Jueves de la V Semana de Cuaresma

Jn 8,51-59

«El Señor se acuerda de su alianza eternamente». Lo acabamos de repetir en el Salmo responsorial (Sal 105,8). El Señor no olvida, nunca olvida. Bueno, sólo olvida en un caso, cuando perdona los pecados. Después de perdonar pierde la memoria, no recuerda los pecados. En los demás casos Dios no se olvida. Su fidelidad es memoria. Su fidelidad a su pueblo. Su fidelidad a Abraham es el recuerdo de las promesas que hizo. Dios eligió a Abraham para hacer un camino. Abraham es un elegido, era un elegido. Dios lo eligió. Luego en esa elección le prometió una herencia y hoy, en el pasaje del libro del Génesis, hay un paso más. «Por mi parte, esta es mi alianza contigo» (Gn 17,4). La alianza. Una alianza que le hace ver a lo lejos su fecundidad: «serás padre de muchedumbre de pueblos». La elección, la promesa y la alianza son las tres dimensiones de la vida de fe, las tres dimensiones de la vida cristiana.

Cada uno de nosotros es un elegido, nadie elige ser cristiano entre todas las posibilidades que le ofrece el “mercado” religioso. Somos cristianos porque hemos sido elegidos. En esta elección hay una promesa, hay una promesa de esperanza, el signo es la fecundidad: Abraham serás padre de una muchedumbre de pueblos y… serás fecundo en la fe. Tu fe florecerá en las obras, en las buenas obras, en las obras de fecundidad también, una fe fecunda. Pero debes —el tercer paso— observar la alianza conmigo. Y la alianza es fidelidad, ser fiel. Hemos sido elegidos, el Señor nos ha hecho una promesa, ahora nos pide una alianza. Una alianza de fidelidad. Jesús dice que Abraham se regocijó pensando, viendo su día, el día de la gran fecundidad, ese hijo suyo —Jesús era hijo de Abraham — que vino a rehacer la creación, que es más difícil que hacerla, dice la liturgia, vino a redimir nuestros pecados, a liberarnos.

El cristiano es cristiano no para hacer ver la fe del bautismo: la fe de bautismo es un papel. Eres cristiano si dices sí a la elección que Dios hizo de ti, si vas tras las promesas que el Señor te hizo y si vives una alianza con el Señor: esa es la vida cristiana. Los pecados del camino están siempre en contra de esas tres dimensiones: no aceptar la elección y “elegir” nosotros muchos ídolos, tantas cosas que no son de Dios. No aceptar la esperanza en la promesa, ir, mirar de lejos las promesas, incluso muchas veces, como dice la Carta a los Hebreos, saludándolas de lejos y hacer que las promesas estén hoy con los pequeños ídolos que nosotros hacemos, y olvidar la alianza, vivir sin alianza, como si estuviéramos sin alianza.

La fecundidad es la alegría, esa alegría de Abraham que previó el día de Jesús y se llenó de alegría. Esa es la revelación que la palabra de Dios nos da hoy acerca de nuestra existencia cristiana. Que sea como la de nuestro Padre: consciente de ser elegido, alegre de ir hacia una promesa y fiel en el cumplimiento de la alianza.

Miércoles de la V Semana de Cuaresma

Jn 8,31-42

En estos días, la Iglesia nos hace escuchar el capítulo octavo de Juan (8,31-42): es la discusión tan fuerte entre Jesús y los doctores de la Ley. Y sobre todo, se intenta mostrar la identidad: Juan procura acercarnos a esa lucha para aclarar la identidad, tanto de Jesús como la identidad de los doctores. Jesús los arrincona haciéndoles ver sus contradicciones. Y ellos, al final, no hallan otra salida que el insulto: es una de las páginas más tristes, es una blasfemia. Insultan a la Virgen.

Y hablando de identidad, Jesús dice a los judíos que habían creído, les aconseja: «Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos». Vuelve esa palabra tan querida para el Señor que la repetirá tantas veces, y luego en la cena: permanecer. “Permanecéis en mi”. Permanecer en el Señor. No dice: “Estudiad mucho, aprended bien los argumentos”: eso lo da por descontado. Sino que va a lo más importante, a lo que es más peligroso en la vida, si no se hace: permanecer. “Permaneced en mi palabra”. Y los que permanecen en la palabra de Jesús tienen la identidad cristiana. ¿Y cuál es? “Seréis de verdad discípulos míos”. La identidad cristiana no es un papel que dice “yo soy cristiano”, un carnet de identidad: no. Es el discipulado. Tú, si permaneces en el Señor, en la Palabra del Señor, en la vida del Señor, serás discípulo. Si no permaneces serás uno que simpatiza con la doctrina, que sigue a Jesús como un hombre que hace mucha beneficencia, es tan bueno, que tiene valores justos, pero el discipulado es la verdadera identidad del cristiano.

