Viernes de la XXVI semana del tiempo ordinario

Bar 1,15-22; Lucas 10, 13-16. 

Hoy iniciamos la lectura del profeta Baruc, como iniciamos cada celebración eucarística, reconociendo nuestros pecados.

El acto de constricción sincero se hace más doloroso al recordar la bondad del Señor. Baruc expresa el arrepentimiento del pueblo: “hemos pecado contra el Señor y no le hemos hecho caso, lo hemos desobedecido y no hemos escuchado su voz, ni hemos cumplido los mandamientos que Él nos dio”

La confesión de la propia culpa, para el pueblo de Israel, es su búsqueda para reintegrarse a la Alianza. Recordando la grandeza y bondad del Señor quieren redimir la Alianza con Él pactada.

Con Cristo, la oración penitencial y la confesión de las culpas adquieren un nuevo sentido. Por la sangre y la resurrección de Cristo obtenemos la misericordia y el perdón de los pecados.

La penitencia, es ahora, una confesión gozosa y gratificante de la misericordia de Dios. El reconocimiento de nuestros pecados es el primer paso para encontrar nuevamente la paz. Ningún enfermo se puede curar sino acepta primero su enfermedad.

¿No estaremos mirando angustiados nuestros pecados? ¿Reconocemos el gran amor de Cristo que nos lava y nos deja limpios?

Pero el perdón de Jesús no nos lleva a una especie de conformismo o pasividad interior, pensando que Él ya ha obtenido para nosotros el perdón, sino al contrario, nos urge a una mayor lucha contra todas nuestras equivocaciones. La reconciliación nos invita a purificarnos siempre más y a vivir en mayor armonía con Dios, con los demás y con nosotros mismos.

Hoy tenemos que reconocer las intervenciones amorosas de Dios a favor de cada uno de nosotros y buscar sinceramente la reconciliación. Exclamemos con el salmo: “Por el honor de tu nombre, Señor, líbranos”.

Las ciudades condenadas en el evangelio por Jesús acusan ese grado de indiferencia y apatía, y de no reconocer sus propios pecados. No nos parezcamos a esas ciudades de Corazaín, de Betsaida que reciben el reproche del Señor porque no se han convertido. El primer paso para la conversión es reconocer el propio pecado y ponerlo frente a la bondad grande y misericordiosa de Dios.

Hoy, así, vivamos este día en arrepentimiento, en conversión, pero en cercanía y confianza con el Dios que nos salva.

Si el hombre es honesto descubrirá en su vida el rastro amoroso de Dios. De este Dios que nos busca, que no se cansa de hacernos el bien, de un Dios que a pesar de nuestras infidelidades continúa manifestándose con amor. Jesús hoy reprocha a estas ciudades que no fueron capaces de descubrir todo lo que Dios había hecho por ellas; no fueron capaces de cambiar su vida ni aun viendo la obra de Dios en ella. No permitas que esto pase en tu vida…

Pidamos, pues a Cristo que nos conceda hoy la gracia de querer convertirnos a Él.

Jueves de la XXVI semana del tiempo ordinario

Lc 10,1-12


Jesús no es un misionero aislado, no quiere realizar solo su misión, sino que involucra a sus discípulos. Además de los Doce apóstoles, llama a otros Setenta y Dos, y los envía a las aldeas, de dos en dos, a anunciar que el Reino de Dios está cerca. Esto es muy bonito.
 

Jesús no quiere obrar solo, ha venido a traer al mundo el amor de Dios y quiere difundirlo con el estilo de la comunión, con el estilo de la fraternidad. Por eso forma inmediatamente una comunidad de discípulos, que es una comunidad misionera. Inmediatamente los entrena a la misión, a ir. 

Pero atención: la finalidad no es socializar, pasar el tiempo juntos, no, la finalidad es anunciar el Reino de Dios, y esto es urgente, también hoy es urgente, no hay tiempo que perder en charlas, no es necesario esperar el consenso de todos, es necesario ir y anunciar.  

A todos se lleva la paz de Cristo, y si no la reciben, se va hacia adelante. A los enfermos se les lleva la curación, porque Dios quiere curar al hombre de todo mal. 

