San Pedro y San Pablo

La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.

La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?»  Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.

Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?».

Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.

Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.

Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).

Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose.

Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.

La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5).

Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.

Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.

Viernes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 8, 1-4

No hay duda que la vida de los hombres está llena de sufrimientos más o menos visibles, físicos, mentales, morales. El leproso del evangelio de hoy es una de estas miserias.

Aunque los hombres se afanen por buscar las riquezas y finjan vivir en un mundo inmortal, los signos de la muerte que cada hombre lleva en sí mismo son inevitables. Los encontramos en cada paso de nuestra vida. Drogas, matrimonios deshechos, suicidios, abusos, enfermedades y un sin fin de desgracias que hasta el hombre más famoso, más rico, más sabio y más sano conoce personalmente. Para muchas personas muchas de estas realidades son hechos de cada día. Sin embargo, ellas mismas saben que a pesar de ello se debe ir adelante en la vida lo mejor posible.


Por eso, Jesús pone en sus manos este elenco de desdichas y lo transforma en gracias y en bendiciones. Realiza milagros para que veamos que es capaz de darnos una vida que no sólo es sufrimiento sino que también hay consuelos físicos y morales que, son más profundos porque tocan el alma misma. Para esto ha venido a esta vida, para traernos un reino de amor y unión.

 
Basta que nosotros usemos correctamente nuestra libertad para que se realicen todas las gracias que Cristo quiere darnos. Basta confiar en Él, en su palabra que nos habla del Padre misericordioso e interesado por nuestra felicidad.

Este es uno de los ejemplos de lo que significa reconocer realmente quien es Jesús. El leproso de nuestro pasaje, sabe con certeza que Jesús «puede» curarlo.

Si bien no podemos decir que ya hubiera reconocido que Él era Dios, ha visto en Él la presencia poderosa de Dios; por ello le dice: «Si tú quieres». Es importante entonces que nosotros de cuando en cuando nos repreguntemos ¿cuál es la imagen que nos hemos formado de Jesús? ¿Es para nosotros verdaderamente Dios; el Dios verdadero para el que nada es imposible?

La respuesta es importante pues, si verdaderamente consideramos a Jesús, al que proclamamos como nuestro Señor, verdaderamente Dios, entonces su palabra tiene poder, sus promesas se realizan, su presencia es verdadera todos los días junto a nosotros, su cuerpo y su sangre están presentes en todos los altares, etc… Si lo reconocemos como verdadero Dios, nuestro trato con Él estará basado en la confianza amorosa, pues sabremos que «si Él quiere», todo cuanto nos parece necesario, nos será dado, para testimonio de su amor entre nosotros.

Pongamos nuestras necesidades ante Él diciendo con humildad: «Señor, si tú quieres…».

Jueves de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 21-29

Cuando construimos una casa que no tienes buenos cimientos, que no tiene solidez, viene una borrasca y la destruye.  Una casa construida sobre arena se la lleva el viento y el agua. 

También todos somos conscientes que en nuestra vida seguimos construyendo sobre arena, en prisa, en lo aparente y no somos capaces de cimentar nuestra vida en Cristo, que es nuestra roca.  Así cualquier pequeña dificultad nos hace derrumbarnos, no estamos centrados en Cristo sino en nosotros mismos. Una enfermedad, una tentación, la ambición nos puede hacer caer.

Para hacer una casa fuerte y consistente, se requieren planos, se necesita un arquitecto, poner fuertes cimientos y que los albañiles se dedican a hacer bien su tarea. 

Para construir la propia vida, se requieren también todos esos elementos, pero sobre todo estar bien cimentados en Cristo, que es nuestra Roca.

Hoy parecemos más bien veletas que nos dirigimos a donde nos lleve el viento y que nos hace cambiar de rumbo a cualquier brisa y que nos derrumba el más leve soplo.  No tenemos cimientos.  ¿Qué hay en nuestro corazón para sostenerlo en las dificultades?  Jesús habla claramente a quien quiere ser su discípulo y afirma que “no todo el que diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino aquel que cumpla la voluntad de mi Padre”

Es fácil la palabra, es fácil decir que sí, es difícil comprometernos.  Por eso es que somos tan contradictorios en nuestra religión y en nuestras amistades.  Parecería que somos todos muy religiosos, la mayoría bautizados, pero no llevamos nuestras creencias hasta sus últimas consecuencias. 

