Lunes de la XXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 6, 6-11

En nuestro mundo moderno, en donde las «agendas» van guiando el rumbo y el orden de nuestro día, se puede caer también en la tentación de programar la caridad.

Jesús en este pasaje es criticado por sanar a un hombre en el día de reposo. ¿Cuántas veces nosotros, en nuestras mismas familias, en nuestro trato con los hijos, con el esposo o la esposa, o con los padres, ponemos también esta excusa, para no servir, para no hacer la caridad?

Es triste que esto suceda y que muchas veces la caridad tome el lugar de «cuando haya tiempo», que el servicio a nuestros hermanos tenga que tomar también su turno, máxime cuando se refiere a una situación de apremio como puede ser la salud.

Es triste que la esposa o los hijos tengan que «tener cita» para ser atendidos y escuchados. No dejes que tu agenda gobierne tu vida, sé tú, como Jesús, dueño de tu tiempo, especialmente en tu relación con tus seres queridos.

Sábado de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 6, 1-5

Jesús, caminando con los suyos, atraviesa un sembrado. Una jornada de normalidad en donde se dan cita el hambre, el cansancio y las preguntas sobre la Ley.

Comer las espigas en día de sábado suponía el esfuerzo de desgranarlas con las manos, y ese trabajo no estaba permitido hacer en sábado; por eso los celosos de la guarda de la Ley recriminan a los discípulos y se atreven a encararse con Jesús.

Si Jesús ha venido al mundo y se ha hecho uno entre los hombres es para decir al hombre que está salvado; que los mandamientos de “santificar las fiestas, no trabajar en sábado… son caminos por los que el hombre va a Dios, disposiciones que hacen encontrar al hombre la plenitud de su ser. La Ley por si misma no tiene sentido, es la pedagogía de Dios que ayuda al hombre a hacerse más humano y a la vez más cercano a su fin.

Jesús es señor del sábado, está por encima de toda norma y quiere enseñar a los suyos que con un corazón libre todo es posible de realizar, porque lo importante es cumplir la voluntad de Dios con un corazón sencillo y verdadero. No podemos dejar que las cosas nos esclavicen, debemos usarlas para nuestra realización personal con la libertad de saber prescindir de ellas porque creemos que Dios es nuestro único todo, nuestra plenitud.

Viernes de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5, 33-39

Esta parábola llena de significado nos presenta por un lado el hecho de que el cristiano, una vez que ha decidido vivir de acuerdo al evangelio no puede ya tener los mismos patrones de vida, pues en muchas ocasiones estos serán incompatibles con el mensaje de Jesús.

La forma de enseñar de Jesús podría parecer desconcertante para sus seguidores, acostumbrados a sus maestros que citan la Ley y buscan el cumplimiento de todo. El modo de hablar de Jesús, que se dirige más al corazón, que utiliza el lenguaje de los sencillos, que retoma los dichos populares y les da nuevo significado va quedando metido en el corazón de los sencillos.

Escribas y fariseos desde el inicio de la predicación de Jesús buscan cuestionarlo y lo hacen con la ley en la mano, con las instituciones y tradiciones que guarda el pueblo celosamente.

La pregunta que nos describe San Lucas es muy especial porque las acusaciones son en torno a la oración y al ayuno. Si en algo se especializa San Lucas es en presentarnos a Jesús como el gran orante que buscan los momentos de silencio, intimidad y soledad para estar con Dios su Padre. Cada paso de Jesús, está precedido por un momento especial de oración. ¿Qué ha fallado entonces para que así lo acusen los escribas?

El ayuno y la oración son importantes para Jesús, pero no para esclavizar sino para dar vida, pero tienen que tener una interioridad y una espiritualidad importante.

Jesús retoma un dicho que quizás ya fuera popular, para sostener su enseñanza: “vino nuevo en odres nuevos”

El Reino de Dios solo puede entrar en un corazón nuevo dispuesto a obedecer a Dios desde lo profundo. Cuando hay una ausencia de Dios y el corazón está seco, no tiene sentido llenarse de ritos y oraciones para suplantar la soledad que sentimos.

La presencia de Jesús como el esposo, retoma una figura largamente querida en el Antiguo Testamento. Jesús es la personificación del amor conyugal que Dios Padre siente por su pueblo. Si verdaderamente se acoge esta palabra de amor dirigida al pueblo, el ayuno y la oración tendrán un sentido muy diferente.

