Sábado de la II Semana después de Navidad

1 Jn 3, 7-10

Ayer, en la primera lectura, se afirmaba muy claramente nuestra condición de hijos de Dios: “Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”.  Hoy se nos presentan las consecuencias prácticas de esa filiación: “Ninguno que sea Hijo de Dios sigue cometiendo pecados, porque el germen de vida que Dios le dio permanece en él.  No puede pecar porque ha nacido de Dios”.

¿Nos damos cuenta de que la realidad negativa del pecado viene precisamente del Amor de Dios herido, disminuido, despreciado o negado por nuestros actos?  Muchas veces en nuestra vida puede dominar más el criterio legalista que el del amor.  “Haré tal cosa mala; al cabo, luego me confieso y ya”, “Total, haré esto, al fin que no es pecado mortal, es sólo venial y con un poquito de agua bendita se me quita”  “Yo hago los pecados de toda persona norma”, etc.

El Señor nos pide algo más grande, más alto, vivir en su amor: “No dejen que nadie los engañe, quien practica la santidad es santo, como Cristo es santo”.

Jn 1, 35-42

Esta es la historia de cada apóstol, de cada santo, de cada misionero, de cada cristiano bautizado. Una historia sencilla pero profunda. Es el regalo más extraordinario que una persona puede recibir, porque es Dios quien ha elegido. Una definición corta y fácil de memorizar. La vocación es un don de Dios que exige una respuesta personal.

Toda llamada reclama una respuesta. ¿Qué voy a responder yo, si Cristo me llama, como llamó a sus apóstoles? Ellos respondieron a la pregunta de Jesús con otra pregunta, pero una pregunta que ya presuponía una respuesta no dada por Cristo. ¿Qué buscan? “Te buscamos a ti y queremos seguirte”. ¿Dónde habitas?

Lo mismo pasa con cada uno de nosotros. Cristo pasa por la ribera de nuestra vida para escuchar nuestra respuesta. Prestemos atención a su llamada y, como decía el Papa Juan Pablo II al inicio de su pontificado: “No temamos abrirle las puertas a Cristo. Abridlas de par en par”.

Cristo es el camino, pero necesita un dedo que lo señale. Él es la vida pero necesita que otros den su testimonio de vida auténtica. Cristo necesita de la fuerza de nuestro amor para calentar a otros que mueren de frío. No temamos seguir sus huellas camino de la cruz, pues Él nos dará la fuerza para seguir su rastro si nos pide mayor entrega a su servicio o darle un poco de nuestro tiempo para extender su Reino.

Santísimo Nombre de Jesús

1 Jn 2, 29; 3, 1-6

Juan, el autor de la 1ª lectura, anhelaba que reconociéramos no sólo quien es Jesús, sino en qué nos hemos convertido a causa de Él.  Nos dice: “Queridos hermanos, somos hijos de Dios”.  Esta afirmación tan sencilla contiene una verdad enorme.  Porque ser hijos de Dios es el más grande privilegio y dignidad que se nos puede conceder a nosotros, los hombres mortales.

¿Creemos de veras que Dios Padre amó a Jesús, su Hijo?  ¿Pensamos que el Padre lo amó y se preocupó por Él?  ¿Podemos imaginar qué orgulloso estaría de su Hijo y cómo querría siempre lo mejor para Él?  El gran misterio de nuestra fe consiste en que, haciéndonos hijos suyos, el Padre nos cuida y contempla dentro de nosotros a la persona de su Hijo querido.  Nos llena del mismo afecto paternal con que ama a Jesús.

Nuestro valor auténtico a los ojos de Dios no consiste en lo que hacemos, sino en lo que somos.  Los buenos padres no les exigen a sus hijos pequeños que conquisten su amor y afecto.  Los niños no tienen que pagar su comida y alojamiento.  Los buenos padres les dan todo a sus hijos, no por lo que éstos hagan, que puede ser cosas sorprendentes, sino sencillamente porque son sus hijos, por lo que ellos son.

Debemos cumplir siempre la voluntad de Dios, pero nunca debemos pensar que así estamos comprando a Dios.  Él nos lo da todo, porque somos sus hijos.  No vamos a comprarle a Dios el cielo para nosotros, porque el cielo es sencillamente nuestra herencia.  Nada hay más grande que esta sencilla afirmación: “Somos hijos de Dios”.

