamarlo justamente “obra del demonio” y contra esto nos invita Jesús a luchar.

Sin embargo, hay quien se escuda en el mismo Jesús para continuar cometiendo sus injusticias y sus mentiras, y otros por el contrario, sin estar cerca de Jesús, buscan la justicia, la verdad y la paz.

Con sus palabras notamos un gran criterio para saber si somos seguidores de Jesús, pues afirma que todo el que lucha por el Reino está con Él, y al contrario quien no estará contra Él. 

Tendremos que estar muy atentos y hacer una serie de revisión de nuestra vida para verificar que nuestras acciones estén de acuerdo con Jesús.  No tengamos miedo a acercarnos a Él, de otra forma lo estaremos haciendo a un lado y en realidad iremos en su contra.

Cuando busquemos la realización plena de la persona, la defensa de la vida y la verdad, el camino de la justicia, entonces seremos verdaderos discípulos de Jesús.  Si hacemos algo diferente, estaremos en su contra. 

Jueves de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 11, 5-13

Cuando recorremos alguna playa o las zonas costeras y percibimos la arena y los acantilados, no podemos menos que maravillarnos del poder del agua. No es que el agua sea fuerte en sí. A base de la constancia y la perseverancia es capaz de perforar, limar o erosionar cualquier tipo de roca o de superficie.

El Evangelio de hoy nos habla de la perseverancia en la oración. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá…”. Un ejemplo tan humano como el del amigo que nos viene a pedir tres panes a medianoche, es suficiente para hacernos pensar sobre la realidad de este hecho.

En el caso de la oración, no se trata de una relación entre hombres más o menos buenos o, más o menos justos. Se trata de un diálogo con Dios, con ese Padre y Amigo que me ama, que es infinitamente bueno y que me espera siempre con los brazos abiertos.

¡Cuánta fe y cuánta confianza necesitamos a la hora de rezar! ¡Qué fácil es desanimarse a la primera! ¡Cómo nos cuesta intentarlo de nuevo, una y mil veces! Y sin embargo, los grandes hombres de la historia, han sufrido cientos de rechazos antes de ser reconocidos como tales.

Ojalá que nuestra oración como cristianos esté marcada por la constancia, por la perseverancia con la cual pedimos las cosas. Dios quiere darnos, desea que hallemos, anhela abrirnos… pero ha querido necesitar de nosotros, ha querido respetar nuestra libertad. Pidamos, busquemos, llamemos, las veces que haga falta, no quedaremos defraudados si lo hacemos con fe y confianza. Dios nos ama y quiere lo mejor para nosotros. Colaboremos con Él. ¡Vale la pena!

Aprendamos a confinar en el infinito amor de Dios y a no desfallecer en nuestra oración.

Miércoles de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 11, 1-4

En el mundo del deporte, además de las habilidades personales, un excelente entrenador juega un papel decisivo. Es parte de nuestra naturaleza el tener que aprender y recibir de otros. Puede parecer una limitación pero es, al mismo tiempo, un signo de la grandeza y de la maravilla del hombre.

En el Evangelio de hoy, los discípulos le piden a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”. La oración es el gran deporte, la gran disciplina del cristiano. Y lo diría el mismo Jesús en el huerto de Getsemaní: “Vigilen y oren para que no caigan en tentación”. Él es nuestro mejor entrenador.

Hoy, nos ofrece la oración más perfecta, la más antigua y la mejor: el Padre Nuestro. En ella, encontramos los elementos que deben caracterizar toda oración de un auténtico cristiano. Se trata de una oración dirigida a una persona: Padre; en ella, alabamos a Dios y anhelamos la llegada de su Reino; pedimos por nuestras necesidades espirituales y temporales; pedimos perdón por nuestros pecados y ofrecemos el nuestro a quienes nos han ofendido; y, finalmente, pedimos las gracias necesarias para permanecer fieles a su voluntad. Todo ello, rezado con humildad y con un profundo espíritu de gratitud.

Martes de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 10,38-42

El mundo va cada vez más rápido. Los coches, los aviones, las telecomunicaciones, internet. Todo son cosas que deberían hacer que el hombre dispusiese de más tiempo, pero parece que el hombre de hoy, cuantos más remedios encuentra para ahorrar tiempo, más motivos encuentra para gastarlo. Y no escapamos los cristianos a esta fiebre del tiempo, y muchas veces nos preocupamos de no poder encontrar más tiempo de encuentro personal con Jesucristo, de oración.

Marta pide casi en tono de reproche a Jesús para que su hermana la ayudara a servir, en lugar de permanecer parada escuchándolo, mientras que Jesús responde: «María ha escogido la mejor parte». Y esta parte es aquella de la oración, aquella de la contemplación de Jesús.

A los ojos de su hermana estaba perdiendo el tiempo, también parecía tal vez un poco fantasiosa: mirar al Señor como si fuera una niña fascinada. Pero, ¿quién la quiere? El Señor: «Esta es la mejor parte», porque María escuchaba al Señor y oraba con su corazón.

Y el Señor un poco nos dice: «La primera tarea en la vida es esto: la oración». Pero no la oración de palabra, como loros, sino la oración, el corazón: mirar al Señor, escuchar al Señor, pedir al Señor. Sabemos que la oración hace milagros.

Y Marta… ¿Qué hacía? No oraba. La oración que es sólo una fórmula sin corazón, así como el pesimismo o la inclinación a la justicia sin perdón, son las tentaciones de las que el cristiano debe siempre resguardarse para llegar a elegir la mejor parte.

También nosotros cuando no oramos, lo que hacemos es cerrarle la puerta al Señor. Y no orar es esto: cerrar la puerta al Señor, para que Él no pueda hacer nada.

En cambio, la oración, ante un problema, una situación difícil, a una calamidad es abrirle la puerta al Señor para que venga. Porque Él rehace las cosas, sabe arreglar las cosas, acomodar las cosas.

Orar por esto: abrir la puerta al Señor, para que pueda hacer algo. Pero si cerramos la puerta, el Señor no puede hacer nada. Pensemos en esta María que eligió la mejor parte y nos hace ver el camino, cómo se abre la puerta al Señor.

Lunes de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 10,25-37

El evangelio de hoy nos plantea la pregunta que busca todo hombre en su vida. ¿Qué se debe hacer para ganar la vida eterna? Al igual que hace XX siglos hoy continuamos preguntándonos lo mismo. Con esto, nos percatamos que no todo termina en esta vida. Esperamos y sobre todo buscamos aquella vida que nos hará eternos. ¿Cuántas películas y cuántos libros se han escrito sobre personajes que quisieran vivir para siempre? Porque en esta vida nos podremos esforzar por superar cualquier dificultad pero a la muerte, ¿quién sino Cristo la puede vencer? 

Si a algo temen los hombres en esta vida es precisamente a la muerte. Nos resistimos a morir y a que otros seres queridos mueran. Y es que la muerte es como un coche con velocidades en donde una vez que avanzamos ya no podemos volver a la vida. Imposible volver a vivir a no ser que venga la resurrección de los muertos.

Hoy Cristo nos muestra un camino que puede vencer a la muerte y que nos hará ganar la vida eterna: el amor. Imposible que el hombre pueda vivir sin amor. Estamos hechos para amar y el día que no amemos entonces ese día comenzaremos a morir. No permitamos que nuestro amor se convierta en un amor seco a nosotros mismos. Amemos a nuestro prójimo como Cristo nos amó, hasta el punto de dar su propia vida. Con este ejemplo de Jesús, ¿nosotros seremos capaces de pensar bien de los demás y de hacerlos felices con palabras y comentarios positivos?