Virgen de Guadalupe

Decíamos en la oración colecta de la misa: “Padre de Misericordia, que has puesto a este pueblo tuyo bajo la especial protección de la siempre Virgen María de Guadalupe”.  Así es, Dios nos ha querido poner bajo la protección de la Virgen de Guadalupe y ella quiere conducirnos, quiere llevarnos a quien tenemos que poner como el centro de nuestra vida, es decir a su Hijo Jesucristo.

Hoy más que nunca hemos de acudir a la Virgen de Guadalupe para que ella nos evangelice, para que ella dé respuesta a todos los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo.  Hoy más que nuca hemos de acudir a la Virgen de Guadalupe para que haga desaparecer las tinieblas de la idolatría de este tiempo: el dinero, el sexo, el materialismo, porque cada vez la sociedad mexicana es más permisiva y se va alejado más día a día de los valores del evangelio.

Si María de Guadalupe ocupa un lugar importante en nuestra vida religiosa, Jesucristo debe estar en el centro y continuar siendo el eje de toda nuestra vida de fe.

Hoy queremos decirle a nuestra Madre de Guadalupe que reciba nuestro saludo y nuestra ofrenda, pero sobre todo que reciba el amor de nuestros corazones.  Hoy, ante nuestra Madre, hemos de sentirnos como San Juan Diego, “pequeños, escalerillas de tabla, gente menuda, sin importancia”, pero sabiendo que somos sus hijos que hemos sido redimidos por la sangre de su Hijo Jesús y que buscamos también, como tantas otras personas en nuestra patria, la felicidad verdadera.

El Evangelio llegó a México, gracias a los misioneros y se dejó ver una gran señal en nuestro pueblo: la Madre de Dios por quien se vive y selló con su presencia una alianza y un modo especial de evangelización.  Todo México, indígena y pobre, el indio humillado e indefenso fue levantado de su postración, fue escogido por nuestra Madre de Guadalupe.  Una vez más se hizo realidad las palabras de Cristo: “los pobres son evangelizados”.

En el Tepeyac en aquel día de encuentro del indio Juan Dios con María se descubre nuestra vocación a la fraternidad, es decir, estamos llamados a ser hermanos, a todos nos dice la Virgen: “Hijo mío el más pequeño de mis hijos…no estoy aquí que soy tu Madre”.  Por lo tanto hemos de quitar todas las barreras que nos dividen, porque el mensaje de María es una proclamación del amor de Dios por todos los hombres, nuestros hermanos.  En María se descubre el rostro maternal del Evangelio, el rostro de la misericordia.

Desde entonces el mexicano comprendió y pidió otras formas de vida y sabía que tenía que dejar ciertas costumbres opuestas a la Revelación de Dios como eran los sacrificios humanos.

Hagamos nuestro este mensaje de Santa María de Guadalupe, por eso el Tepeyac es signo de unidad nacional: Espiritual mariano y elemento vital de nuestra fe.

Hemos de apoyarnos en María de Guadalupe para que las espinas que azotan a México desaparezcan.  Esas espinas que son hoy la falta de empleo, la pobreza, la enfermedad y la miseria.  Vemos injusticias, vemos hermanos nuestros destrozados por la droga o el alcohol, vemos el número creciente de hermanos nuestros que buscan una mejor vida, porque los salarios ya no son suficiente, porque con lo que ganan no pueden darle una mejor educación a sus hijos, e intentan pasar al otro lado para buscar esa mejor vida y, frecuentemente se encuentran con la muerte; constatamos que la familia se va desintegrando y que no encontramos los camino para comprender la necesidad y la urgencia de salvarla.

En definitiva, vemos un México con mucha miseria material y esto hace que aumente el número de hermanos que no puede asistir a la escuela y formarse para la vida.  Podemos decir que no hemos sabido poner todas nuestras fuerzas y todo nuestro ser para el servicio del bien y, quizás hemos colaborado en ocasiones a que crezca la fuerza del mal y nos hemos involucrado en esa corriente de mal.