No es la oración para llenar el vacío, es la oración que dialoga con el Amor que se hace presente en nuestro corazón. No es el ayuno para satisfacer el egoísmo y acallar la pasión, es la saciedad gozosa que produce el verdadero alimento que nos hace despreciar las migajas materialistas.

Cristo no está en contra de la oración o del ayuno, Cristo les da el verdadero significado a esa oración y a ese ayuno.

¿Cómo vivimos nosotros esa presencia de Dios en nuestras vidas? ¿Cómo brota la oración en nuestro corazón? Que sea por amor.

Jueves de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5,1-11

En el Evangelio de hoy Jesús pide a Pedro subir a su barca y, después de predicar, lo invita a echar las redes. Y tiene lugar la primera pesca milagrosa. Un episodio que nos recuerda la otra pesca milagrosa, después de la Resurrección, cuando Jesús pidió a los discípulos algo de comer. En ambos casos, hay una unción de Pedro: primero como pescador de hombres, luego como pastor. Además, Jesús le cambia el nombre de Simón a Pedro y, como buen israelita, Pedro sabía que un cambio de nombre significaba un cambio de misión. Pedro se sentía orgulloso porque quería a Jesús de verdad, y esta pesca milagrosa supone un paso adelante en su vida.

Al ver que las redes casi se rompen por la gran cantidad de peces, se arrodilló ante Jesús diciéndole: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Es el primer paso decisivo de Pedro como discípulo de Jesús, acusarse a sí mismo: ¡Soy un pecador!

El primer paso de Pedro y también el primer paso de cada uno, si queremos caminar por la vida espiritual, por la vida de Jesús, servir a Jesús, seguir a Jesús: acusarse a sí mismo. Sin acusarse a uno mismo no se puede caminar por la vida cristiana.

Pero hay un riesgo. Todos sabemos que somos pecadores, pero no es fácil acusarse a sí mismo de ser concretamente pecadores. Estamos tan acostumbrados a decir “soy pecador”, pero como quien dice “soy humano” o “soy ciudadano español”.

Acusarse a sí mismo es, en cambio, sentir la propia miseria: sentirse miserables ante el Señor. Se trata de sentir vergüenza. Y es algo que no se hace con la boca sino con el corazón, es decir, es una experiencia concreta, como cuando Pedro dice a Jesús que se aleje de él, porque es pecador: se sentía un pecador de verdad, y luego se sintió salvado. La salvación que nos trae Jesús necesita esa confesión sincera, porque no es algo cosmético, que te cambia un poco la cara con dos pinceladas: transforma pero, para que entre, hay que dejarle sitio con la confesión sincera de los propios pecados; así se experimenta el asombro de Pedro.

El primer paso de la conversión es, pues, acusarse a sí mismo con vergüenza y sentir el asombro de sentirse salvados. Debemos convertirnos, debemos hacer penitencia, rechazando la tentación de acusar a los demás. Hay gente que vive criticando y acusando a los otros, y nunca piensa en sí mismo. Cuando voy a confesarme, ¿cómo me confieso, como los loros? “Bla, bla, bla… He hecho esto y esto…”. Pero, ¿te toca el corazón lo que has hecho? Muchas veces no. Vas allí por cosmética, a maquillarte un poco para salir guapo. Pero no ha entrado en tu corazón completamente, porque no le has dejado sitio, porque no has sido capaz de acusarse a ti mismo.

Así pues, el primer paso es una gracia: que cada uno aprenda a acusarse a sí mismo y no a los demás. Una señal de que un cristiano no sabe acusarse a sí mismo es cuando está acostumbrado a acusar a los demás, a criticarlos, a meter las narices en la vida ajena. Eso es mala señal. ¿Yo hago eso? Es una buena pregunta para llegar al corazón.

Pidamos hoy al Señor la gracia de encontrarnos delante de Él con ese asombro que da su presencia, y la gracia de sentirnos pecadores, pero en concreto, y decir como Pedro: Aléjate de mí que soy un pecador.

Miércoles de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 4, 38-44

Una de las actitudes fundamentales de Jesús, y que sobre todo san Lucas no se cansa de resaltar, es la gran misericordia de Jesús que lo lleva a ser disponible para los demás.

Jesús empieza a manifestarse cercano a las multitudes y las multitudes lo escuchan, lo buscan y se sorprenden de su poder y de su autoridad.