Cuántos misioneros hacen esto. Siembran vida, salud, consuelo en las periferias del mundo. Qué bonito es esto. No vivir para sí mismo, no vivir para sí misma. Sino vivir para ir a hacer el bien… 

¿Quiénes son estos Setenta y Dos discípulos que Jesús envía? ¿Qué representan? Si los Doce son los Apóstoles, y por tanto representan también a los Obispos, sus sucesores, estos setenta y dos pueden representar a los demás ministros ordenados, a los presbíteros y diáconos; pero en sentido más amplio podemos pensar en los otros ministros en la Iglesia, en los catequistas, en los fieles laicos que se empeñan en las misiones parroquiales, en quien trabaja con los enfermos, con las diversas formas de necesidad y de marginación; pero siempre como misioneros del Evangelio, con la urgencia del Reino que está cerca. 

Todos deben ser misioneros. Todos pueden sentir esa llamada de Jesús e ir hacia adelante a anunciar el Reino. 

Dice el Evangelio que estos Setenta y Dos volvieron de su misión llenos de alegría, porque habían experimentado el poder del Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo confirma: a estos discípulos Él les da la fuerza de derrotar al maligno. Pero añade: «No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos».  

No debemos vanagloriarnos como si fuéramos nosotros los protagonistas: protagonista es uno solo, es el Señor, protagonista es la gracia del Señor. Él es el único protagonista. Y nuestra alegría es sólo ésta: ser sus discípulos, ser sus amigos.

Martes de la XXVI semana del tiempo ordinario

Lc 9, 51-56

Podemos llamar a este pasaje “el evangelio del perdón sincero”. Cristo manda a sus apóstoles a prepararle el camino, a avisar a la gente de ese pueblo que iba a parar allí. Pero esas personas de Samaria, en lugar de descubrir a Cristo entre el grupo de viajeros, sólo se fijaron en que “tenían intención de ir a Jerusalén”.

¿Por qué hay pueblos y comunidades que parecen irreconciliables? ¿Por qué por encima de las reflexiones y de las propuestas de una mejor relación, prevalecen los caprichos y se retoman las ofensas?

Detrás del pasaje evangélico de este día, encontramos dos terribles realidades y un signo de esperanza. La primera realidad que salta a nuestra vista son las puertas cerradas para Jesús en el territorio de Samaría. Muchos argumentos, no es rechazo directo a su persona, si no es porque se está dirigiendo a Jerusalén.

Más allá de cuestionar la propuesta de Jesús, lo que rechazan es su decisión de ir a Jerusalén. No es que no estén de acuerdo con sus palabas o con sus milagros, es que tienen los prejuicios que han dividido a los pueblos. Esta situación no es difícil de encontrar en medio de nosotros. Desde la simple relación de amigos y cercanos que chantajean con quitar la amistad si se le habla a otra persona, hasta las graves decisiones que involucran en bien de una nación y que se obstaculiza cuando no proviene de personas o partidos afines. Prevalecen las enemistades y descalificaciones antes que mirar y examinar objetivamente las propuestas.

Los discípulos hacen los mismo o peor, porque han sido rechazados, añaden la propuesta de aniquilación. Parecería gran amor a la Buena Nueva y al mismo Jesús, pero Jesús no acepta este tipo de rechazos y de condenas a causa de su persona.

Cuántos conflictos religiosos e ideológicos evitaríamos si escucháramos este pasaje y comprendiéramos la actitud de Jesús que ofrece apasionadamente su oferta de salvación, pero no está dispuesto a hacer una guerra y a condenar a los que no aceptan esta oferta de salvación.

Estas dos actitudes, tanto de los samaritanos como de los discípulos, tendrían que hacernos pensar seriamente en las graves situaciones de discriminación, descalificaciones y condenas por motivos religiosos o de ideologías que nos están destruyendo.

Hay en este pasaje un gran signo que nos ofrece Jesús: su firme determinación para salvarnos. La condena que ha recibido desde Jerusalén, no basta para detenerlo en la decisión de afrontar la pasión y la muerte, con tal de ofrecernos una verdadera liberación.

Hagamos una comparación de la mira y expectativas tanto de los discípulos como de los samaritanos, frente la generosidad y determinación de Jesús. ¿Qué nos dice a nuestra manera de actuar?