El Papa Francisco insiste en que pongamos a Cristo como la roca, hay que obrar y no tanto hablar.  No se puede comulgar y vivir una vida de pecado, de egoísmo, de desprecio a los demás y sin embargo muchos hacemos eso.  Tenemos que reconocer que estamos a merced del pecado porque nuestra espiritualidad queda, a veces, en sentimentalismos, más que en compromisos y acciones.

Es triste que amparándonos en imágenes o en aparentes actos de alabanza a Dios, justifiquemos injusticias, violaciones y asesinatos.

San Juan

Juan el Bautista tiene un lugar especial dentro de la liturgia de la Iglesia.  Juan el Bautista es el único santo de quien celebramos su nacimiento.  Normalmente de los demás santos recordamos el día de su muerte o nacimiento para el cielo.

San Juan Bautista es el precursor del Señor y es el mayor de los nacidos de mujer.  Juan es el hombre del desierto, el buscador de los planes de Dios, el que grita la conversión y la urgencia de un cambio de vida porque se acerca el Salvador de los hombres.

Juan Bautista se presenta como el elegido por Dios para mostrar a los hombres a Cristo, que es el que quita el pecado del mundo.  Juan el Bautista pone a Dios en el centro de su vida, y para no crear confusión o crear falsas esperanzas en sus seguidores, afirma con firmeza desde el primer momento de su predicación que él no es el importante, sino un simple instrumento en las manos de Dios.  Por eso Juan el Bautista dirá que él no se considera digno ni de desatar la correa de sus sandalias.

El Evangelio de hoy nos decía que la gente se preguntaba: “¿Qué va a ser de este niño?”  El mismo Juan el Bautista da respuesta a esta pregunta: “Yo no soy quien pensáis vosotros” En más de una ocasión hemos oído esta misma respuesta, en algunas personas, pero dicha en sentido contrario, cargada de prepotencia como diciendo: ¿no sabéis quién soy yo?  ¿No sabéis con quien estáis hablando?

San Juan pronuncia esta frase aclarando que él no es importante.  Él sólo es un precursor.  Uno que prepara el camino para otro.  Uno que llega antes que el otro.

Cada quien tiene una misión en la vida y nadie es más importante que otro.  Los papás lo son no para ellos mismos, sino para vuestros hijos; los maestros, no son maestros para ellos sino para los alumnos; los sacerdotes, no lo somos para nosotros mismos, sino para los feligreses; los políticos, los alcaldes, los diputados, no son elegidos para ellos, sino para el bien del pueblo.  Cuando queremos pasar en nuestra vida de precursores a protagonistas nuestra misión suele convertirse en fracaso, porque hemos equivocado nuestra misión.

La figura de Juan Bautista es, según como se mire, contradictoria.  Por una parte, es grande y extraordinaria, pero al mismo tiempo, se presenta humilde y totalmente subordinado a Jesús.

Al igual que Juan el Bautista, cada uno de nosotros, ha sido llamado por Dios, y hemos de tomar conciencia de la grandeza de nuestra vocación.  Cada uno de nosotros también ha sido amado, llamado y elegido desde el seno materno para vivir como hijo de Dios y para proclamar las maravillas de Dios a favor de la humanidad hasta los últimos confines de la tierra.

Como seguidores de Jesús, tenemos que tomar conciencia de que hemos sido llamados por Dios y así no cesaremos nunca de dar gracias a Dios por el don de ser sus hijos, ni caeremos en el orgullo de pensar que el fruto de nuestro apostolado, o el fruto de lo que hacemos depende de nuestras obras, sino que depende de Dios.  Al sabernos llamados por Dios, no dejaremos que el desánimo se apodere de nosotros cuando lo que estemos haciendo no dé el fruto que esperábamos o el resultado previsto.  Lo importante es vivir en Dios, permanecer en su amor y dejar que el Espíritu Santo transforme nuestro corazón y nuestra mente según los criterios del Señor.

El hombre de hoy vive falto de sentido en su vida, vive adormecido por la cultura del consumo y del bienestar material.  Hay tantos seres humanos insatisfechos porque necesitan a Dios y no lo encuentran donde lo buscan.  Hay tanto que aún no han tomado conciencia de que son hijos de Dios.  Por ello, los que tenemos la suerte y la dicha de conocer al Señor, tenemos el compromiso de ofrecer a todo hombre el amor de Dios y la luz que hemos recibido de Dios para que sea conocido en todas partes.