Jn 1, 29-34

Cristo pasa por la ribera de nuestra vida de cristianos constantemente pero hay que saber descubrirlo. Es necesario saber buscarlo y encontrarlo para aprovechar esos momentos de gracia que según san Agustín pasan y no vuelven. Quien encuentra el momento de gracia y lo desprecia o una de dos, o es un tonto o no se da cuenta de aquello que pierde.

Se necesita un poco de astucia para no dejar pasar aquel momento más importante de nuestra vida: la salvación eterna de nuestra propia alma. Y sabemos, como nos lo atestigua san Pedro en su primera carta, que la salvación de nuestra propia alma no tiene precio alguno, no se puede comprar ni con el oro, ni con la plata de este mundo. Tiene el precio de la sangre de Cristo derramada por amor a nosotros.

Por eso es necesario tener bien encendidas nuestras lámparas para que cuando llegue la gracia de Dios a nuestras vidas podamos descubrirla y decir como el Bautista: “Eh ahí el cordero de Dios”. Eh ahí la gracia de Dios que viene a mi alma en medio del trajín de todos los días. Ojalá que al final de un día cualquiera podamos decir con gran alegría: este día ha sido todo para ti Señor. Te he ofrecido todo lo que me ha sucedido hoy y sé que lo recibirás con grandísimo amor.

Santos Basilio Magno y Gregorio Nacianceno

1 Jn 2, 22-28; Jn 1, 19-28

Hay una pregunta crucial que todos alguna vez nos hemos hecho: “¿Qué dices de ti mismo?”. Contestar a esta pregunta nos enfrenta con nuestra realidad más honda y exige de nosotros un ejercicio de humildad y sinceridad auténticas. Porque todos vivimos esclavos de la imagen, la autoimagen y la imagen que los demás se hacen de nosotros. En esta era de la globalización, nos hemos creado necesidades que nos sitúan en la superficialidad y la banalidad, que no nos permiten profundizar y discernir qué es lo que en la vida cotidiana me ayuda a dar la mejor versión de mí mismo.

Juan Bautista nos muestra hoy el camino para alcanzar esa conciencia sobre uno mismo que no nos aleje de lo que en verdad somos, sino que nos permita conectar con nuestro yo más profundo para potenciar los talentos que Dios nos ha dado y para integrar los límites y debilidades que toda vida humana lleva consigo.

Tres veces contesta Juan Bautista “No lo soy”, a los que ya creían en él como Mesías o el Profeta que Dios enviaría delante de Él. “Yo soy la voz”, una voz que nos invita a la conversión y a pasar del “otro lado del Jordán” a la tierra prometida. Por eso él sabe situarse en el lugar correcto, a los pies del que viene a abrir un camino de liberación y sanación para todos nosotros.

Si estás en la otra orilla, y te sientes alejado, desesperanzado, triste, abatido, solo, hundido, descartado, ¡no temas!, esta buena noticia es para ti. Reconoce quién eres, reconoce Quién habita dentro de ti y ponte en camino para cruzar el Jordán de tu vida y pasar a la tierra prometida de la vida eterna, la vida plena, que goza de todo lo bueno, bello y verdadero que hay en el mundo y que es para ti.

Día VII dentro de la Octava de Navidad

1Jn 2, 18-21

Hoy nuestra celebración está desde luego influenciada muy fuertemente por la fecha; el año está por terminar, echamos una mirada al camino recorrido, lo triste y lo alegre, lo luminoso y lo oscuro, los logros y los fracasos, todo lo queremos presentar al Señor y, al mismo tiempo, miramos el año nuevo que está a las puertas con esperanza y temores pero confiados en el Señor.

La primera lectura de hoy nos ha hablado del anticristo, más aún, de anticristos.  Esto quiere decir, como es obvio, el que está “contra Cristo”, pero más allá de la figura sensacionalista de muchas películas y “profecías”, nos aparece todo lo que en un forma u otra, a todos los que en una forma u otra están en opinión y en acción en contra de la enseñanza de Cristo.  “De entre ustedes salieron, pero no eran de los nuestros”.  El aspecto más doloroso es que muchos de esos adversario salieron de las filas de los creyentes aún permanecen en ellas todavía.

Quien rechaza a la Iglesia, rechaza a Cristo, en cambio, el cristiano, que ha sido consagrado por una unción del Santo, recibida en el bautismo y en la confirmación, se deja suavemente guiar por el “Espíritu de verdad” que vive y actúa en él.

¿No hemos sentido en nosotros mismos “anticristos”, impulsos, deseos, slogan, ideas, prejuicios, etc., que no son según el Evangelio, que van contra él?