Lunes de la XXVI semana del tiempo ordinario

San Lucas 9,46-50                                          El Evangelio de San Lucas nos presenta en este día, la discusión de los discípulos por ver quién es el más importante de ellos, y la prohibición a uno que no era del grupo y que andaba expulsando demonios en nombre de Jesús. Son dos actitudes que separan a las personas, que aíslan y que a veces hasta hacen odiosos a quienes las tienen.

Muy contrario es el actuar de Jesús y lo asemeja a un niño que pone en medio de ellos. Los pleitos por los primeros lugares y las descalificaciones las encontramos a la orden del día en todos los lugares: la familia, la política, los partidos, los grupos y hasta en la Iglesia. Es más fácil destruir que construir, es más fácil criticar que proponer, pero Jesús siempre propone, siempre ofrece y siempre acepta. Y sus discípulos deben parecerse a él.

Además, es una actitud más sana: gana más una sonrisa que una actitud hostil, abre más puertas una palabra amable que la descalificación. Sin embargo, nos cuesta mucho trabajo aceptar al que es diferente. Aunque tengamos los mismos objetivos, si otro lo está haciendo, sentimos como competencia y nos gusta ser los primeros, ser reconocidos, tener autoridad.

El poder atrae, pero con frecuencia corrompe el corazón. Aún en los sitios más pequeños encontramos estas luchas por ser el primero, por aparecer y por tener la exclusividad. Jesús ofrece una alternativa: mirar a los demás como hermanos que construyen el mismo reino que nosotros, ofrecer nuestros servicios, hacerse el último, no para huir de los trabajos, sino para servir mejor a todos los hermanos. Así lo ha hecho Jesús y este ejemplo nos ha dado. Jesús comparte y abre su corazón aún a los de otros lugares.

Hoy también nosotros estemos dispuestos al encuentro, ya que en el hermano encontraremos a Jesús.

Viernes de la XXV semana del tiempo ordinario

Ag 1, 15-2, 9

Hemos llegado a una situación que nos provoca desaliento, sobre todo porque se ha perdido todo respeto para la persona humana, porque se le compra o se le vende, porque se le agrede y menosprecia, porque la vida humana en muchas situaciones ha perdido su valor. Pero cada persona es un templo del Señor.

En la lectura del profeta Ageo encontramos al pueblo desalentado porque no contemplan el esplendor que tenía antiguamente el templo. El profeta los anima con estas palabras: “¡ánimo!, Zorobabel; ¡ánimo!, Josué; ¡ánimo!, pueblo entero. ¡Manos a la obra!, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor de los ejércitos. Conforme a la alianza que hice con vosotros, cuando salisteis de Egipto, mi espíritu estará con vosotros. No temáis”.

Como quisiera que estas mismas palabras resonaran para cada uno de nosotros que a veces nos encontramos desalentados. Si nos fijamos solamente en nuestras pobres fuerzas, no tendremos éxito, pero si pensamos en que Dios está con nosotros, encontraremos la fuerza necesaria para levantarnos cada día y salir adelante.

El pueblo de Israel había sufrido mucho y después del destierro no tenía ni la ilusión ni el entusiasmo necesario para reconstruir el templo. Hoy hay muchos templos que necesitan reconstrucción. Y no me refiero primordialmente a las capillas e iglesias físicas, sino a esos otros templos que somos cada uno de nosotros. Cada persona es un santuario de Dios y no presenta el esplendor de su dignidad. Hay que reconstruir y renovar. Hay quien ha perdido el sentido de su vida, quien siente que no vale nada, a quien lo han mortificado y humillado tanto que no tiene alientos para levantarse.

Hoy el Señor nos recuerda que cada uno somos templos suyos, que somos una obra valiosa de sus manos y que ningún malhechor nos puede destruir. Hoy también para nosotros son esas palabras de ánimo que pronuncia el profeta Ageo para que iniciemos esta reconstrucción. “No temáis, porque yo estoy con vosotros”.

Jueves de la XXV semana del tiempo ordinario

Lucas 9, 7-9

¿Quién es este hombre que congrega a las multitudes, este hombre que cura a los enfermos, este hombre que nos habla de un Reino nuevo y a quien el mar y el viento obedecen? ¿Es un reformador social? ¿Un nuevo profeta? ¿Un revolucionario? ¿O el hombre más genial de todos los tiempos?