Y será el discipulado el que nos dará la libertad: el discípulo es un hombre libre porque permanece en el Señor. Y “permanece en el Señor”, ¿qué significa? Dejarse guiar por el Espíritu Santo. El discípulo se deja guiar por el Espíritu, por eso el discípulo es siempre un hombre de la tradición y de la novedad, es un hombre libre. Libre. Nunca sujeto a ideologías, a doctrinas dentro de la vida cristiana, doctrinas que pueden discutirse…; permanece en el Señor, es el Espíritu quien inspira. Cuando cantamos al Espíritu, le decimos que es un huésped del alma, que habita en nosotros. Pero eso, solo si permanecemos en el Señor.

Pido al Señor que nos haga conocer esa sabiduría de permanecer en Él y nos haga conocer esa familiaridad con el Espíritu: el Espíritu Santo nos da la libertad. Y esa es la unción. Quien permanece en el Señor es discípulo, y el discípulo es un ungido, un ungido por el Espíritu, que ha recibido la unción del Espíritu y la lleva adelante. Esa es la senda que Jesús nos muestra para la libertad y también para la vida. Y el discipulado es la unción que reciben los que permanecen en el Señor.

Que el Señor nos haga entender esto, que no es fácil: porque los doctores no lo comprendieron, no se entiende solo con la cabeza; se entiende con la cabeza y con el corazón, esa sabiduría de la unción del Espíritu Santo que nos hace discípulos.

Martes de la V Semana de Cuaresma

Jn 8, 21-30

La serpiente ciertamente no es un animal simpático: siempre está asociado al mal. Hasta en la revelación la serpiente es precisamente el animal que usa el diablo para inducir al pecado. En el Apocalipsis se llama al diablo “serpiente antigua”, la que desde el inicio muerde, envenena, destruye, mata. Por eso no puede tener éxito. Si quiere tener éxito como alguien que ofrece cosas hermosas, eso son fantasías: las creemos y por eso pecamos. Es lo que le pasó al pueblo de Israel: no soportó el viaje. Estaba cansado. Y el pueblo habló contra Dios y contra Moisés. Es siempre la misma música, ¿no? «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia» (Nm 21,4). Y la imaginación –lo hemos leído en los días pasados– va siempre a Egipto: “Allí estábamos bien, comíamos bien…”. Y parece que el Señor no soportó al pueblo en ese momento. Se enfadó: la ira de Dios se deja ver, a veces… Entonces, «el Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel» (Nm 21,5). En aquel momento, la serpiente es siempre la imagen del mal: el pueblo ve en la serpiente el pecado, ve en la serpiente lo que ha hecho mal. Y viene a Moisés y dice: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes» (Nm 21,7). Se arrepiente. Esa es la historia en el desierto. Moisés rezó por el pueblo y el Señor dijo a Moisés: «Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla» (Nm 21,8).

A mí se me ocurre pensar: pero eso, ¿no es una idolatría? Está la serpiente allí, un ídolo, que me da la salud… No se entiende. Lógicamente no se entiende, porque es una profecía, un anuncio de lo que pasará. Porque hemos oído también como profecía cercana, en el Evangelio: «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta». Jesús levantado: en la cruz. Moisés hace una serpiente y la levanta. Jesús será alzado, como la serpiente, para dar la salvación. Pero el núcleo de la profecía es precisamente que Jesús se hizo pecado por nosotros. No pecó: se hizo pecado. Como dice San Pedro en su Carta: “Cargó con nuestros pecados”. Y cuando miramos el crucifijo, pensamos en el Señor que sufre: todo eso es cierto. Pero nos paramos antes de llegar al centro de esa verdad: en ese momento, Tú pareces el pecador más grande, te has hecho pecado. Tomó sobre sí todos nuestros pecados, se anonadó. La cruz, cierto, es un suplicio, es la venganza de los doctores de la Ley, de los que no querían a Jesús: todo eso es cierto. Pero la verdad que viene de Dios es que Él vino al mundo para cargar con nuestros pecados hasta hacerse pecado, todo pecado. Nuestros pecados están ahí.

Debemos habituarnos a mira al crucifijo bajo esta luz, que es la más verdadera, es la luz de la redención. En Jesús hecho pecado vemos la derrota total de Cristo. No disimula morir, no aparenta sufrir, solo, abandonado… “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Una serpiente: yo soy alzado como una serpiente, como eso que es todo pecado.