Jn 1, 1-18

Nuestro año termina con este bellísimo prólogo del Evangelio de san Juan en el cual nos dice que el mundo no recibió a Cristo, pero a aquellos que lo recibieron les concedió el llegar a ser hijos de Dios.

Estamos terminando ya otro año.  Este hecho nos recuerda que un día se nos acabará el tiempo, pero no la vida. Jesucristo, la Palabra de Dios, nos ha dado la capacidad de convertirnos en Hijos de Dios.

Mañana iniciaremos un nuevo año y con ello se nos abre una nueva oportunidad de dar más espacio a Jesús en nuestra vida, para que nuestra filiación divina crezca y se fortalezca, y también de ser el instrumento, como lo fue san Juan Bautista, para que la luz de Cristo y de su evangelio sea conocida y aceptada por todos.

Démosle más espacio a Cristo en nuestra vida, en nuestros medios de trabajo, en nuestra misma familia; dejemos que el Evangelio impregne todas las áreas de nuestra vida para que podamos gozar de verdadera paz, de auténtico gozo, de felicidad duradera; en fin para que la justicia, tan necesaria sobre todo en nuestra patria, llegue a ser realidad y todos podamos vivir como verdaderos hijos de Dios.

Los Santos Inocentes

1 Jn 1, 1-4; Jn 20, 2-8

Desde siempre, la Iglesia posee la firme convicción de que quienes padecen la muerte por razón de la fe, sin haber recibido el Bautismo, son bautizados por su muerte con Cristo y por Cristo. Este Bautismo de sangre como el deseo del Bautismo, produce los frutos del Bautismo sin ser sacramento.

A los cuarenta días de haber nacido, María y José llevaron a Jesús al Templo para presentarlo al Señor. En esta ocasión Simeón les dijo: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción”  – y dirigiéndose a María-: “¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!”

Esta profecía, pronto se iba cumpliendo, aquí en particular, por las circunstancias que motivaron la huida de la Sagrada Familia a Egipto. En el corazón de Herodes se habían despertado recelos contra su nuevo contrincante. Es verdad, Jesucristo era un Rey, y vino para reinar. Sin embargo, su estilo de reinar iba a ser muy diferente: vino a reinar sirviendo.


Pero no hubo tiempo para darle explicaciones a Herodes. San José actuó como hubiese actuado todo buen padre de familia: sin vacilar llevó a los suyos hacia un lugar donde estaban seguros. Y ahí los iba manteniendo, cosa que no era fácil, porque todo refugiado suele ser despreciado.


Por otra parte, el corazón de María sufrió una de las primeras heridas que la espada profetizada le iba a deparar. Le debió de haber dolido profundamente este rechazo y esta enemistad a muerte, que desde el inicio se habían desatado en su propio pueblo contra su Hijo divino. Al conocer después el hecho de la matanza de los inocentes Ella habrá ofrecido sus purísimas lágrimas a Dios en reparación por tan grande ofensa. Amor y dolor siempre estaban muy unidos en la vida de María.

Siempre ha habido en el mundo todo género de tiranos, que utilizan su poder para oprimir a los pobres, a los sencillos, a los humildes e indefensos.  Pero Dios siempre está atento –aunque de una manera misteriosa—para intervenir a favor de su pueblo, constituido por los pobres de espíritu.

Ninguna persona está tan indefensa como un niño.  Cuando los israelitas vivían en el cautiverio de Egipto, el faraón ordenó que todos los niños varones que nacieran, fueran asesinados.  Y a pesar de aquellas órdenes de asesinato en masa, sobrevivió un héroe, rescatado por la providencia de Dios.  Era Moisés, el salvador de su pueblo.  Herodes, por su parte, decretó que todos los niños varones de dos años para abajo fueran asesinados.  De esta infame matanza se libró el niño Jesús, nuestro Salvador.

Especialmente en esta fiesta de los Santos Inocentes, hemos de pensar en los niños no nacidos, totalmente indefensos, que son víctimas del aborto. 

San Juan, Apóstol y Evangelista

1 Jn 1, 1-4; Jn 20, 2-8

Lo primero que piensan muchas personas, cuando reflexionan en la vida de san Juan, es en que él fue el apóstol del amor.  Por medio de la persona de Jesucristo, él experimentó en forma tan intensa que Dios lo amaba, que verdaderamente ardía en deseos de que todos comprendiéramos la grandeza del amor de Dios. 

