Jueves de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 12,49-53

Es probable que la primera vez que oímos a Jesús las palabras del evangelio de hoy, nos chocaron y extrañaron. Pero ahondando y profundizando en ellas caímos en la cuenta de que dicen la  verdad y que Jesús acierta.

Jesús sabe que su mensaje dirigido a todos los hombres es un mensaje que les alegra el corazón, que les lleva a vivir la vida con sentido y esperanza. Es como un fuego, y claro que Jesús desea que ese fuego, su mensaje iluminador y felicitante, llegue cuanto antes a todo el mundo, y les haga disfrutar de la vida.

También es cierto que Jesús ha venido a traer división y no paz. Lo que ha venido es a traer la buena noticia de su evangelio que nos lleva a la alegría de vivir. Entendemos que Jesús provoca división, porque habrá personas que nos aceptan ni su mensaje ni su persona.

Miércoles de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 12,39-48

Jesús habla muchas veces de la vigilancia, de la necesidad de estar atentos a hacer el bien en toda ocasión. Y pone dos ejemplos iluminadores: el dueño de una casa, que vigila para que no le roben por descuido; y el administrador de una propiedad, o el criado de alguna casa, que trata de ser siempre fiel a sus obligaciones para merecer el elogio por su comportamiento y no ser censurado por falta de responsabilidad.

El primer ejemplo apunta a la incertidumbre de la hora en que vendrá el Señor. Nos invita a estar preparados, pues el Hijo del hombre llegará como juez de nuestros actos. No se trata de evitar sorpresas desagradables ante la gravedad de ese juicio (el Señor no está al acecho de nuestros fallos), sino de vivir convencidos de que Dios está constantemente presente entre nosotros y hacer siempre las cosas con el esmero que él merece. Ningún momento es menos relevante que otro para obrar el bien.

El segundo ejemplo hace referencia a las responsabilidades en la comunidad. El encargado de alguna tarea, si es prudente, tratará de permanecer fiel en el desempeño de la misma hasta que el Señor venga. No ya por temor a ser castigado si no cumple con su deber, sino más bien por la conciencia que tiene de servir a los demás con lo mejor de sí mismo, sabiendo que todos los otros son sus hermanos.

Para nosotros el único Señor es Jesús resucitado; todos los demás somos servidores y hermanos, cualquiera que sea el puesto que ocupemos. Y los que están situados más arriba tienen una mayor responsabilidad. “Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá”. A todos, sin embargo, se nos pide el máximo. No está más lleno el vaso que rebosa que el dedal que se derrama por los bordes. Ambos colman su capacidad.

¿Vivimos siempre pendientes del Señor, sin obsesión, pero sin pereza? ¿Servimos siempre con diligencia, sin agobio, pero sin desidia?

Martes de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 12,35-38

Este texto de Lucas se enmarca en las parábolas escatológicas de la vigilancia, muy común en las primeras comunidades cristianas. Es una vigilancia activa, de estar pendientes y aplicados, de no tener apegos a las cosas terrenales, de esperar fervorosos la llegada del Señor. La nueva vida a la que nos llama Jesús se desarrolla en esta atmósfera de confianza y espera. Si hemos sido agraciados con la benevolencia y la filiación divina, debemos participar y compartir esa gracia con los demás. Estamos llamados al amor de Dios, y en ese amor hacemos partícipes a todas las personas que conviven con nosotros. Vigilancia activa significa que tenemos puesto un ojo en el Padre y una mirada generosa en nuestros hermanos, en quienes comparten la vida con nosotros. También en los malos momentos, en las dificultades que la vida nos plantea. Dios está a nuestro lado y siempre podemos apoyarnos en esa fe para saber enriquecernos y enriquecer a quienes pueden apoyarnos. Estamos llamados a ser felices, pero no de forma individual y solitaria. Nuestra felicidad consiste en encontrar nuestra plenitud como personas, como hijos de Dios, pero hermanos de los demás. Por eso, el dolor, el sufrimiento o la desgracia ajena no pueden dejarnos indiferentes. El dolor del mundo es nuestro dolor, del que Jesús vino a liberarnos. El mal del mundo es un problema a combatir, a desterrar, una lucha en que tenemos que implicarnos, porque Dios nos ha liberado para superar esa vieja humanidad. Con las lámparas encendidas, activos e implicados, esperamos la futura vida de Dios que nos trajo Jesús.

¡Que seamos capaces de vivir en ese amor comprometido que nos abre a Dios y nos realiza como fieles creyentes!