Dios ha bendecido a México con muchas riquezas materiales, pero esos bienes que Dios quiere que sirvan para todos y que sean para todos, se van quedando en manos de unos pocos; no hemos encontrado aún las formas más adecuadas para gobernarnos y las personas que deberían de verdad preocuparse por el pueblo van buscando sus intereses personales y así aumenta la miseria y la pobreza.  Los desastres naturales también nos afectan y dañan cada año una parte de nuestro pueblo.

Por todo esto, tenemos necesidad de sentir la urgencia de pedir a Dios nuestro Padre, que por intercesión de nuestra Madre de Guadalupe nos ayude a mejorar la calidad de vida de este nuestro México; que nuestra fe impacte en la vida política y la vida social para que, todos juntos, ayudemos al desarrollo y al progreso de México.  Un México donde todos los hombres y mujeres podamos vivir con el sueño de la Virgen de Guadalupe: paz, progreso, una mejor vida para todos, donde todos trabajemos para el bien común y el desarrollo de nuestra nación.

Pidamos, con mucha fe, a la Virgen de Guadalupe el pan de cada día para todos, que no nos falte lo necesario para nuestro vivir diario, que no le falte el trabajo a nadie, que nadie tenga que emigrar a otros países donde ni siquiera los reciben o lo exponen a mil peligros y persecuciones nada más por el hecho de ir a buscar trabajo.  Ojalá nuestra patria diera trabajo digno a todos.

Que la Virgen de Guadalupe ilumine nuestra vida y nos dejemos siempre conducir por ella por caminos de paz, progreso y bienestar para todos.

Viernes de la II Semana de Adviento

Mt 11, 16-19

Adviento es el tiempo de la Palabra, tan frágil que se la lleva el viento, tan poderosa la palabra que da vida. La Palabra con mayúsculas nos viene a revelar al Padre, viene a hacerse carne, viene a hacerse humanidad. Es la Palabra que da vida, es la Palabra que salva, es la Palabra que libera.

Pero la Palabra para sembrarse en el corazón debe ser escuchada. El hombre muchas veces se vuelve sordo a la Palabra, se llena de ruidos y egoísmos, se tapa sus orejas con sus grandezas y ansiedades. Adviento es el tiempo de la Palabra.

A nosotros que vivimos en un mundo de rebeldías y de deseos de libertad, bien nos vendría hacer una seria reflexión sobre el motivo de nuestros continuos fracasos. «Si hubieras obedecido mis mandatos, sería tu paz como un río y tu justicia como las olas del mar», reclama el Señor a Israel, en la lectura de Isaías. Y es que cada vez que Israel, desoyendo las palabras del Señor, se encamina por sus propios senderos, ha encontrado fracasos y miserias. No ha aceptado escuchar las instrucciones del Señor.

Israel ansiaba libertad y se ha topado con las esclavitudes.  No ha aceptado la guía del Señor y se ha perdido por caminos torcidos y traicioneros. “Ojalá hubieras escuchado mis palabras”.  Un hipotético, pero negativo “hubieras” que hace presagiar las peores consecuencias. Pero no todo está perdido, es tiempo de escuchar la Palabra, es tiempo de aceptar su guía, es tiempo de vivir sus mandamientos.

El salmo primero, que hemos proclamado, hace la alabanza del que escucha y confía, del que no se deja guiar por mundanos criterios y no anda en malos pasos.

Jesús es presentado a los hombres de su tiempo como la Palabra, el Mensaje, pero no es aceptado porque se sale de los esquemas habituales y aparece cercano, comiendo y dialogando con los pecadores. Excusas sin sentido, porque tampoco han escuchado las auténticas palabras de Juan el Bautista que vivía en pobreza, que practicaba el ayuno y que exigía escuchar la Palabra.

Lo grave es cerrar el corazón y el oído a la Palabra.