No es fácil entender esto y, si lo pensamos, jamás llegaremos a una conclusión. Solo contemplar, rezar y dar gracias.

Lunes de la V Semana de Cuaresma

Jn 8,1-11

En el Salmo (Sal 22) responsorial hemos rezado: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan».

Esa es la experiencia que tuvieron estas dos mujeres, cuya historia hemos leído en las dos Lecturas: una mujer inocente, acusada falsamente, calumniada (Dan 13,41 ss), y una mujer pecadora (Jn 8,1ss). Ambas condenadas a muerte. La inocente y la pecadora. Algún Padre de la Iglesia veía en estas mujeres una figura de la Iglesia: santa, pero con hijos pecadores. Decían en una bonita expresión latina: la Iglesia es la “casta meretrix” (cfr. San Ambrosio), la santa con hijos pecadores.

Ambas mujeres estaban desesperadas, humanamente desesperadas. Pero Susana se fía de Dios. También hay dos grupos de personas, de hombres; ambos al servicio de la Iglesia: los jueces y los maestros de la Ley. No eran eclesiásticos, pero estaban al servicio de la Iglesia, en el tribunal y en la enseñanza de la Ley. Distintos. Los primeros, los que acusaban a Susana, eran corruptos: el juez corrupto, la figura emblemática en la historia. También en el Evangelio Jesús reprende, en la parábola de la viuda insistente, al juez corrupto que no creía en Dios y no le importaba nada de los demás. Los corruptos. Los doctores de la Ley no eran corruptos, sino hipócritas.

Y estas mujeres, una cayó en manos de los hipócritas y la otra en manos de los corruptos: no había escapatoria. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan». Ambas mujeres estaban en un valle oscuro, caminaban por allí: un valle oscuro, hacia la muerte. La primera explícitamente se fía de Dios y el Señor interviene. La segunda, pobrecilla, sabe que es culpable, avergonzada ante todo el pueblo –porque el pueblo estaba presente en ambas situaciones– no lo dice el Evangelio, pero seguramente rezaba por dentro, pedía alguna ayuda.

¿Qué hace el Señor con esta gente? A la mujer inocente la salva, le hace justicia. A la mujer pecadora la perdona. A los jueces corruptos los condena; a los hipócritas los ayuda a convertirse y, ante el pueblo, dice: ¿A sí? «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra», y uno a uno se fueron yendo. Tiene cierta ironía el apóstol Juan aquí: «Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos». Les deja un poco de tiempo para arrepentirse; a los corruptos no los perdona, simplemente porque el corrupto es incapaz de pedir perdón, fue más lejos. Se cansó… no, no se cansó: no es capaz. La corrupción le quita hasta la capacidad que todos tenemos de avergonzarnos, de pedir perdón. No, el corrupto es seguro, va adelante, destruye, abusa de la gente, como a esta mujer, todo, todo… sigue adelante. Se pone en el lugar de Dios.

A las mujeres el Señor responde. A Susana la libera de esos corruptos, la hace ir adelante, y a la otra: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». La deja ir. Y eso, delante del pueblo. En el primer caso, el pueblo alaba al Señor; en el segundo caso, el pueblo aprende. Aprende cómo es la misericordia de Dios.

Cada uno tiene sus historias. Cada uno tiene sus pecados. Y si no los recuerda, que piense un poco: los encontrará. Agradece a Dios si los encuentras, porque si no los hallas, eres un corrupto. Cada uno tiene sus pecados. Miremos al Señor que hace justicia pero que es tan misericordioso. No nos avergoncemos de estar en la Iglesia: avergoncémonos de ser pecadores. La Iglesia es madre de todos. Demos gracias a Dios por no ser corruptos, por ser pecadores. Y cada uno, viendo como Jesús actúa en estos casos, se fíe de la misericordia de Dios. Y rece, con confianza en la misericordia de Dios, pida perdón. Porque Dios «me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras –el valle del pecado–, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan».