Lunes de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 12,13-21

Hoy toca el Evangelio uno de los puntos neurálgicos de la vida humana: la avidez de la riqueza. El Papa Francisco comentando este mismo texto en días pasados, afirmaba que la ambición de las riquezas ha causado graves daños a la relación humana. Y criticaba a quienes, en medio de una crisis económica que hunde a los países pobres en más miseria y corrupción, se dicen preocupados por la situación, pero desde una cómoda situación de seguridad y ventajas. El problema se torna cada día más grave pues en lugar de disminuir las deudas o aumentar el empleo, se hace la situación más angustiante.

Ya también nos decían los obispos que: “La desigualdad es el desafío más importante que enfrenta un país. La pobreza sigue siendo el principal problema que vulnera a la mayoría de los países. Según datos oficiales, que miden la pobreza en relación con el ingreso, la mitad de la población de nuestro país vive en situación de pobreza. 44 millones de personas viven en pobreza en México, y de ellas, 24 millones la padecen en su forma extrema.

La pobreza priva a las personas de las condiciones de vida que les aseguren su derecho a una alimentación adecuada y a la satisfacción de las necesidades básicas. Atender su situación se plantea como una urgencia moralmente inaplazable, pues hablamos de derechos sociales básicos sin los cuales no se garantiza el derecho a una vida humana”

Y hoy Cristo nos dice cuál es la raíz de todos esos problemas: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.  Con el ejemplo de un hombre que acumuló y hacía planes para el futuro cuando estaba a punto de terminar su vida, Cristo nos hace ver que la riqueza se queda en este mundo y que no se logra nada con ella para la vida eterna.

Nos exhorta a no amontonar riquezas, sino a hacernos ricos delante de Dios. Nosotros hoy podemos mirar nuestro corazón y ver si lo tenemos libre de la ambición. Claro que es muy fácil decir que somos generosos y que estamos libres de ese pecado, pero examinémonos y veamos qué cosas concretas estamos haciendo para compartir en estos momentos.

Se dice que cuando hay pobreza aumenta la violencia, pero nosotros como cristianos tenemos que hacer que aumente la generosidad, la capacidad de organización, el construir entre todos, el compartir lo poco que tenemos, el defender frente a estructuras y leyes injustas. En esto nos da un gran ejemplo Jesús que compartió y dio su vida.

¿Cómo estoy compartiendo y cómo estoy dando vida?

Sábado de la XXVIII Semana Ordinaria

Lucas 12, 8-12

El mundo necesita testigos de Cristo y de su Evangelio. Necesita santos. Y el maestro que nos va guiando hacia esta meta es el Espíritu Santo. Es Él quien nos enseña cómo ser seguidores auténticos de Cristo. Nos da también la fuerza y el valor para ser heraldos del Evangelio ante los hombres.

Pero, ¿cómo aprender del Espíritu Santo? ¿Cómo escuchar su voz en nuestro interior, en un mundo lleno de ruidos? Es posible que sepamos de memoria los resultados de los últimos Juegos Olímpicos, o las novedades de la moda o la política, pero para nosotros el Espíritu Santo puede ser aún ese gran desconocido. Hay que aprender a escucharle en el silencio de nuestra alma, en la celebración de la liturgia, en la lectura atenta del Nuevo Testamento, en los escritos del Papa y de los santos.

El Espíritu Santo debe ser para nosotros un amigo, un socio con el que queramos tratar el negocio de nuestra salvación. Para ello, el alma debe recogerse, escuchar su voz y seguir con docilidad sus inspiraciones. Son inspiraciones sencillas, que exigen poco a poco una mayor entrega y fidelidad a Dios. Pero en esta exigencia encontramos también el camino de nuestra felicidad. Dios sabe perfectamente qué nos conviene, y nos lo comunica a través de su enviado, nuestro colaborador, el Espíritu Santo.

Viernes de la XXVIII Semana Ordinaria

Lucas 12, 1-7

El miedo se ha ido adueñando de muchos espacios de nuestra sociedad.  Tenemos miedo al futuro, tenemos miedo a las enfermedades, tenemos miedo a la violencia. Y no es que no sea sano tener un sano temor, pues está basado en ese instinto de sobrevivencia que nos protege de los peligros.  Lo grave se presenta cuando este miedo nos paraliza, nos coloca en una situación de pánico y nos impide actuar con la debida prudencia.

Jesús habla muy claro de evitar la hipocresía.  ¿Qué hacen los hipócritas? Se maquillan, se maquillan de buenos: ponen cara de estampita, rezan mirando al cielo, se muestran, se consideran más justos que los demás, desprecian a los otros. La hipocresía es el miedo a descubrir nuestro interior ante los demás, el aparentar una cosa y vivir otra.

El desprestigio brotado de nuestras incoherencias no debería impedirnos actuar, y no es que Jesús nos invite a ir pregonando nuestras intimidades por todos lados, lo que Jesús exige es una coherencia entre la vida y la palabra.