Tiempo de Adviento, tiempo de silencio, tiempo escucha, tiempo de la Palabra.

Jueves de la II Semana de Adviento

Mt 11, 11-15

San Juan Bautista, preparaba el camino a Jesús sin tomar nada para sí mismo. Él era un hombre importante, la gente lo buscaba, lo seguía porque las palabras de Juan eran fuertes.

Sus palabras, llegaban al corazón. Y allí tuvo tal vez la tentación de creer que era importante, pero no cayó. Cuando, de hecho, se acercaron los doctores para preguntarle si él era el Mesías, Juan respondió: «Son voces: solamente voces», yo sólo he venido a preparar el camino del Señor.

Aquí está la primera vocación de Juan el Bautista, Preparar al pueblo, preparar los corazones de la gente para el encuentro con el Señor. Pero, ¿quién es el Señor?

Y esta es la segunda vocación de Juan: discernir, entre tanta gente buena, quien era el Señor. Y el Espíritu Santo le reveló esto y él tuvo el valor de decir: «Es éste. Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».

Los discípulos miraron a este hombre que pasaba y lo dejaron que se marchara. Al día siguiente, sucedió lo mismo: «Es aquel Él es más digno de mí»… Y los discípulos fueron detrás de Él.

En la preparación, Juan decía: «Detrás de mí viene uno… «Pero en el discernimiento, que sabe discernir e indicar al Señor, dice: «Delante de mí… está Éste».

La tercera vocación de Juan, es disminuir. Desde aquel momento, su vida comenzó a abajarse, a disminuirse para que creciera el Señor, hasta eliminarse a sí mismo. Él debe crecer, yo, en cambio, disminuir, detrás de mí, delante mío, lejos de mí.

Tres vocaciones en un hombre: preparar, discernir, y dejar crecer al Señor disminuyéndose a sí mismo. También es hermoso pensar la vocación cristiana así. Un cristiano no se anuncia a sí mismo, anuncia a otro, prepara el camino para otro: al Señor.

Un cristiano debe aprender a discernir, debe saber discernir la verdad de lo que parece verdad y no lo es: un hombre de discernimiento. Y un cristiano debe ser también un hombre que sabe cómo abajarse para que el Señor crezca, en el corazón y en el alma de los demás.

Miércoles de la II Semana de Adviento

Mt 11, 28-30

En la sociedad agrícola de la época de Jesús, la terminología propia de la gente del campo tiene su importancia. El “yugo” es el instrumento de madera con el cual se sujetan el par de bueyes o mulas para tirar del arado o del carro. Jesús lo usa como una imagen que evoca la vida misma del hombre con sus afanes y responsabilidades. Porque todo hombre debe soportar una “carga” más o menos pesada y nadie está exento de ella. Por eso, bien visto, el “yugo” que Jesucristo nos ofrece tiene sus ventajas. Quizás no siempre sabemos apreciarlas: pero, ¿por qué no lo buscamos más a menudo?

Con Jesucristo las cargas y responsabilidades de la vida se hacen livianas, o sea, “light”. Vivimos en una sociedad en donde hasta los dulces de Navidad se venden con la etiqueta de “light”. Dicen que lo ligero es mejor, quizás más sano, aunque no siempre. En el caso de nuestra vida cristiana, seríamos un poco necios si no prestáramos atención a esta invitación. Jesús quiere hacernos “liviana” nuestra carga. Y una vez más, si tenemos oídos no podemos dejar de atender: “Vengan a mí… yo les daré descanso (…) porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. No podemos con las cargas de la vida sin Jesucristo, y de esto nos debemos convencer.

“Si conocieras el don de Dios, (…) tú le habrías pedido a Él…”  Algo así, nos podría decir Jesucristo a cada uno cuando conociéndole no acudimos a Él. Porque todos experimentamos el cansancio en la lucha. Todos necesitamos la comprensión y el consuelo de los demás, en la familia, con mi esposo o esposa, con mis hijos y demás familiares y amigos.