Sábado de la IV Semana de Cuaresma

Jn 7, 40-53

“Y se volvieron cada uno a su casa»: después de la discusión y todo eso, cada uno volvió a sus convicciones. Hay una división en la gente: el pueblo que sigue a Jesús lo escucha –no se da cuenta del mucho tiempo que pasa escuchándolo, porque la Palabra de Jesús entra en el corazón– y el grupo de los doctores de la Ley que a priori rechaza a Jesús porque no actúa según la ley, según ellos. Son dos grupos de personas. El pueblo que ama a Jesús, lo sigue, y el grupo de los intelectuales de la Ley, los jefes de Israel, los jefes del pueblo. Esto se ve claro cuando «los guardias del templo acudieron a los sumos sacerdotes y fariseos, y estos les dijeron: “¿Por qué no lo habéis traído?”. Los guardias respondieron: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre. Los fariseos les replicaron: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos”». Este grupo de doctores de la Ley, la élite, siente desprecio por Jesús. Pero también siente desprecio por el pueblo, “esa gente”, que es ignorante, que no sabe nada. El santo pueblo fiel de Dios cree en Jesús, lo sigue, y ese grupito de élite, los doctores de la Ley, se separa del pueblo y no recibe a Jesús. ¿Cómo así, si eran ilustrados, inteligentes, habían estudiado? Porque tenían un gran defecto: habían perdido la memoria de su propia pertenencia a un pueblo.

El pueblo de Dios sigue a Jesús… no sabe explicar por qué, pero lo sigue y llega al corazón, y no se cansa. Pensemos en el día de la multiplicación de los panes: han estado toda la jornada con Jesús, hasta el punto de que los apóstoles dicen a Jesús: “Despídelos, para que vayan a comprarse de comer” (cfr. Mc 6,36). Hasta los apóstoles tomaban distancia, no tenían en consideración, no despreciaban, pero no tenían en consideración al pueblo de Dios. “Que vayan a comer”. La respuesta de Jesús: “Dadles vosotros de comer”. Los devuelve al pueblo.

Esta división entre la élite de los dirigentes religiosos y el pueblo es un drama que viene de lejos. Pensemos también en el Antiguo Testamento, en la actitud de los hijos de Elí en el templo: usaban al pueblo de Dios; y si viene a cumplir la Ley alguno de ellos un poco ateo, decían: “Son supersticiosos”. El desprecio del pueblo. El desprecio de la gente “que no es educada como nosotros que hemos estudiado, que sabemos…”. En cambio, el pueblo de Dios tiene una gracia grande: el olfato. El olfato de saber dónde está el Espíritu. Es pecador, como nosotros: es pecador. Pero tiene ese olfato de conocer las sendas de la salvación.

El problema de las élites, de los clérigos de élite como esos, es que habían perdido la memoria de su pertenencia al pueblo de Dios; se han vuelto sofisticados, han pasado a otra clase social, se sienten líderes. Eso es el clericalismo, que ya se daba allí. “¿Pero cómo es posible –he oído estos días– que esas monjas, esos sacerdotes que están sanos vayan a los pobres a darles de comer, y pueden coger el coronavirus? ¡Diga a la madre superiora que no deje salir a las monjas, diga al obispo que no deje salir a los sacerdotes! ¡Ellos están para los sacramentos! ¡Pero para dar de comer, que provea el gobierno!”. De esto se habla en estos días: el mismo argumento. “Es gente de segunda clase: nosotros somos la clase dirigente, no debemos ensuciarnos las manos con los pobres”.

Tantas veces pienso: es gente buena –sacerdotes, monjas– que no tienen el valor de ir a servir a los pobres. Algo falta. Lo que faltaba a esa gente, a los doctores de la Ley. Han perdido la memoria, han perdido lo que Jesús sentía en el corazón: que era parte de su propio pueblo. Han perdido la memoria de lo que Dios dijo a David: “Yo te tomé del rebaño”. Han perdido la memoria de su pertenencia al rebaño.

Y estos, cada uno, cada uno volvió a su casa. Una división. Nicodemo, que algo veía –era un hombre inquieto, quizá no tan valiente, bastante diplomático, pero inquieto–, fue a Jesús después, pero era fiel en lo que podía; intenta una mediación y parte de la Ley: «¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?». Le respondieron, pero no respondieron a la pregunta sobre la Ley: «¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas». Y así acabaron la discusión.

Pensemos también hoy en tantos hombres y mujeres cualificados en el servicio de Dios que son buenos y van a servir al pueblo; tantos sacerdotes que no se separan del pueblo. El otro día me llegó una fotografía de un sacerdote, párroco de montaña, de muchas aldeas, en un lugar donde nieva, y en la nieve llevaba el ostensorio a los pueblecitos para dar la bendición. No le importaba la nieve, no le importaba el ardor que el frío le hacía sentir en sus manos en contacto con el metal de la custodia: solo le importaba llevar a Jesús a la gente.