¿Cuál era la actitud de Herodes frente a Jesús? El Evangelio de hoy, nos presenta la perplejidad de Herodes ante las noticias que le llegan de Jesús.

Si san Lucas nos ha presentado, desde el inicio de su evangelio, un Mesías que viene a liberar, a dar vista a los ciegos, a proclamar buena nueva, un buen parámetro, es lo que pudieran pensar las autoridades.

Las curaciones narradas en el capítulo anterior, la tempestad calmada, la curación del endemoniado, todo nos va presentando la figura de Jesús como el verdadero Mesías que viene a hacer presente el Reino de Dios.

Herodes, que representaría la ambición y las estructuras del Imperio Romano, parece ser signo de las fuerzas opositoras y de muerte.

San Lucas, que en un momento antes, nos presentó el envío de los doce, parecería manifestarnos las fuerzas a las que tendrá que oponerse. Herodes ha oído hablar de Jesús y se cuestiona en su interior quién será este nuevo líder del que hablan las multitudes. Reflejando las opiniones que le llegan, se inquieta al saber que podría ser un nuevo Juan el Bautista a quien él había mandado matar.

Siempre los de arriba están inquietos y preocupados cuando empieza a surgir nueva vida en el pueblo. Herodes quisiera conocer a Jesús, pero no parece que sea con un corazón dispuesto, sino previniendo los peligros que pudiera suscitar un agitador.

Jesús, ya ha asumido la misma misión que tenían los profetas: transmite la Palabra de Dios haciéndola resaltar en cada una de las curaciones y de sus milagros, y empieza a surgir muy fuerte la pregunta: ¿Quién es este Jesús?

Los cercanos creían conocerlo, pero Jesús les manifestará pronto que se han equivocado en su apreciación. Los lejanos y poderosos tienen curiosidad, pero más parecería miedo. ¿Y nosotros qué pensamos? ¿Quién es este Jesús? ¿Qué significa para nuestra vida?

Lo conocemos desde pequeños, pero quizás no nos hemos dado la oportunidad de tener un verdadero encuentro con Él, de constatar su pensamiento, de percibir sus ideales, de mirar su forma de enseñar.

No nos quedemos como Herodes que solamente, hasta la hora de la Pasión se volverá a encontrar con Jesús, si no que aprovechemos cada momento e invitémoslo a que también se haga presente en nuestras vidas, en nuestra casa, en nuestro trabajo, en nuestras relaciones.

Llevémonos hoy en nuestro corazón esta pregunta: ¿Quién es este Jesús? Es una pregunta que se puede hacer por curiosidad o se puede hacer por seguridad.

Miércoles de la XXV semana del tiempo ordinario

Lc 9,1-6

En el mundo consumista y tecnificado de nuestros días, buscamos que incluso la evangelización caiga bajo los mismos criterios.

Jesús envía a un camino. Un camino que, claro está, no es un simple paseo. Lo que hace Jesús, es un envío con un mensaje: anunciar el Evangelio, salir para llevar la salvación, el Evangelio de la salvación. Y esta es la tarea que Jesús da a sus discípulos.

Por ello, quien permanece paralizado y no sale, no da a los demás lo que ha recibido en el bautismo, no es un auténtico discípulo de Jesús. En efecto, le falta la misionariedad, le falta salir de sí mismo para llevar algo de bien a los demás.

Así, pues, hay un doble camino que Jesús quiere de sus discípulos. Esto contiene la primera palabra que pone de relieve el Evangelio de hoy: caminar, camino.

Está luego la segunda: servicio. Y está estrechamente relacionada con la primera. Es necesario caminar para servir a los demás. Nos dice el Evangelio: “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Sanad a los enfermos, resucitad muertos, sanad leprosos, expulsad a los demonios”.  

Aquí está el deber del discípulo: servir. Un discípulo que no sirve a los demás no es cristiano.

Punto de referencia de cada discípulo debe ser lo que Jesús predicó en las dos columnas del cristianismo: las bienaventuranzas y, el servicio.

Este debe ser el marco del servicio evangélico. No hay escapatorias. Si un discípulo no camina para servir, no sirve para caminar. Si su vida no es para el servicio, no sirve para vivir como cristiano.