Pero esta misión no podremos hacerla si no somos testigos auténticos, como lo fue Juan el Bautista.  Lo que decimos con la palabra, lo tenemos que hacer vida.  No podemos pedir a los demás que se amen, si nosotros no nos amamos; no podemos invitar a otros a que sirvan, si nosotros no servimos al prójimo y a nuestra Iglesia; no podemos pedir a otros que escuchen al Señor, si nosotros no escuchamos la voz del Señor, o estamos siempre tan ocupados en tantas cosas que no encontramos tiempo para meditar la Palabra de Dios.

Pidamos que la celebración de la memoria de san Juan Bautista nos ayude a seguir, algo más, su ejemplo y aprendamos a ser humildes y cumplidores fieles de nuestra misión en el mundo.

Martes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 6; 12-14

¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? ¿Y por qué Jesús habla de una puerta estrecha?

La imagen de la puerta vuelve varias veces en el Evangelio y se remonta a la de la casa, a la del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor y calor.

Jesús nos dice que hay una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Y esa puerta es el mismo Jesús. Él es la puerta. Él es el pasaje para la salvación. Él nos conduce al Padre.

Y la puerta que es Jesús jamás está cerrada, esta puerta jamás está cerrada. Está abierta siempre y a todos sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios.

Porque saben, Jesús no excluye a nadie. Alguno quizá podrá decir: «pero, yo estoy excluido, porque soy un gran pecador. He hecho cosas feas. He hecho tantas en la vida…» No, no estás excluido.

Precisamente por esto eres el preferido. Porque Jesús prefiere al pecador. Siempre, para perdonarlo, para amarlo. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo. Él te espera. Anímate, ten coraje para entrar por su puerta.

Todos somos invitamos a pasar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerlo entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le de alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante tantas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que después, nos damos cuenta de que duran un instante. Que se agota en sí misma y que no tiene futuro.

Pero yo os pregunto: ¿Por cuál puerta queremos entrar? Y ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida?

Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo de atravesar la puerta de la fe en Jesús, de dejarlo entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga jamás.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, le pedimos que nos ayude a pasar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como ha transformado la suya para llevar a todos la alegría del Evangelio

Lunes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 1-5

Con este ejemplo, Jesús nos enseña cómo se ha de hacer y en que consiste la «corrección fraterna».

La primera cosa que debemos entender es que nosotros estamos llenos de defectos, muchas veces más grandes que nuestros propios hermanos (tenemos una viga en el ojo).

Esto nos ha de hacer humildes y no juzgar a los demás por sus debilidades e imperfecciones (cualesquiera que estas sean) pensando que nosotros somos mejores.

Sin embargo, esto no quiere decir que no los podamos ayudar, o que primero debemos resolver nuestros propios problemas antes de poder empezar a ayudar a nuestros hermanos; significa, que la ayuda ha de ser hecha, primero, sabiendo que no podemos ver bien (es decir que nuestro juicio puede estar viciado por nuestro propio pecado) y segundo que la ayuda debe ser hecha con mucha caridad (pensemos en lo delicado que debemos de ser para ayudar a una persona a sacar una basurita del ojo… una de las partes más sensibles y delicadas de nuestro cuerpo).

Estos son los dos elementos que debemos de tener en cuenta cuando verdaderamente queremos ayudar a nuestros hermanos a ser mejores, a superar sus imperfecciones, sus faltas.

Para resolver nuestros problemas y superar nuestras debilidades necesitamos de la ayuda de los demás… sin embargo esta ha de ser dada con mucha caridad, prudencia, paciencia y delicadeza, pues en esto nos reconocerán verdaderamente como hermanos.

Sagrado Corazón de Jesús

Hoy es un día muy especial para experimentar el amor.  Hoy celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

¿Por qué celebramos precisamente el corazón de Jesús y no otra parte de la persona de Jesús? Celebramos el corazón de Jesús porque en él vemos y contemplamos la expresión del amor inmenso que Dios nos tiene. 

Para un ser humano, el corazón es el lugar en donde están las fuerzas vitales.  Decirle a alguien: “Te amo con todo mi corazón”, es como decirle: “Te amo con lo esencial mío, te amo con todo mi ser”.  Decirle a alguien “corazón”, es decirle: “Eres algo esencial e importante para mí”.

Hablar del corazón de Cristo es una forma de decir que Dios es amor.  Es decir que lo esencial de Dios no es otra cosa que el amor. 