De todos los pasajes del evangelio escrito por san Juan, la Iglesia ha escogido para celebrar su fiesta, el momento en que Juan tuvo fe en la resurrección de Jesús.  Se dirigió al sepulcro vacío, vio y creyó

El texto evangélico relata una de las experiencias que los discípulos tuvieron con el Cristo Resucitado. No se trata de un aparición, sino literalmente de una de las “etapas que los discípulos han tenido que recorrer” para comenzar a vislumbrar los nuevos horizontes de esperanza que el hecho de la Resurrección abriría en sus vidas. El acontecimiento se insinuaba ya en la tumba vacía, en las vendas que yacían en el suelo y en el sudario plegado en un lugar aparte. Ante estos hechos San Juan sentía que una certeza se fue apoderando de su corazón, la certeza de la fe: “Jesús está vivo”.

“Jesús está vivo”, esta convicción llena el corazón de todo creyente cristiano. La fe en la Persona viva de Jesucristo tiene el poder de abrir nuestros ojos para reconocerlo operante y presente en los sacramentos de la Iglesia, en los demás hombres, sobre todo en los que sufren y en nosotros mismos. Cristo, a través de su Iglesia, “está vivo” y pone su tienda en medio de nosotros.

Pero así como Jesucristo nació primero en el seno del Padre Eterno y luego en el seno de la Virgen María, así también tiene que nacer en nuestro corazón.

Esto es lo que sucede en cada acto de fe. Por eso tiene también sentido volver a celebrar su nacimiento en estas fechas.

Sí, Belén fue un acontecimiento único, que ocurrió hace más de 2000 años, cuando, en un momento histórico concreto, el Hijo de Dios tomó nuestra carne y nació de la Virgen María. Pero este acontecimiento va teniendo sus repercusiones en la historia de los hombres como una piedra lanzada al centro de un lago, cuyo impacto va provocando ondas que se perciben hasta en los rincones más remotos del lago.

Por eso, Belén no es un acontecimiento aislado. A todas horas Cristo puede nacer en el corazón de cada hombre dispuesto a acogerlo. Con Él nuestro interior se alumbra y esto siempre nos da la certeza de que “está vivo”.

San Esteban Protomártir

Mt 10, 16-23

Después de celebrar la Navidad, la Iglesia nos presenta al primer mártir de la Iglesia, el primero que dio su vida por el Niño que acaba de nacer. Con ello nos recuerda que la cruz está siempre muy cerca de Jesús y de los suyos.

Esteban es un hombre lleno de gracia y de Espíritu Santo. Diácono, servidor de sus hermanos y testigo de Cristo resucitado mediante la proclamación de la Palabra por la que pone su vida al servicio de Jesucristo. Y por esta Palabra, por proclamar la verdad, se convierte en testigo fiel hasta la muerte.

En el relato de Lucas vemos el claro paralelismo que hay entre el martirio de Esteban y la muerte de Jesús. San Esteban no sólo muere por Cristo, sino que muere como Él, con Él. Muere, como Jesús, perdonando a sus verdugos, y poniendo toda su confianza en el Señor: “Señor, recibe mi espíritu”.

El Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros

En el Evangelio de hoy, Jesús aparece preparando a los discípulos para las dificultades que vendrán. Jesús es realista, no les augura éxitos fáciles, sino que les previene ante las dificultades, las acusaciones, calumnias, persecuciones que sufrirán en todo tiempo. “Todos os odiarán por mi nombre”: La cruz nunca abandonará a los discípulos del Señor; ahora como entonces los cristianos sufrirán la persecución de los poderosos que ni entienden ni quieren entender el mensaje del Evangelio. Por ello es necesario que los discípulos comprendan que el anuncio del Evangelio tendrá que desarrollarse en un clima de oposición y persecución.

Pero Jesús sabe que no todos aguantarán el tipo, no todos somos Esteban, no todos poseemos su fe y su fuerza. Y por eso, las palabras de Jesús son de esperanza y de fortaleza: “No os preocupéis”, porque en las peores circunstancias garantiza a sus discípulos la fuerza del Espíritu Santo. Estas palabras dan confianza a los suyos: ante los enemigos es el “Espíritu del Padre (el que) hablará por vosotros”; el mismo Espíritu suscitará en la mente y en el corazón de los discípulos lo que han de decir y cómo lo dirán. 