Pero aún más necesitamos a Dios, sobre todo cuando nos falta lo anterior. Su acción (si lo dejamos), es tan fuerte, que actúa de bálsamo, de calmante, de medicina, que al mismo tiempo sana y vigoriza. Su presencia relativiza los problemas de cada día que nos pueden quitar la paz. Los coloca en su justo lugar para mirar al futuro con optimismo y esperanza. Sólo Él nos llena de la tranquilidad interior. ¿Acaso no estamos necesitados más que nunca hoy de esa serenidad?

Inmaculada Concepción de María

La fiesta que estamos celebrando hoy es para que todos nos llenemos de alegría y esperanza.  No sólo es la fiesta de una mujer, María de Nazaret, concebida por sus padres ya sin mancha alguna de pecado porque iba a ser la Madre del Mesías.

Hoy es la fiesta también de todos los que nos sentimos de alguna manera representados por ella.

La Virgen, es el inicio de la Iglesia.  Ya desde la primera página de la historia humana, como escuchamos en la primera lectura, cuando los hombres cometieron el primer pecado, Dios tomó la iniciativa y anunció la llegada del Salvador que llevaría a término la victoria sobre el mal.  Y junto a Él ya desde el libro del Génesis aparece «la Mujer», su Madre, asociada de algún modo a esta victoria.

Hoy celebramos con gozo que María fue la primera salvada, la que participó de modo privilegiado de ese nuevo orden de cosas que su Hijo vino a traer a este mundo.  En la primera oración de la misa decíamos: «Preparaste una digna morada a tu Hijo» y en previsión de su muerte, «preservaste a María de toda mancha de pecado».

Pero si estamos celebrando el «Sí» que Dios ha dado a la raza humana en la persona de María, también nos gozamos hoy de cómo Ella, María de Nazaret, cuando le llegó la llamada de Dios, le respondió con un «Sí» decidido.  El «sí» de María, podemos decir que es el «Sí»  de tanto y tantos millones de personas que a lo largo de los siglos han tenido fe en Dios, personas que tal vez no veían claro, que pasaban por dificultades, pero se fiaron de Dios y dijeron como María: «Cúmplase en mí lo que me has dicho».

María, la mujer creyente, la mejor discípula de Jesús, la primera cristiana.  Ella no era una persona importante de su tiempo.  Era una mujer sencilla de pueblo, una muchacha pobre, novia y luego esposa de un humilde trabajador.  Pero Dios se complace en los humildes, y la eligió a Ella como Madre del Mesías.  Y Ella desde su sencillez, supo decir «Sí» a Dios.

Pero a la vez, se puede decir que esta fiesta es también nuestra.   

La Virgen María, en el momento de su elección y de su «Sí» a Dios, fue «imagen y comienzo de la Iglesia».   Cuando Ella aceptó el anuncio del ángel, de parte de Dios, se puede decir que empezó la Iglesia: la humanidad empezó a decir sí a la salvación que Dios ofrecía con la llegada del Mesías.

En María quedó bendecida toda la humanidad: la podemos mirar como modelo de fe y motivo de esperanza y alegría.

Tenemos en María una buena maestra para este Adviento y para la Navidad.  Nosotros queremos prepararnos a acoger bien en nuestras vidas la venida del Salvador.  Ella, María, la Madre, fue la que mejor vivió en sí misma el Adviento y la Navidad y la manifestación de Jesús como el Salvador.

Que nuestras Eucaristía de hoy, sea una entrañable acción de gracia a Dios, porque ha tomado la iniciativa para salvarnos y porque ya lo ha empezado a realizar en la Virgen María.