Pensemos, cada uno, de qué parte estamos, si estamos en medio, un poco indecisos, si estamos con el sentir del pueblo de Dios, del pueblo fiel de Dios que no puede fallar. Y pensemos en la élite que se separa del pueblo de Dios, en ese clericalismo. Y tal vez nos venga bien a todos el consejo que Pablo da a su discípulo, el obispo, joven obispo Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela”. Acuérdate de tu madre y de tu abuela. Si Pablo aconsejaba esto era porque sabía bien el peligro al que llevaba ese sentido de élite en nuestra gestión.

Viernes de la IV Semana de Cuaresma

Jn 7,1-2.10.25-30

La primera Lectura (Sb 2,1.12-22) es como la crónica anunciada de lo que le pasará a Jesús. Es una crónica anticipada, una profecía. Parece una descripción histórica de lo que sucedió después. ¿Qué dicen los impíos? «Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida; presume de conocer a Dios y se llama a sí mismo hijo de Dios. Es un reproche contra nuestros criterios, su sola presencia nos resulta insoportable. Lleva una vida distinta de los demás, y va por caminos diferentes. Nos considera moneda falsa y nos esquiva como a impuros. Proclama dichoso el destino de los justos, y presume de tener por padre a Dios. Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si el justo es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos». Pensemos en lo que decían a Jesús en la Cruz: “Si eres el Hijo de Dios, baja; que venga Él a salvarte”. Y luego, el plan de acción: pongámoslo a prueba, «lo someteremos a ultrajes y torturas, para conocer su temple y comprobar su resistencia. Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará». Es una profecía de lo que pasó. Y los judíos intentaban matarlo, dice el Evangelio: «Entonces intentaban agarrarlo; pero nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora».

Esta profecía es muy detallada; el plan de acción de esa gente malvada es muy detallado, no se ahorra nada: ponerlo a prueba con violencia y tormentos y comprobar su espíritu de resistencia, tenderle insidias, ponerle trampas para ver si cae… Esto no es un simple odio, no es un plan de acción maligno –ciertamente– de un partido contra el otro: esto es otra cosa. Esto se llama ensañamiento: cuando el demonio, que está siempre detrás de cada inquina, intenta destruir y no ahorra en medios. Pensemos en el inicio del Libro de Job, que es profético de esto: Dios está satisfecho del modo de vivir de Job, y el diablo le dice: “Sí, porque tiene de todo, no pasa dificultades. ¡Ponlo a prueba!”. Y primero el diablo le quita los bienes, luego le quita la salud y Job nunca, jamás se apartó de Dios. El diablo se ensaña siempre. Detrás de cada inquina está el demonio, para destruir la obra de Dios. Detrás de una discusión o una enemistad, puede que esté el demonio, pero de lejos, con las tentaciones normales. Pero cuando hay ensañamiento, no lo dudemos: está la presencia del demonio. Y el ensañamiento es sutil, sutil. Pensemos cómo el demonio se ensañó no solo contra Jesús, sino también en las persecuciones de los cristianos; cómo buscó los medios más sofisticados para llevarles a la apostasía, a alejarse de Dios. Esto es, como decimos en el lenguaje ordinario, eso es diabólico: sí; inteligencia diabólica.

¿Y qué se hace en el momento del ensañamiento? Se pueden hacer solo dos cosas: discutir con esa gente no es posible porque tienen sus propias ideas, ideas fijas, ideas que el diablo ha sembrado en su corazón. Hemos oído cuál es su plan de acción. ¿Qué se puede hacer? Lo que hizo Jesús: callar. Sorprende, cuando leemos en el Evangelio, que ante todas las acusaciones, ante todas esas cosas, Jesús callaba. Ante el espíritu de ensañamiento, solo el silencio, nunca la justificación. Jamás. Jesús habló, explicó… Pero cuando comprendió que ya no había palabras, el silencio. Y en silencio Jesús sufrió la Pasión. Es el silencio del justo ante el ensañamiento. Y esto es válido también para –llamémoslo así– los pequeños ensañamientos diarios, cuando alguno siente que hay una murmuración contra él, y se dicen cosas, pero luego no hay nada… ¡estar callado! Silencio. Padecer y tolerar el ensañamiento del chismorreo. El chisme es también un ensañamiento, una inquina social: en la sociedad, en el barrio, en el lugar de trabajo, pero siempre contra él. Es un ensañamiento no tan fuerte como este, pero es ensañamiento, para destruir al otro, porque se ve que el otro estorba, molesta.

Pidamos al Señor la gracia de luchar contra el mal espíritu, de discutir cuando debemos discutir; pero ante el espíritu de ensañamiento, tener la valentía de callar y dejar que los otros hablen. Lo mismo ante este pequeño ensañamiento diario que es la murmuración: dejar hablar. En silencio, delante de Dios.