Somos humano y comentemos errores, pero no es cristiano llevar una doble vida.  Pero además, Jesús nos invita llena de esperanza y de confianza.  No podemos vivir en el temor.

Muchos de nuestros temores se basan en complejos que no nos permiten desarrollar nuestras capacidades; otros temores están basados en creernos superiores y descubrir que somos débiles.

Jesús nos invita a que nuestra confianza la pongamos en Dios Padre que cuida de nosotros.  El gran ejemplo se nos presenta en el mismo Jesús, Él es la Palabra, pero la Palabra hecha carne, la Palabra que se hace verdad, que se puede tocar.  Así deberíamos ser nosotros, consecuentes con lo que hablamos.  Pero además Jesús se reconoce perseguido, en peligro y acosado, sin embargo se mantiene firme en la búsqueda de su Reino y se descubre siempre en manos de su Padre Dios.

Creo que es el mejor ejemplo para cada uno de nosotros, no podemos encerrarnos en casa, no podemos callar antes las injusticias y los desenfrenos, no podemos ser cómplices con nuestro silencio del mal que nos está cercando. 

Tenemos que ser, como dirá Jesús en otra ocasión, sencillos como palomas, pero astutos como serpientes.  Sabernos pequeños y frágiles, pero estar dispuestos a afrontar los más grandes riesgos porque estamos en manos del Señor.  Si el Señor estar con nosotros, ¿Quién estará contra nosotros?

Jueves de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11, 47-54

Sigue Jesús descubriendo la verdad, más bien la mentira, de los fariseos y de los juristas, con dos nuevos “ayes”. Se lamenta Jesús que levanten mausoleos a los profetas cuando fueron sus padres quienes les mataron… aprobando así lo que ellos hicieron. Por desgracia, la muerte de los profetas, de los que hablan en nombre de Dios, por parte del pueblo a quienes se dirigen, es una constante en la historia religiosa, que llega su punto culminante cuando las autoridades judías matan a Jesús, al mismo Hijo de Dios, el que vino a ofrecernos las palabras de Dios sobre cómo vivir nuestra vida humana, y alcanzar la salvación.

También se lamenta Jesús, en un nuevo “ay”, de que los juristas no quieran trasmitir la verdad, encerrándola, quedándose con la lleve del saber, sin dejar que llegue a sus destinatarios. Una advertencia para todos los cristianos, para todos los predicadores cristianos que hemos de transmitir el evangelio de Jesús tal como él nos lo predicó, su verdad, la verdad que salva, libera y da sentido a nuestra vida. 

San Lucas

Lc 10, 1-9

Hoy, la liturgia de la Palabra nos presenta los pequeños detalles del día a día de los seguidores de Jesús. Asumir la misión apostólica implica la lucidez implícita a la misión recibida. Tanto Jesús aconseja y orienta en los pequeños detalles como alerta de los desafíos que encontraremos en la misión. Pablo, apóstol incansable del Evangelio, vive y experimenta las dificultades propias de quien vive la fe en Jesucristo.

Pero el Señor me ayudó y me dio salud para anunciar íntegro el mensaje

Esta carta, atribuida a Pablo, tiene un tono íntimo y de confidencialidad. Su destinatario era Timoteo, gran amigo y colaborador de Pablo. Con el último versículo del fragmento de la carta que la liturgia nos presenta hoy, se resume todas las situaciones y adversidades vividas por Pablo. Y a pesar de todo, merecía la pena. El único en quien puede confiar con total certeza es el Señor, pues es Él quien le ayuda y da salud. El motivo por el cual toda su vida y los sufrimientos enfrentados valen la pena es conseguir anunciar de forma íntegra el Evangelio a los gentiles.

Hoy, la primera lectura nos presenta el detalle de las pequeñas cosas que hacen parte del día a día del seguidor de Jesús, entre ellas quien va a un lugar o a otro, quien está con él en la misión, qué materiales necesita y quien podría ayudarle. Y como la vida de fe no es una ilusión, sino una realidad encarnada y concreta. En la confidencialidad del desahogo también comparte quien le trató mal, quienes le abandonan, quienes… Eso sí, resume todo lo compartido afirmando que el Señor le ayudó y fue posible anunciar el mensaje a los que no se habían encontrado con Cristo.

¡Poneos en camino!

Así, con ese ímpetu, envía Jesús a otros setenta y dos, de dos en dos. Aquellos que debían ir delante de Él. Así nos continúa enviando a nosotros, a los lugares a donde Él debe ir. Y nos envía con los mismos consejos y advertencias. Los pequeños detalles del saber llegar y saber salir de un lugar, de aceptar la acogida que se nos ofrece, de cómo debemos comportarnos… Pero también alertando que nos envía en medio de situaciones donde impera el mal, que no siempre seremos acogidos, ni nosotros ni el mensaje que llevamos con la vida y la palabra. Que no nos preocupemos… la paz reposará sobre aquellos que son gente de paz.