Lunes de la II Semana de Adviento

Lc 5, 17-26

Celebrar con verdadera fe la Navidad es la enseñanza que podríamos sacar del Evangelio de hoy que narra la curación de un paralítico. La fe infunde valentía y es el camino para tocar el corazón de Jesús. Hemos pedido la fe en el misterio de Dios hecho hombre. La fe también hoy, en el Evangelio, hace ver cómo toca el corazón del Señor. El Señor tantas veces vuelve a la catequesis de la fe, insiste. “Viendo la fe de ellos”, dice el Evangelio. Jesús vio aquella fe, porque hace falta valor para hacer un agujero en el techo y descolgar una camilla con el enfermo…, hace falta valor. ¡Esa gente tenía fe! Sabían que si el enfermo llegaba ante Jesús, sería curado.

Jesús admira la fe en la gente, como en el caso del centurión que pide la curación de su siervo; de la mujer siro-fenicia que intercede por la hija poseída por el demonio o también por la señora que, solo tocando el borde del manto de Jesús, se cura de las pérdidas de sangre que la afligían. Pero también Jesús reprocha a la gente de poca fe, como Pedro que duda. Con la fe todo es posible. Hoy hemos pedido esta gracia: en esta segunda semana de Adviento, prepararnos con fe para celebrar la Navidad. Es verdad que la Navidad –lo sabemos todos– muchas veces se celebra no con tanta fe, se celebra incluso mundanamente o paganamente; pero el Señor nos pide hacerlo con fe y nosotros, en esta semana, debemos pedir esta gracia: poder celebrarla con fe. No es fácil proteger la fe, no es fácil defender la fe: no es fácil.

Es emblemático el episodio de la curación del ciego en el capítulo IX de Juan, su acto de fe ante Jesús al que reconoce como el Mesías. Confiemos a Dios nuestra fe, defendiéndola de las tentaciones del mundo. Nos hará bien hoy, y también mañana, durante la semana, tomar ese capítulo IX de Juan y leer esa historia tan bonita del chico ciego de nacimiento. Y acabar desde nuestro corazón con el acto de fe: “Creo, Señor. Ayuda mi poca fe. Defiende mi fe de la mundanidad, de las supersticiones, de las cosas que no son fe. Defiéndela de reducirla a teorías, sean teologizantes o moralizantes… no. Fe en ti, Señor.

Sábado de la I Semana de Adviento

Isaías 30,19-21.23-26; San Mateo 9,35—10,1.6-8

El pasaje de este día está compuesto de tres párrafos que buscan manifestar la actividad de Jesús y el modo cómo hace presente y actuante el Reino de los Cielos.

Se inicia con un pequeño resumen que nos indica las tres principales actividades de Jesús: enseñar, proclamar el Reino y curar de enfermedades y dolencias. Tres aspectos básicos para quien quiere encontrarse con el Señor: abrir atentamente los oídos y el corazón para escuchar sus enseñanzas; contagiarse del entusiasmo de Jesús para hacer presente y actuante  el Reino en el día de hoy; y dejarse curar: abrir las heridas que llevamos en el corazón y permitir que nos implante un corazón nuevo, un corazón de carne, y dejar a un lado para siempre el corazón de piedra.

El segundo párrafo nos hace penetrar en las razones por las que actúa Jesús: “se compadecía de las multitudes”. “Misericordia”, “Compadecerse”, como lo recordamos muchas veces este año, no es tener lástima a nuestros estilo que solamente ofrecemos una limosna para quitarnos de encima al necesitado.

Compadecerse es poner el corazón junto al que está padeciendo y es lo que ha hecho Jesús: encarnarse para estar cerca del que está sufriendo y tiene dolor. Esto nos da un gran consuelo pues Jesús ha puesto su corazón junto al nuestro y lo puede sanar, pero también nos da una gran enseñanza pues esa misma actitud debemos tener frente al hermano que está sufriendo.

El párrafo final nos expresa una necesidad y una misión. Hay mucha cosecha y pocos trabajadores y por eso escuchamos el mandato de Jesús que envía a sus discípulos a realizar la misma misión que Él está realizando. Y por eso también nos manda a cada uno de nosotros en este mundo que vaga como oveja sin pastor, para que proclamemos su mensaje, para que difundamos sus enseñanzas, pero sobre todo para que también nosotros acerquemos nuestro corazón a los hermanos que sufren.

