Jn 14,27-31
El Señor, antes de irse, saluda a los suyos y les da el don de la paz, la paz del Señor: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo». No se trata de la paz universal, esa paz sin guerras que todos queremos que haya siempre, sino de la paz del corazón, la paz del alma, la paz que cada uno tiene dentro. Y el Señor la da, pero subraya: «no como la da el mundo». ¿Cómo da el mundo la paz y cómo la da el Señor? ¿Son paces distintas? Sí. El mundo te da “paz interior”, estamos hablando de la paz de tu vida, de ese vivir con el “corazón en paz”. Te da la paz interior como posesión tuya, como algo que es tuyo y te aísla de los demás, te mantiene en ti, es una adquisición tuya: ¡tengo paz! Y tú, sin darte cuenta, te encierras en esa paz, una paz para ti, para uno, para cada uno; es una paz solitaria, es una paz que te deja tranquilo, incluso feliz. Y en esa tranquilidad, en esa felicidad te amodorra un poco, te anestesia y te hace quedarte contigo mismo en una cierta tranquilidad. Es un poco egoísta: la paz para mí, encerrada en mí. Así la da el mundo. Es una paz costosa porque debes cambiar continuamente los “instrumentos de paz”: cuando te entusiasma una cosa, te da paz una cosa, luego se acaba y debes encontrar otra… Es costosa porque es provisional y estéril.
En cambio, la paz que da Jesús es otra cosa. Es una paz que te pone en movimiento: no te aísla, te pone en movimiento, te hacer ir a los demás, crea comunidad, crea comunicación. La del mundo es costosa, la de Jesús es gratuita, es gratis; es un don del Señor: la paz del Señor. Es fecunda, te lleva siempre adelante. Un ejemplo del Evangelio que a mí me hace pensar cómo es la paz del mundo, es aquel señor que tenía los graneros llenos y la cosecha de aquel año parecía ser buenísima y pensó: “Pues tendré que construir otros almacenes, otros graneros para poner esto y luego estaré tranquilo… Es mi tranquilidad, con eso puedo vivir tranquilo”. “Necio, dice Dios, esta noche morirás”. Es una paz inmanente, que no te abre la puerta al más allá. En cambio, la paz del Señor es abierta, adonde Él fue, está abierta al Cielo, está abierta al Paraíso. Es una paz fecunda que se abre y lleva también a otros contigo al Paraíso.
Creo que nos ayudará pensar un poco: ¿cuál es mi paz, dónde encuentro yo paz? ¿En las cosas, en el bienestar, en los viajes, en las posesiones, en tantas cosas, o encuentro la paz como don del Señor? ¿Debo pagar la paz o la recibo gratis del Señor? ¿Cómo es mi paz? ¿Cuándo me falta algo me enfado? Esa no es la paz del Señor. Esa es una de las pruebas. ¿Estoy tranquilo en mi paz, “me duermo”? No es del Señor. ¿Estoy en paz y quiero comunicarla a los demás y llevar algo adelante? ¡Esa es la paz del Señor! También en los momentos malos, difíciles, ¿permanece en mí esa paz? Es del Señor. Y la paz del Señor es fecunda también para mí porque está llena de esperanza, es decir, mira al Cielo. La paz, la que nos da Jesús, es una paz para ahora y para el futuro. Es comenzar a vivir el Cielo, con la fecundidad del Cielo. No es anestesia. La otra sí: tú te anestesias con las cosas del mundo y cuando la dosis de esa anestesia se acaba, te tomas otra y otra y otra… Esta es una paz definitiva, fecunda y contagiosa. No es narcisista, porque siempre mira al Señor. La otra mira a ti, es un poco narcisista.
Que el Señor nos dé esa paz llena de esperanza, que nos hace fecundos, nos hace comunicativos con los demás, que crea comunidad y que siempre mira a la definitiva paz del Paraíso.