Martes de la VI semana del tiempo ordinario

Mc 8, 14-21

Hay palabras que son muy claras y sin embargo nosotros les damos una interpretación diversa a la que espera Jesús.

La levadura fermenta el pan, lo transforma, porque trabaja desde su interior.  Si los discípulos se dejan transformar y penetrar por la levadura de los fariseos, pronto tendrán las mismas actitudes.  Nosotros vivimos en el mundo, compartimos con el mundo, estamos rodeados de todas esas cosas que no tienen una verdadera espiritualidad, el riesgo es que las dejemos que actúen en nuestro interior y que empiecen a tomar el lugar de Jesús en nuestro corazón.

Cuantas veces les dijo Jesús a sus discípulos que vivieran en el mundo, pero que no fueran del mundo.  Igual nos podría decir hoy a nosotros: “no dejéis llenar vuestro corazón de las ambiciones y los criterios del mundo, porque el mundo es perverso y sus estructuras malévolas”

No es asumir actitudes condenatorias o fundamentalistas pensando que todos los demás son malos y solamente nosotros somos buenos. No. Es dejar llenar el corazón de la presencia de Jesús que con todos convive, que se abre a todos, pero que su corazón está siempre libre.

Hay quienes mirando que todo el mundo lo hace, argumentan que entonces estará bien: decir la mentira, someter a los pequeños, engañar en el negocio o convivir con la injusticia, confundir amor con pasión y sexualismo.  Pero Jesús nos enseña criterios muy diferentes: el amor con fundamento de todas nuestras acciones, la verdad como principio de nuestro actuar, el respeto y el servicio para todas las personas.

Los discípulos se quejaban de que no llevaban panes suficientes con ellos y no eran capaces de reconocer que en la misma barca iba Jesús, el verdadero Pan del Cielo.

Ir en la barca con Jesús no es tanto un viaje de placer, es el compromiso de remar incansablemente para que todos lleguen a la otra orilla a encontrarse con nuestro Dios y Padre. Pero no podemos ir con una religiosidad de menudencia; no podemos dar culto a Dios de un modo meramente externo, más para exhibirnos que para unirnos con el Señor; no podemos buscar a Jesús sólo por curiosidad, con tal inmadurez que por cualquier motivo nos faltara el carácter suficiente para defender la vida y los intereses de los demás.

Nosotros nos quejamos de nuestros vacíos y pretendemos llenarlos con migajas del mundo, mientras Jesús nos llena a plenitud y sacia todos nuestros deseos de felicidad.

Que hoy podamos descubrir en el fondo de nuestro corazón la presencia enriquecedora de Jesús.  Que Él nos de su luz, que nos de su Verdad y su Sabiduría

Viernes de la V semana del tiempo ordinario

Mc 7, 31-37

Este pasaje nos muestra de manera indirecta los dos elementos fundamentales de la construcción del Reino: oír y hablar.

¿Has experimentado algún día esa sensación de llegar hasta los extremos y querer taparte los oídos para no escuchar nada más?  ¿Te has sentido decepcionado y has prometido no abrir la boca pues todo parece inútil?

Es curioso que en la época de las grandes comunicaciones, de los medios extraordinarios para hablar, para escuchar y ver al otro, tengamos que admitir que nos estamos quedando sordos y mudos.

La soledad es una de las enfermedades más actuales, la incomunicación es uno de los problemas que más nos hacen sufrir.  Estamos sordos, mudos y lo más triste es que no percibimos estos problemas.  Entonces se agrava mucho más la enfermedad porque nos aspiramos a tener curación.

Hoy, tendríamos que acercarnos a Jesús y pedirle que meta sus dedos en lo profundo de nuestros oídos para que se abran y sean capaces de escuchar el grito doloroso de sus hermanos.  Que podamos percibir los silencios resentidos de nuestros familiares y las protestas angustiosas de nuestros cercanos.

Hemos perdido la capacidad de escuchar lo que sale del corazón del otro, preferimos estar atentos a las noticias intrascendentes, al estado del tiempo, a las novedades de la política o de los deportes, pero no tenemos tiempo de escucharnos en familia, de percibir los latidos del corazón adolorido de quien llega hasta nosotros del clamor de quienes viven en la miseria.