Dios es un papá que nos ama gratuitamente, que con mimos y caricias nos ayuda a dar los primeros pasos en el amor.  Dios nos lleva en brazos, cuida de nosotros y nos atrae hacia Él con los lazos del cariño, con cadenas de amor.  Dios es para nosotros como un padre que estrecha a sus hijos y se inclina hacia nosotros para darnos de comer.

A veces nos encontramos desilusionados, confundidos y nos sentimos solos, por ello tenemos que hacer una pausa en nuestra vida y experimentemos ese amor incondicional de Dios, sintamos y digamos: Dios me ama, me ama gratuitamente, me ama sin condiciones.

¿Somos capaces de sentir el amor de Dios? 

San Pablo busca la manera de sumergirnos en ese amor y nos dice que arraigados y cimentados en el amor podremos comprender la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo y experimentar ese amor que sobrepasa todo conocimiento humano, para que quedemos colmados con la misma plenitud de Dios.

El amor de Dios nos circunda por todas partes.  Seamos capaces de descubrir ese amor.  Dejémonos acariciar por Dios.  Todo este amor se hace rostro amoroso, se hace caricia concreta, se hace ojos amables y mano que levanta, en Jesús.

Y san Juan nos presenta a Jesús amando hasta el extremo, dando la vida hasta el último suspiro, lo da todo por amor.

En su simbología nos hace recordar la lanza que hace brotar sangre y agua del corazón que tanto ha amado a los hombres.

Contemplemos a Jesús dando la vida por nosotros, amándonos a más no poder, haciéndonos sus amigos, compadeciéndose de nosotros.

Día del Sagrado Corazón de Jesús, día para experimentar ese extraordinario amor. Déjate amar por Jesús.

Jueves de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 7-15

Una de las grandes cosas que tenemos los cristianos es la oración.  En la eucaristía podemos acercarnos a Jesús como al amigo que nos puede escuchar, al que podemos contarle nuestras penas y nuestras alegrías; al que podemos decirle nuestras dudas y quedarnos con Jesús largos rato de diálogo es una experiencia necesaria fruto de la oración.

Cristo mismo nos lleva por este camino con su ejemplo y su enseñanza.  Hoy nuevamente, nos acercamos al padrenuestro como modelo de oración y debemos de rezar con mucha atención fijándonos en cada una de las palabras, descubriendo su sentido, descubriendo lo más importante para mí en este momento.  Quizás para alguno las palabras que más le lleguen sean las del abandono confiado que comporta decir: Padre; otro quizás le convenga insistir en la relación que implica decir “nuestro”, que nos lleva la reconocimiento del otro como hermano.

“Venga tu Reino” en estos días será una angustiosa súplica ante tanta violencia e intolerancia.

Son muchos aquellos, cuya principal preocupación y lo que quieren compartir con el Señor, es la necesidad imperiosa del alimento de este día.

Una de las riquezas que nos muestra el Padrenuestro es la capacidad de dar y recibir perdón.

¿Quién se siente más feliz el que da o el que recibe perdón?  Contrariamente a lo que se piensa la venganza nos trae más intranquilidad y dolor que la satisfacción que pudiera producir.

San Mateo al concluir la oración del Padrenuestro, resalta este aspecto del perdón que tanto necesitamos.  No podemos vivir en un mundo de violencia.  Pero no podremos encontrar la armonía si no somos capaces de dar y recibir perdón.  En nuestra oración de cada día, pidamos al Señor que nos conceda ese gran regalo de sabernos perdonados a pesar de nuestras grandes ofensas, que nos sintamos en armonía con Dios, pero también pidamos la gracias de saber perdonar y que pueda estar en paz nuestro corazón.

Digamos hoy de corazón: Padrenuestro.

Miércoles de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 1-6; 16-18

Mientras más nos fijemos en las exterioridades, más lejos estaremos del reconocimiento de la verdadera dignidad de la persona.

Para tener un verdadero encuentro se requiere “mirar el corazón”. Pero ¿cómo mirar el corazón si lo disfrazamos y escondemos detrás de todas las que cosas que llevamos encima?

La relación con las personas para alcanzar un verdadero amor o una verdadera amistad, está basada en esa posibilidad de descubrirnos tal como somos. Quizás por eso cada día parece más difícil encontrar estas verdaderas relaciones.