El único remedio válido contra el miedo es la fe, la confianza en Jesús, en la fuerza que viene del Espíritu Santo. Quien vive abandonado en las manos de Dios no está especialmente preocupado por una posible persecución, porque sabe que el Espíritu del Padre hablará por él, sabe que el amor que Dios nos tiene es más grande que todo el odio junto de los hombres. Los discípulos que hayan sabido dar testimonio de Jesús ante los hombres escucharán el testimonio de Jesús a favor suyo ante Dios.

Al celebrar la fiesta de San Esteban pidamos al Señor la gracia de no acobardarnos ante las dificultades y persecuciones de todo tipo que se nos presenten, sino renovemos nuestra confianza en que el Señor estará ahí, como nos ha prometido, siendo nuestra guía, nuestra fuerza, nuestro consuelo y nuestra esperanza.

Feria Privilegiada 24 de Diciembre

Sam 7, 1-5. 8-12.14.16

Un día, el rey David le dijo al profeta Natán que él quería edificarle una casa al Señor, es decir, un bello templo.  Dios, a su vez, con un juego de palabras le dijo a David que Él mismo le edificaría una casa, es decir, una dinastía real, a la que nosotros nos referimos como “la casa de David”.  Esta promesa de Dios anunciada por Natán se convirtió en la base de la expectación judía de un Mesías real, hijo de David.  Jesucristo, nacido de la casa de David, en Belén, la ciudad de David, llevó a término en forma eminente esta expectación.

La promesa de Dios contenía la idea de que las personas eran más importantes que un templo, y de que Dios realizaría su plan de salvación por medio de seres humanos que prepararían la venida de Cristo.  Cuando llegó Jesucristo, la preferencia de Dios por las personas no cambió. Las personas son más importantes que la estructura física de una iglesia, por funcional y bella que sea.  Así como Dios eligió personas para preparar la venida de Cristo, así ahora elige personas para continuar la presencia de su Hijo en el mundo.  Esas personas somos todos nosotros, pueblo escogido, sacerdocio real.

Por medio de la fe y la gracia de Dios, Jesucristo está presente entre nosotros, pero su presencia puede crecer.  O quizás es mejor decir que nosotros podemos crecer en nuestra apertura para aceptarlo. 

Lc 1, 67-69

Dios, nos dice hoy en la Escritura por boca de Zacarías, que ha visitado y redimido a su pueblo.

De nuevo este cántico nos invita a reflexionar en lo importante que es la consciencia histórica de la salvación. Pensemos por unos momentos que el mismo Dios ha visitado nuestra tierra, nuestra vida, nuestras propias casas.

La Navidad no es simplemente una fiesta sino un acontecimiento salvifico de Dios, que tiene que ser parte de nuestra propia historia. Dios nos visita, para darnos el verdadero sentido de la vida, del amor, del trabajo… para sacarnos de las tinieblas del pecado, del consumismo, de nuestro propia egoísmo que nos cierra y que nos impide darnos cuenta de lo importante que es aquel que también camina conmigo.

La Navidad es la celebración de la luz que hoy hay en nuestros corazones, y que hace que la vida sea totalmente distinta. Dentro de lo agitado que puede ser este día, démonos unos momentos para hacer consciente en nosotros, este paso de Dios en nuestra vida, busquemos en nuestro corazón esta luz, démonos cuenta que Dios verdaderamente a lo largo de nuestra vida, ha hecho historia en nosotros y en nuestra familia.

Feria Privilegiada 23 de Diciembre

Mal 3, 1-4. 23-24

El ambiente en que profetizó Malaquías es muy especial.  Es el siglo V antes de Cristo, es el período de la restauración del pueblo de Dios después del destierro.  Se preveía una restauración no sólo política, sino también espiritual.  La realidad es decepcionante.  El profeta habla muy duramente contra los guías espirituales de Israel.  Se revuelve el profeta contra los abusos religiosos, especialmente los derechos del santuario, los matrimonios mixtos y los divorcios.

Pero el profeta también anuncia una restauración espiritual.  El Señor renovará todo por medio de un fuego purificador y antes del juicio del Señor mandará un mensajero, un nuevo Elías.

Sabemos cómo san Lucas aplicó estas palabras al precursor, Juan el Bautista, con las palabras del ángel Gabriel. 

Lc 1, 57-66

El evangelio de hoy nos presenta la gran alegría que trajo para toda la comarca el nacimiento de Juan el Bautista, el Precursor.