Pongámonos en camino, con prontitud y lucidez en medio de las circunstancias en las cuales nos corresponde vivir la fe. El encuentro personal con Jesucristo nos alienta y fortalece. La llamada a participar de esta misión es honesta, pues no promete ninguna realidad utópica ni ideal. La fidelidad se criba en las dificultades.

Dejemos resonar dentro de nosotros: “¡Poneos en camino!”

Martes de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11,37-41

Una cosa que no nos ayuda a crecer en santidad es el maximizar lo que quizás no es importante y minimizar lo que sí lo es.

Hoy en día, como en el tiempo de Jesús, se le da mucha importancia a la «exterioridad».

Es muy interesante la actitud que Jesús adopta ante los fariseos.  Acepta las invitaciones a comer, pero no se deja atrapar por sus redes de hipocresía; puede estar muy cerca de ellos y compartir con ellos todo lo que le ofrecen, y hacerlo sinceramente, pero al mismo tiempo sentirse plenamente libre para manifestar sus convicciones.

Sentarse a la mesa sin lavarse las manos, quizás a nosotros se nos ocurriría que sería falta de higiene, pero los fariseos van mucho más allá.  No se trata de que las manos estén sucias, sino que las consideran impuras.  Pero, ¿cómo está el corazón?, esto no les preocupa.

A nosotros, nos sucede con mucha frecuencia lo mismo.  Somos capaces de detectar las más pequeñas minucias y tragarnos limpiamente los más grandes problemas como si no hubiera pasado nada.  Hipocresía, palabra que suena dura y que todos rechazamos, pero es la actitud que asumimos constantemente en nuestras relaciones. 

No se trata de ser cínico e ir por el mundo lanzando insultos y ofensas en aras de una supuesta sinceridad.  No. La hipocresía no está reñida con el cinismo, sino con la verdad y la honestidad.

Podemos equivocarnos, es cierto, pero una cosa es una equivocación, que a cualquiera nos pasa, y otra es llevar una vida doble: exigir una cosa y vivir otra; decir que estamos luchando por unos ideales y en realidad estar persiguiendo nuestros propios propósitos.

Desgraciadamente en muchos ámbitos sociales, políticos y también religiosos, nos importa más lo que dicen y opinan los demás, el quedar bien, aparentar, pero finalmente estar engañando.

La imagen de la limpieza del vaso es más que elocuente, se limpia el exterior pero el interior está lleno de robos y maldad.  La solución que Cristo propone va mucho más allá de lo que la apariencia sugiere.  No propone la limosna que acalla y tranquiliza la conciencia, sino una verdadera participación de nuestros bienes y de nuestras personas en favor de los necesitados. 

Sólo cuando se tiene el corazón libre se es capaz de dar nuestro tiempo, nuestra persona, nuestras posesiones a favor de nuestros hermanos.  Entonces la religiosidad tiene un sentido.  Se puede ofrecer el sacrificio porque estamos siendo coherentes con la ofrenda que presentamos y con la vida que vivimos.

¿Nos llamará Cristo también a nosotros hipócritas?  ¿Qué tendremos que cambiar?

Lunes de la XXVIII Semana Ordinaria

Lucas 11, 29-32

A este texto le precede una perícopa donde se relata que Jesús expulsa un demonio el cuál había dejado mudo a un hombre, es decir, Jesús, es, ofrece un signo de vida a una persona oprimida, excluida. Sin embargo, algunos dudan, otros piden un signo diferente y algunos se sorprenden, para todos ellos es difícil abrirse a la acción, presencia, de Jesús, les supone un cambio, una apertura. Es en este contexto donde el texto de hoy se desarrolla.

Jesús está rodeado de una multitud, parece que están buscando “algo”, ¿un mensaje de vida o alguna respuesta o esperando alguna oferta? Jesús se dirige a ellos como una generación malvada, generación que no acepta su presencia, su palabra y gestos no son acogidos.

Ante la obstinación y el rechazo de esta generación Jesús reacciona con firmeza afirmando que las palabras de Jonás, las cuáles invitaban a la conversión, fueron acogidas como signo de la presencia de Dios, de su compasión y su amor por el pueblo, así Él está llamado a ser, presencia de Dios.

Jesús está presente en nuestro mundo “yo estoy con ustedes todos los días” (Mt 28, 20). No obstante, su presencia para engendrar vida necesita ser recibida, acogida. Jesús nos deja libres para abrirnos o cerrarnos ante Él, acoger la vida o rechazarla. Hoy lunes, ¿qué signos de la presencia de Dios descubro a mí alrededor? ¿Cómo lo acojo? ¿A qué me invita?