Jesús sana a los enfermos, expulsa a los demonios, hace oración, enseña, y no se limita al círculo que le imponen ni sus familiares ni las costumbres de su pueblo. Todas sus acciones llevan la finalidad de proclamar la Buena Nueva, el Evangelio, que es el anuncio gozoso para todos los hombres de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Y su presencia genera una forma diferente de entender la vida, de relacionarse, de enfrentar la enfermedad, la injusticia y el dolor.

Al anunciar el Reino de Dios, Jesús no viene simplemente a decirnos que tendremos que vivir en justicia, que debe reinar la paz, que debemos salvaguardar la creación. Jesús anuncia sobre todo a Dios su padre, a un Dios vivo que actúa en el mundo y en la historia y que ahora está actuando. Las formas concretas de anunciarlo son la curación, aún de los más cercanos como la suegra de Pedro.

La sanación de todos los enfermos que le llevan, es la respuesta a todas las solicitudes de las personas, su oración y un impulso irresistible de anunciar este Reino de Dios a todos los pueblos.

Hoy, sus discípulos debemos retomar este anuncio, esta pasión y este fuego, y también nosotros debemos hacer presente, en medio de nosotros, a nuestro Padre Dios que vive, que camina con nosotros.

La construcción del Reino es hacer presente a nuestro Padre y dar posibilidad de vivir con la dignidad de hijos a todos los hombres.

La cercanía del Reino y la proclamación que hace del Reino nos deja entrever que Él mismo hace presente el Reino, porque a través de su presencia y de su actividad, Dios ha entrado en la historia de la humanidad de una forma completamente nueva.

Acerquémonos a Jesús, contemplémoslo en toda su actividad y dejémonos cuestionar cómo estamos nosotros viviendo este Reino, cuáles son nuestras prioridades, qué actividad nos lleva a hacer viva en medio de nosotros esta presencia actuante de Dios.

Martes de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 4, 31-37

Una de las estrategias más astutas del demonio, y que usa con gran habilidad sobre todo en nuestros días, es hacernos creer que no existe.

El nuestro mundo lleno de tecnología y ciencia, con frecuencia aparecen fenómenos que nos desconciertan y asombran. Negamos la existencia del demonio y después quedamos desconcertados ante los acontecimientos que no les encontramos explicación. Se han multiplicado los exorcismos y las protecciones contra Satanás. ¿Se estará haciendo más presente el demonio en nuestros días?

No creo que ese tipo de presencia, posesiones y fenómenos paranormales tengan mucho que ver con la presencia del demonio y no es ésta la situación que más me preocupa, ni la que más parece preocuparle a Jesús. Su preocupación es el mal que ata y esclaviza a la persona, su preocupación son las cadenas que nulifican al hombre, su preocupación es la injusticia y la impiedad.

El mismo Papa Francisco con frecuencia hace alusión a esta presencia e influencia del demonio en nuestras vidas.

Jesús inicia su ministerio predicando la Palabra que lleva paz y armonía al corazón, que libera de la mentira, que levanta y dignifica y después en una forma visible, delante de todos, libera a un hombre atormentado por el demonio.

No nos imaginemos posesiones en cada ocasión que se habla del espíritu del mal en los pasajes bíblicos. A toda enfermedad y dolencia se le consideraba atadura de Satanás y de todas estas ataduras nos viene a liberar Jesús.

Que no nos asusten esos fenómenos en que se quiere a fuerzas descubrir a Satanás, pero también, que no seamos ingenuos y neguemos toda la influencia que están teniendo las fuerzas del mal en nuestros tiempos y en las decisiones que se toman diariamente. Por eso ahí tenemos en nuestros días la violencia, las injusticias, las mentiras, la corrupción, para darnos cuenta de esa presencia fuerte de Satanás en nuestros días.

Quizás nosotros, no tanto con nuestras palabras, pero si con las actitudes también le decimos a Jesús que se aleje de nosotros y que nos deje en nuestro mundo de mentiras, de corrupción y de egoísmo.

“Déjanos, ¿por qué te metes con nosotros?” Es el contraste entre la forma de pensar y actuar de quién tiene el Espíritu de Jesús y de quien se deja conducir por el espíritu del mundo.

Que hoy nos acerquemos a Jesús, que le permitamos compartir su vida con nosotros, que cambiemos nuestra forma de vivir.