Muchas veces nos parece que Dios nos tiene olvidados. Le pedimos montones de cosas y no recibimos respuesta. Como si fuese sordo a nuestras peticiones.

Isabel sufría la vergüenza de la esterilidad. Pedía a Dios con insistencia que le diese la gracia de traer un hijo al mundo, aunque ya era avanzada en edad.

Pero para Dios no hay nada imposible. Isabel concibió y dio a luz a un hijo varón. Ella recordó todas las veces que había pedido a Dios que le concediese el don de ese hijo sin perder la esperanza. Y ahora lo estaba acunando entre sus brazos. Ese pequeño ser le llenó el corazón de alegría. Y al venir al mundo no sólo colmó de gozo su corazón como madre. Ese bebé era también la confirmación de que Dios les había estado escuchando.

Tantos años de súplicas aparentemente estériles. Todas las veces que les habían dicho que Dios nunca les escucharía. Ahora sabía que Dios siempre había estado junto a ellos. Que era Él quien les había dado las fuerzas para seguir pidiendo sin desesperar. Y ellos no se olvidaron de dar gracias abundantes a Dios.

No hay que perder la esperanza. Dios escucha siempre. ¿Cuándo llegará la hora de Dios? No lo sabemos, pero nuestras oraciones no van a parar a un saco roto. Él las recibe y las guarda delicadamente, con amor de Padre. No estamos solos.

Feria Privilegiada 21 de Diciembre

Sof 3, 14-18

Una característica del cristianismo y concretamente del cristiano debe ser la alegría. Hoy en nuestras lecturas bíblicas oiremos esa palabra o sinónimos, nada menos que siete veces.  Y cómo no, si Dios ha sido definido Amor, y ese amor se expresa en forma cumbre en Cristo.  Es claro que el resultado tiene que ser gozoso.  Creer real y profundamente en el amor de Cristo nos hará tener una serena alegría aun en momentos muy difíciles y obscuros.  Hoy hemos escuchado ese himno consolador, animador y entusiasta del profeta Sofonías.

Ojalá lo hayamos escuchado como dirigido a nosotros: “No temas… que no desfallezca tus manos”, “canta, da gritos de júbilo… gózate y regocíjate…”  Esta debe ser la tónica de nuestras celebraciones litúrgicas natalicias; hoy, en la espera, pronto en la realización.

Lc 1, 39-45

El evangelio de San Lucas nos narra el Anuncio del ángel a María como “de puntillas”, con gran respeto, venerando a los protagonistas de este diálogo único. Hoy, sin embargo, asistimos a aquella “segunda anunciación”. La que el Espíritu Santo revela a santa Isabel en el momento de reconocer en María a la Madre de su Señor. Estas dos mujeres viven y comparten el mayor secreto que pueda Dios comunicar a los hombres, y lo hacen con una naturalidad sorprendente. Por su parte, María, la llena de gracia, no sólo no se queda ociosa en su casa. Ser Madre de Dios no desdice un ápice de su condición de mujer humilde, de modo que va en ayuda de su prima. Isabel, por su parte, anuncia, inspirada por el Espíritu, una gran verdad: la felicidad está en el creer al Señor.

Cuando alguien se profesa cristiano, su fe y su vida; lo que cree y cómo lo vive, son dos esferas que están íntimamente unidas. Quien piense que “creer” es sólo profesar un credo religioso, adherir a una religión o a unos dogmas, quizás tiene una pobre visión del término. Porque cuando se cree de verdad se empieza a gustar las delicias con que Dios regala a las almas que le buscan con sinceridad. La pedagogía de Dios es tan sabia que sabe impulsarnos, dándonos a saborear su felicidad, -que es inmensa e incomparable-, cuando somos fieles. Es un gozo que, sin casi quererlo, nos lleva a más, nos invita a entregarnos con más generosidad a la realización de un plan que va más allá de nuestra visión humana. Isabel reconoce en su prima esa felicidad porque ha creído, pero además porque en consecuencia, su vida ya no respondía a un plan trazado por ella, sino por su Señor. Ella estaba también encinta ¿por qué era necesario un viaje en las condiciones de aquel tiempo…?

Preguntémonos, si hoy queremos ser felices, ¿cómo va mi fe en la presencia de Dios en mi vida? Si lucho por aceptarla y vivirla ya tengo el primer requisito para mi felicidad. Aunque tenga que trabajar y sufrir, sabré en todo momento que Dios está a mi lado, como lo estuvo de María y de Isabel.