Es muy clara y muy ambiciosa la tarea: proclamar la cercanía del Reino, es decir, manifestar a todos y cada uno que Dios los ama. Y como fruto de ese amor, curar enfermos, resucitar muertos y expulsar demonios. Acciones todas gratuitas de parte de Dios, acciones todas que también nosotros debemos llevar con alegría y generosidad.

Viernes de la I Semana de Adviento

Mt 9, 27-31

La gente de hoy vive angustiada porque no ha sabido distinguir los límites de su acción. No sabe dejar a Dios actuar. Y esto se debe, principalmente, a una gran falta de fe.

Los textos de este día nos conducen a la luz y el Salmo nos hace exclamar con anhelo y con entusiasmo: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Todos los textos hablan de la necesidad de esa luz y, en el sentido opuesto, de la oscuridad que causa la ceguera. Desde Isaías que en sus anuncios proféticos alienta al pueblo anunciando que “en aquel día se abrirán los ojos de los ciegos y verán sin tinieblas ni oscuridad”, hasta el texto evangélico donde Jesús se deja enternecer por el grito de los dos ciegos que al lado del camino claman: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. Este texto nos sitúa claramente en un contexto de fe.

Para poder ver, para descubrir la luz, se necesita la fe. Cuando el Papa Benedicto preocupado por la oscuridad y el sin sentido de nuestras generaciones, proclamaba un año de la fe, pero de una fe viva, una fe comprometida, una fe explícita, nos proponía: “Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”

Frente a este mundo sin sentido nos propone “La puerta de la fe”, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, y que está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Muy claramente lo descubrimos en el texto evangélico. Jesús nos enseña que no basta pedir, se necesita hacerlo con fe, creer de verdad que Jesús pueda dar luz, salvación y vida.

Que estos días de Adviento nos acerquemos a Jesús, escuchemos su Palabra y la pongamos firmemente en nuestro corazón. 

Jueves de la I Semana de Adviento

Mt 7, 21. 24-27

Al inicio de su vida apostólica Jesús cosecha indudables éxitos. Su fama se extiende por toda Judea y las regiones limítrofes, a medida que las muchedumbres lo siguen, que ven sus milagros y escuchan su predicación. Sabe que seguirlo comportará un grave riesgo personal y una opción radical. No habrá espacio para los oportunistas o para quienes buscan un favor de conveniencia. Aquellos que decían “Señor, Señor…” no podrán mantenerse en pie en los momentos de la prueba.


¿Dónde pones tus seguridades? ¿Qué es lo más importante para ti? Serian algunas de las preguntas que hoy nos hacen estos textos de Adviento.

El profeta Isaías busca convencer al pueblo de Israel de que su única roca segura es el Señor, presentándole la soberbia babilonia reducida a cenizas, anunciando una nueva Jerusalén reconstruida y fortalecida.  Todo esto se logrará si Israel se mantiene fiel al Señor, si vive en justicia y pone su confianza en su libertador.

Igualmente, Jesús nos cuestiona en el pasaje del Evangelio de san Mateo, sobre el cimiento de nuestras seguridades.  El hombre moderno se siente seguro y confiado en tantos ídolos, tantas protecciones y comodidades, que fácilmente se olvida de Dios.  Ansioso por ganar cada día, por vivir mejor, se pierde en el torbellino de las actividades, de la ansiedad por poseer más, de disfrutar más y se olvida de Dios, de los hermanos y de su misma persona. Toda esta actividad frenética ¿tiene un fundamento sólido?, ¿no es basura y hojarasca que se lleva el viento?

