Miércoles de la XVII Semana Ordinaria

Mt 13, 44-46

Jesús, como buen oriental, hablaba frecuentemente en parábolas. Por una parte, es un lenguaje evocador, es decir, emplea comparaciones generalmente asequibles a la gente, que facilitan la comprensión del contenido que se quiere transmitir. Por otra parte, sin embargo, tiene un componente enigmático que atrae la atención del oyente y provoca su reflexión. Para descubrir el sentido religioso de las parábolas se requiere frecuentemente una explicación de las imágenes utilizadas; además, una sola parábola no es suficiente para captar todo el alcance de la comparación.

Jesús las utiliza para hablar del reino de Dios que ha venido a anunciar. Ese reino o reinado de Dios es un régimen de vida presidido por el proyecto amoroso de Dios, y no es fácil de comprender a la primera (ni de aceptar en seguida). Jesús se sirve de unas cuantas parábolas para ponerlo al alcance de sus oyentes. Les quiere hacer ver que se trata de algo muy valioso, que provoca una reacción inmediata en quien lo descubre.

Las dos parábolas del evangelio de hoy van en esa dirección. La del tesoro escondido nos habla de que el reino no es algo patente, sino más bien oculto a la simple mirada humana, más allá de las apariencias. La de la perla preciosa nos dice que no es frecuente toparse con él, que no hay que identificarlo con cualquier cosa de cierto valor que nos encontremos, que es algo de gran precio que puede sorprendernos en cualquier momento. Ambas parábolas invitan a vivir con alegría ese descubrimiento, que ha provocado un vuelco en la vida, una verdadera conversión, y por el que merece la pena renunciar a muchas cosas que creíamos insustituibles.

¿Me he encontrado con Dios alguna vez? ¿De qué manera y qué reacción me ha provocado? ¿Cómo entiendo yo el reino de Dios predicado por Jesús? ¿He descubierto alguno de sus rasgos en mi vida y/o en el mundo en el que vivo?

Martes de la XVII Semana Ordinaria

Mt 13, 36-43

Dios no nos pide grandes cosas. Es cierto que el seguimiento de Jesús es exigente, no por el cumplimiento de cien mil preceptos o requisitos, sino porque la amistad con Él nos exige fidelidad y lealtad. Como cualquier amigo. Y así lo vemos en este pasaje de Mateo, sobre la cizaña en el campo. Lejos de la multitud y de las gentes, los discípulos le preguntan: “acláranos la parábola de la cizaña en el campo”. En el encuentro con Jesús, en la proximidad cara a cara, Jesús les explica el significado del Reino.

El Padre ha enviado a su Hijo a sembrar la buena noticia, a enseñar el camino de salvación y justicia, a ofrecer la mano amiga de apoyo y misericordia para rehacer un mundo de amor y de hermandad. Pero no todos aceptan el reto de Dios, no todos están en la dinámica del bien y del servicio. El egoísmo, la avaricia, la soberbia, la violencia, el individualismo, son la cizaña que ahoga y oculta la buena semilla. Hemos de convivir con ello, en el conflicto del bien y el mal no sólo en este mundo, sino también dentro de nosotros. A sabiendas que como seguidores de Jesús, nuestra opción está en ser ciudadanos del Reino, en construir el Reino, mano con mano con Jesús y con nuestros hermanos en Jesús. Tolerantes y comprensivos con los fallos ajenos, que sólo a los ángeles de Dios le toca juzgar.

Nuestra tarea es reflejar y hacer brillar la verdad y la justicia de Dios en nuestro mundo, para que el Dios compasivo y misericordioso haga que triunfe finalmente la semilla del Reino. Así, en el encuentro íntimo y personal con Dios, cogemos fuerzas y encontramos el coraje necesario para ser verdaderos ciudadanos del Reino, constructores de un mundo mejor, de un mundo en paz a través de la justicia, la reconciliación, el diálogo y la promoción de los más desfavorecidos. Eso exige nuestra amistad con Dios, incondicional y gratuita. La justicia definitiva vendrá de la mano del Dios misericordioso, del que nosotros somos testigos. ¿Aceptamos ser “amigos de Dios”?