Por eso hay que pedirle a Jesús que meta su dedo profundo muy adentro de nuestros oídos para que se abran, para que se limpien, para que se purifiquen y sean capaces de escuchar la palabra de Jesús y las palabras de nuestros hermanos.

También tenemos necesidad de hablar, no de superficialidades, sino de lo que es verdaderamente importante.  Necesitamos proclamar la palabra de Jesús.  Es urgente que alcemos nuestra voz por los que están sufriendo.  Es necesario que nuestras palabras abran un diálogo con los cercanos, con los tímidos, con los que se esconden.

La saliva de Jesús es señal de su Espíritu y nosotros necesitamos el Espíritu del Señor para hablar, para romper hielos, para abrir caminos de reconciliación, para denunciar injusticias.

Que el Señor Jesús toque con su saliva nuestra lengua endurecida y encallecida por tanto silencio.  Que el Señor abra nuestros oídos, abra nuestra boca y abra sobre todo nuestro corazón para anunciar a nuestros compañeros y vecinos, la buena noticia del Evangelio.

Jueves de la V semana del tiempo ordinario

Mc 7, 24-30

Este es un pasaje que todavía, actualmente, nos produce muchos conflictos interiores, nos desconcierta el actuar de Jesús.  Por una parte se lanza abiertamente a nuevos horizontes y desafía a sus paisanos al ir más allá de las fronteras.  Se ha puesto en riesgo porque se encuentra en tierra de paganos, pero parecería que está como de incógnito y preferiría que nadie se dé cuenta.  Cuando es descubierto por una mujer sirofenicia, parece arrepentirse de haber ido más allá de las fronteras y pretende negarse a la curación de aquella niña.

Es una madre desesperada, y una madre que frente a la salud de su hijo, hace de todo. Jesús le explica que ha venido primero para las ovejas de la casa de Israel, pero se lo explica con un lenguaje duro: «Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros».

Jesús compara la mujer con un perrito (cosa en el lenguaje de los judíos de corte usual en el trato con los no judíos a quienes llamaban “Goyim” que significa perro o apartado de Dios); la mujer, en lugar de sentirse ofendida, reconoce lo que es, no se quiere poner por encima de lo que le está diciendo Jesús

La insistencia de una madre rompe las barreras, el hambre y el dolor de un pueblo pueden construir nuevos mundos posibles.  Y aquella mujer rompe el dicho popular que en pretendiendo dar prioridad a la familia negaba el alimento no sólo a los perritos, sino a todos los extranjeros que no eran tenidos como familia.  Y no es que Jesús pretenda que haya personas que vivan debajo de la mesa, a escondidas o como si fueran hijos de Dios de segunda clase.

Las palabras de aquella mujer nos descubren que es una nueva sabiduría del hombre que es consciente que el pan alcanza para todos y que Dios no hace distinción de personas.

Difícil sería para la primera comunidad cristiana romper esos esquemas y abrir el corazón y el alimento a aquellos que no podían mirar como hermanos.

Jesús, con la ayuda, la palabra y la fe de aquella mujer nos enseña que no hay hermanos que valgan menos, que su misión se abre a todo el universo y para todas las personas.

Difícil es ahora para nosotros sentarnos a la mesa reunidos como hermanos.  Discriminamos a los hermanos, les negamos los derechos y pretendemos dejarlos debajo de la mesa, esperando las sobras. 

Jesús rescata y dignifica.  La fe de una extranjera se convierte en ejemplo para los que se creían poseedores exclusivos de Dios y añade un lugar en la mesa para los discriminados, para los olvidados, para los extranjeros.

El pan compartido hermana a todos y podemos todos juntos sentarnos a la mesa del Reino.

Miércoles de la V semana del tiempo ordinario

Mc 7, 14-23

Jesús continúa insistiendo en lo que es verdaderamente importante para la vida del hombre. Lo exterior es importante, pero lo es más el interior.

Cristo también pone en tela de juicio el «ojo», que es el símbolo de la intención del corazón y que se refleja en el cuerpo: un corazón lleno de amor vuelve el cuerpo brillante, un corazón malo lo hace oscuro.