Es difícil convencer a quien tiene atado su corazón a las riquezas y placeres que esto no es lo más importante.  No logró convencer el profeta Isaías a los israelitas, a pesar de presentar una nueva ciudad viviendo en la justicia y en el derecho.  No parecen convencernos ahora las palabras de Jesús quien afirma que sólo tendrá seguridad quien vive de su Palabra.  Sin embargo, las consecuencias las estamos viviendo cada día, al olvidarnos que somos hijo de Dios, que vivimos para Él, que todos somos hermanos.

Hemos construido un mundo salvaje, de competencia e injusticia, donde cada quien se hace justicia por su propia mano y cada quien pone las leyes y principios a su gusto.  Así, hemos construido un mundo que se desbarata y nos lanza a la oscuridad y a la inseguridad. Todo cae, cuando la única ley es el dinero y el poder.

Escuchar las palabras de Jesús es construir sobre seguro, es fincar sobre piedra, es buscar el Reino de Dios.

El Adviento nos debe llevar a mirar que no sólo digamos palabras de súplica y oraciones vacías, sino que realmente construyamos sobre las bases sólidas de la Palabra del Señor.

Busquemos en este tiempo silencio y espacios para escuchar la Palabra amorosa de Jesús y después busquemos la ocasión propicia, que siempre llegará, para ponerla en práctica.

Miércoles de la I Semana de Adviento

Mt 15, 29-37

Para los pueblos antiguos, el pan era el elemento nutritivo fundamental; por eso era el símbolo de todo lo necesario para conservar la vida.  Aun ahora, cuando una persona trabaja para mantener a su familia, decimos: “se gana el pan con el sudor de su frente”.

En el evangelio de hoy, Jesús alimenta milagrosamente al pueblo, multiplicando el pan. 

Cada día nos sorprenden las noticias con nuevas cifras de pobres y de hambre que azota a la humanidad.  Cada día también tratamos de olvidar y seguir nuestras vidas como si nada pasara.  Pero también nosotros sentimos la precariedad de nuestras vidas y nos vemos sometidos a la enfermedad, a las necesidades y al hambre.  Cuando el estómago está vacío no es posible pensar, la necesidad apremia.  Quizás por esto los textos bíblicos que nos preparan en este Adviento están llenos de imágenes donde Dios se acuerda de su pueblo y le ofrece un banquete con manjares sustanciosos.

Quizás por eso se nos presenta Jesús multiplicando los panes y saciando el hambre de las multitudes que lo escuchan.  El mensaje se hace concreto no sólo en la imagen de la comida ofrecida a todos los pueblos, reunidos como uno solo, sino en la cercanía y familiaridad con Dios, en la fraternidad y el gozo de encontrarse unidos y juntos los hermanos.

Pero esta fiesta y esta comida es señal del triunfo del Señor que ha quitado el velo de luto que cubre el rostro de los pueblos, el paño que oscurece a las naciones.

Frecuentemente nos preguntamos por el sentido de tantas víctimas de la injusticia, de tantos inocentes caídos y tantos culpables justificados y libres.  Nada tiene sentido y nos hace dudar de la presencia de Dios.  Lo mismo le pasaba al pueblo de Israel, pero se olvidaba de que él fue el primero en alejarse del Señor adoptando ídolos, sustituyendo a Dios por reyes poderosos, conviviendo con la injusticia.

El texto de san Mateo de este día nos hace percibir a Jesús muy cercano a todos los que sufren y a aquella multitud de menesterosos, tullidos, ciegos, sordomudos y enfermos que sienten cercano el consuelo de Jesús y su presencia.

Tiempo de Adviento, es tiempo de cercanía con el dolor, con el hambre y la necesidad, no para dejarla igual, no para mitigarla con las sobras, sino para unirla y presentarla ante Jesús.  Él nos dará nuevas luces para enfrentar unidos y solidarios con todas las víctimas estos dolores, juzgarlos ante sus ojos y darnos nuevas esperanzas.

Adviento es cercanía del Señor con el que sufre y con el que tiene hambre.  Cercanía que tiene que hacerse concreta en nuestro compromiso y nuestra solidaridad.