Hech 5, 27-33
Una curiosa mezcla de autoritarismo y de miedo expresa la reacción represiva de los jefes judíos ante las enseñanzas apostólicas, de ahí que los apóstoles digan: «Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombre».
Los apóstoles no pierden oportunidad para presentar la convicción de su fe: la Pascua de Jesús, el contraste muerte-vida, humillación-exaltación y la vida y la glorificación, no como «final feliz», sino como «causa-efecto»: «se entregó hasta la muerte…. por eso Dios le dio un nombre sobre todo nombre…»
¿Por qué este testimonio tan franco, tan eficaz, tan entusiasta? Porque es el testimonio mismo del Espíritu Santo.
¿Nuestro testimonio tiene las características del testimonio de los apóstoles? Si la respuesta es negativa, quiere decir que nos está faltando el elemento «entusiasmador» (fuerza activa de Dios), el mismo Espíritu Santo.
Jn 3, 31-36
Jesús se revela a sí mismo como «El que viene de lo alto», «El que viene del cielo», «Aquel a quien Dios envió». El es, pues, el revelador del Padre, su testigo, el que nos comunica su propia vida.
Jesús es el «pleno del Espíritu». Cuando hablamos de Cristo, normalmente sólo pensamos en el Hijo de Dios hecho hombre; pocas veces el nombre de «Cristo» nos hace darnos cuenta de que tiene una referencia directa al Espíritu Santo; Jesús, el Cristo, nos da ese Espíritu que «Dios le ha concedido sin medida».
Ante este testimonio, ante esta vida que se nos quiere comunicar, no hay más que dos actitudes, creer o no obedecer, pero el resultado es «tener vida».
Vivamos nuestra Eucaristía con todo el sentido pascual del tiempo litúrgico.