Hemos entrado en una etapa en que se ha abusado de la apariencia, de la relación convenenciera, de la utilización de las personas, de la misma manera y modo que hacemos con las cosas: la época del desechable.

En cuanto me sirve, lo uso; en cuando deja de servirme, lo tiro a la basura. Y más triste es esta actitud cuando queremos asumirla con Dios, como si lo quisiéramos instrumentalizar, utilizar para nuestros propios objetivos.

La acusación de Jesús a “los hipócritas” va más allá de un simple abuso de los ritos, de la oración y del ayuno. Va dirigida a la realidad que se guarda en el corazón. Si el corazón está vacío o se ha llenado de ambición, placer, fama y apariencia, es muy difícil establecer una relación con Dios, y las relaciones con los hombres también quedan marcadas por la falsedad.

Es triste que la oración en lugar de ser encuentro y diálogo con Dios, se convierta en exhibición; que el ayuno en lugar de ser purificación, se convierta en ostentación; y que la limosna, en vez de buscar el acercamiento con el necesitado y oportunidad para engrandecer el corazón, se utilice para  endurecerlo y buscar otro tipo de ganancias.

La misma acusación que hacía Jesús, nos queda a la medida en nuestros días, quizás no en las mismas acciones, pero sí en las mismas actitudes. ¿Qué estamos haciendo para tener un corazón libre y sincero? 

Martes de la XI semana del tiempo ordinario

M 5, 43-48

«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos». El perdón, la oración, el amor a nuestros enemigos es lo que nos pide el Evangelio de hoy, y hay que admitir lo difícil que es seguir el modelo de nuestro Padre celestial, que tiene un amor universal. Por eso, el desafío del cristiano es pedir al Señor la gracia de saber bendecir a nuestros enemigos y esforzarnos por amarlos.

Sabemos que debemos perdonar a los enemigos, porque lo decimos todos los días en el Padrenuestro: pedimos perdón como nosotros perdonamos; es una condición, aunque nada fácil. Igual que rezar por los demás, por los que nos causan dificultades, por los que nos ponen a prueba: también eso es difícil, pero lo hacemos. O al menos, a veces lo logramos. Pero, ¿rezar por los que me quieren destruir, por mis enemigos, para que Dios los bendiga? ¡Eso es verdaderamente difícil de entender!

Pensemos en el siglo pasado, en los pobres cristianos rusos que, por el solo hecho de ser cristianos, los mandaban a Siberia a morir de frío. ¿Y tenían que rezar por el gobernante tirano que los enviaba allí? ¿Cómo es posible? ¡Pues muchos lo hicieron: rezaron! O pensemos en Auschwitz y en otros campos de concentración: ¿tenían que rezar por ese dictador que quería una raza pura y asesinaba sin escrúpulos, y además rezar para que Dios le bendijese? ¡Y muchos lo hicieron!

Es la difícil lógica de Jesús que, en el Evangelio, se resume en la oración y en la justificación de aquellos que lo mataban en la Cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Jesús pide perdón por ellos, como también hace San Esteban en el momento del martirio. Cuánta distancia, infinita distancia entre nosotros, que tantas veces no perdonamos ni las cosas pequeñas, y esto que nos pide el Señor y de lo que nos dio ejemplo: perdonar a los que intentan destruirnos.

En las familias es tan difícil, a veces, perdonarse los esposos después de cualquier discusión, o perdonar a la suegra también: no es fácil. El hijo, ¿pedir perdón al padre? ¡Es difícil! Pero, ¿perdonar a los que te están matando, a los que te quieren eliminar? Y no solo perdonar: rezar por ellos, ¡para que Dios los proteja! Más aún: amarlos. Solo la palabra de Jesús puede explicar esto. Yo no consigo ir más allá.

Así pues, es una gracia que debemos pedir, la de entender algo de este misterio cristiano y ser perfectos come el Padre, que da todos sus bienes a buenos y malos. Nos vendrá bien pensar en nuestros enemigos, creo que todos los tenemos. Nos hará bien, hoy, pensar en un enemigo –creo que todos tenemos alguno–, uno que nos haya hecho mal o que nos quiere hacer daño o que intenta hacernos mal: en ese.

La oración mafiosa es: “Me la pagarás”. La oración cristiana es: “Señor, dale tu bendición y enséñame a amarlo”. Pensemos en uno: todos los tenemos. Pensemos en él. Recemos por él. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de amarlo.