Precisamente en este aspecto se encuentra, en muchos, la tentación del egoísmo. Está quien dice: “Sí, soy cristiano, estoy en paz, me confieso, voy a misa, cumplo los mandamientos”. Pero, ¿dónde está el servicio a los demás? ¿Dónde está el servicio a Jesús en el enfermo, en el preso, en el hambriento, en el desnudo?

Y precisamente esto es lo que Jesús nos dijo que debemos hacer porque Él está allí. He aquí, la segunda palabra clave: el servicio a Cristo en los demás.

Existe una relación también con la tercera palabra de este pasaje, que es gratuidad. Caminar, en el servicio, en la gratuidad… Una cuestión fundamental que empuja al Señor a aclararla bien por si los discípulos no hubiesen entendido. Él les explica: “No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno”.

Como diciendo que el camino del servicio es gratuito porque nosotros hemos recibido la salvación gratuitamente. Ninguno de nosotros ha comprado la salvación, ninguno de nosotros la ha merecido, la tenemos por pura gracia del Padre en Jesucristo, en el sacrificio de Jesucristo.

Esfuérzate en hacer bien lo que de acuerdo a tu vocación y estado te corresponde, anuncia con tu vida y con tu ejemplo el Evangelio y deja que Dios provea todas tus necesidades.

Martes de la XXV semana del tiempo ordinario

Lc 8, 19-21 

Este pasaje, en algunas ocasiones se ha utilizado para desacreditar la figura de María Santísima, haciendo aparecer la respuesta de Jesús como un rechazo a su Santísima Madre. Nada más lejos de la realidad. Para Lucas, María es el modelo perfecto del discípulo.

Jesús aprovecha la llegada de su madre para hacer toda una catequesis sobre lo que para Él es verdaderamente importante: hacer la voluntad de Dios. Ciertamente María es grande a los ojos de Dios por ser la madre de Jesús, su Hijo único, pero es aún más grande porque ella: «escucha la palabra de Dios y la pone en práctica».

Estas son las dos condiciones para seguir a Jesús: escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Esta es la vida cristiana.

Tal vez nosotros la hayamos hecho un poco difícil, con tantas explicaciones que nadie entiende, pero la vida cristiana es así: escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica.

He aquí porqué Jesús contesta a quien le refería que sus parientes lo estaban buscando: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica».

Y para escuchar la Palabra de Dios, la Palabra de Jesús basta abrir la Biblia, el Evangelio.

Pero estas páginas no deben ser leídas, sino escuchadas. «Escuchar la Palabra de Dios es leer eso y decir: « ¿Pero qué me dice a mí esto, a mi corazón? ¿Qué me está diciendo Dios a mí, con esta palabra?»». Y nuestra vida cambia.

Cada vez que nosotros hacemos esto, abrimos el Evangelio, leemos un pasaje y nos preguntamos: «Con esto Dios me habla, ¿me dice algo a mí? Y si dice algo, ¿qué cosa me dice?» esto es escuchar la Palabra de Dios, escucharla con los oídos y escucharla con el corazón.

Los enemigos de Jesús escuchaban la Palabra de Jesús, pero estaban cerca de Él para tratar de encontrar una equivocación, para hacerlo patinar, y para que perdiera autoridad. Pero jamás se preguntaban: «¿Qué cosa me dice Dios a mí en esta Palabra?».

Y Dios no habla sólo a todos; sí, habla a todos, pero habla a cada uno de nosotros. El Evangelio ha sido escrito para cada uno de nosotros.

Ciertamente, poner después en práctica lo que se ha escuchado no es fácil, porque es más fácil vivir tranquilamente sin preocuparse de las exigencias de la Palabra de Dios. Pistas concretas para hacerlo son los Mandamientos, las Bienaventuranzas.

Contando siempre con la ayuda de Jesús, incluso cuando nuestro corazón escucha y hace de cuenta que no comprende. Él es misericordioso y perdona a todos, espera a todos, porque es paciente.

Viernes de la XXIV semana del tiempo ordinario

Lc 8, 1-3 

San Lucas, además de ser el Evangelio de la misericordia entre los pobres, podríamos decir que es también el Evangelio de la mujer y su misión importante junto a Jesús. Es quien más destaca el papel de María desde los primeros años de Jesús y quien mira con más respeto y atención a cada una de las mujeres que se acercan a Jesús. 

Los rabinos excluían a las mujeres de su círculo inmediato. Para la oración pública se necesitaba un mínimo de diez personas, pero éstas deberían ser varones, la mujer no contaba.

Como en un breve resumen, el pasaje de este día pretende manifestarnos este papel tan importante que tuvieron las mujeres en la vida del Salvador.

San Lucas, nos refiere con sencillez el acompañamiento que daban a Jesús y a sus discípulos algunas mujeres. No las deja en el anonimato, al igual que a los apóstoles, son mujeres que han sentido en su presencia la atracción transformadora de Jesús. Han dejado a un lado sus vidas pasadas y ahora están entregadas plenamente a la construcción del Reino.

Para aquellos tiempos debió parecer absurdo que un Maestro se hiciera acompañar de mujeres como si fueran discípulos que recibían enseñanza. Para Jesús, la mujer tiene el derecho de recibir el Evangelio, y después será también la primera que asuma la misión de ser testigo de la resurrección y que lleva la Buena Nueva.

El Reino de Jesús supera las barreras de los títulos y de los sexos, todos son de igual dignidad ante Dios, y todos tienen la misma misión de construirlo en nuestro tiempo y en nuestro lugar.

Por los caminos de Galilea no va Jesús solo, sino se hace acompañar por mujeres que se han liberado de sus cadenas y que ahora sostienen a Jesús con su cariño y con sus bienes.

Nuestro mundo, de tantos libertinajes, de tantas exigencias de respeto a los derechos de los demás, se ha quedado corto en el respeto y la participación de la mujer en todos los espacios. Aún quienes se definen como feministas han creado nuevas barreras que no expresan realmente la dignidad de la mujer y que la someten a nuevas esclavitudes.

La actitud que nos presenta el Evangelio tendría que hacernos pensar nuevamente estos roles que se han asignado a la mujer. Hombre y mujer físicamente somos diferentes, pero somos iguales en su valor, en su dignidad y en sus derechos.

En la Iglesia, en el trabajo, en la sociedad tendremos que ir dando nuevos espacios, sin luchas ni competencias inútiles, sino buscando construir, al estilo de Jesús, esta nueva comunidad.

Que hoy, cada mujer se sienta comprendida, amada, respetada y nunca utilizada. Que hoy, cada mujer se sienta con una misión especial que le confiere Jesús.

Jueves de la XXIV semana del tiempo ordinario

Lucas 7, 36-50

Cada hombre vale lo que puede valer su amor. El amor, lo dijo alguien hace muchos siglos, no tiene precio. Se atribuye al rey Salomón esta frase: “Si alguien quisiese comprar todo el amor con todas sus riquezas se haría el más despreciable entre los hombres”. Un empresario multimillonario puede comprar las acciones de muchas empresas más débiles que la suya, pero no puede lograr, con todos sus miles de millones de dólares, comprar la sonrisa amorosa de su esposa o de sus hijos. Y si el amor es algo inapreciable, si vale más que todos los diamantes de Sudáfrica, vale mucho más la persona, cada hombre o mujer, capaces de amar.

Por eso podemos decir que cuesta mucho, muchísimo, casi una cifra infinita de dólares, cada ser humano. Mejor aún: tiene un precio que sólo se puede comprender cuando entramos en la lógica del “banco del amor”, cuando aprendemos a mirar a los demás con los ojos de quien descubre que todos nacemos y vivimos si nos sostiene el amor de los otros, y que nuestra vida es imposible el día en que nos dejen de amar y en el que nos olvidemos de amar.

¿Quieres saber cuánto vales? No cuentes lo que tienes. Mira solamente si te aman y si amas, como esta mujer pecadora que amaba a Cristo y Cristo la amaba porque sabía que le daba no sólo un valioso perfume sobre sus pies, sino un valioso amor que vale más que todas las riquezas del fariseo. El fariseo dejaba de lado a todos aquellos que él consideraba pecadores pero no sabía que en el corazón de Cristo no hay apartados. Él ama a todos los hombres y espera ser correspondido por cada uno de ellos. De igual forma en nuestra vida, amemos a los hombres sin considerar su fealdad o belleza, su condición social o sus defectos.