Del contraste luz-oscuridad, depende nuestro juicio sobre las cosas, como también lo demuestra el hecho de que un corazón de piedra, pegado a un tesoro de la tierra, a un tesoro egoísta que puede también convertirse en un tesoro del odio, vienen las guerras…

Cuando Jesús está describiendo las manchas del corazón, está describiendo también las manchas del corazón moderno.  Entonces podríamos decir que el corazón del hombre está enfermo, y cómo esa enfermedad silenciosa, también puede traer la muerte definitiva al hombre.

¿Qué está manchando mi corazón?  ¿Me doy cuenta de ellos? ¿Qué estoy haciendo para tener una buena salud del corazón y del espíritu?

Dejemos que Jesús mire nuestro interior y descubra que está manchado y qué debe curar.  Arriesguémonos y pongámonos en sus manos porque todos estos pedazos del corazón que están hechos de piedra, el Señor los hace humanos, con aquella inquietud, con aquella ansia buena de ir hacia adelante, buscándolo a Él dejándose buscar por Él.

Que el Señor nos cambie el corazón. Y así nos salvará. Nos protegerá de los tesoros que no nos ayuden en el encuentro con Él, en el servicio a los demás, y también nos dará la luz para ver y juzgar de acuerdo con el verdadero tesoro: su verdad.

Que el Señor nos cambie el corazón para buscar el verdadero tesoro y así convertirnos en personas luminosas y no ser personas de las tinieblas.

Martes de la V semana del tiempo ordinario

Mc 7, 1-13

Este pasaje contiene diferentes enseñanzas de las cuales podríamos hoy hacer una buena reflexión, sin embrago el texto se centra en la unidad que debe haber entre fe y vida. Los fariseos adoptan una postura que a la vista de los demás aparenta fidelidad y cumplimiento a la ley, pero en realidad su corazón está lejos de Dios.

Cuántas cosas hacemos sólo para salir del paso, cuantos ritos, costumbres y ceremonias se van quedando huecas y sin sentido.

Jesús desmonta el teatro de los escribas y fariseos que pretenden presentar el rostro de un Dios duro, justiciero y vengador, a quien hay que aplacar con sacrificios y purificaciones, pero que en el fondo, aprovechan esta imagen para enorgullecerse y beneficiarse, dejando de lado lo importante.

No, el Dios de Jesús no es el Dios del castigo ni de la compraventa, el Dios de Jesús no es el Dios del comercio y la conveniencia, el Dios de Jesús es el Dios del amor, de la integridad, de la vida, es el Dios Papá amoroso de todos los hombres y mujeres que mira el corazón y no se queda en la superficialidades de la piel o de las impurezas exteriores.

Al Dios de Jesús, no lo podemos calmar o comprar con nuestros regalos o sacrificios, a Él no podemos engañarlo con perfumen o máscaras.  Él prefiere los corazones sinceros y limpios.  Nosotros estamos acostumbrados a vivir de exterioridades y nos preocupa mucho la apariencia de las cosas.

Es fácil honrar a Dios con la boca, es hasta cierto punto fácil aparentar que seguimos sus caminos, pero hoy nos manifiesta Jesús que no le preocupa tanto las leyes y los preceptos sino que es más importante la persona.

Es triste comprobar que actualmente se manipulan las leyes que condena a inocentes; las cárceles están llenas, a veces, no de culpables sino de quien no ha sabido defenderse. La ley no defiende a la persona o se la manipula para los propios beneficios.

Hoy Jesús nos invita a que descubramos el profundo sentido de una única ley que nos puede acercar a nuestro Dios: la Ley del amor.  Que dejemos a un lado los preceptos humanos y podamos descubrir qué es lo que Jesús espera de nosotros y podamos mirar este nuevo rostro de un Padre amoroso.

Pidamos hoy que el Señor nos conceda la limpieza, concédenos la honradez, concédenos la paz.

Viernes de la IV semana del tiempo ordinario

Marcos 6, 14-29

La figura de Juan el Bautista es admirable por su entereza en la defensa de la verdad y por su valentía en la denuncia del mal. Pero de Juan también podemos aprender su reciedumbre de carácter y coherencia de vida con lo que predicaba.


Si algo buscamos los hombres de hoy día es precisamente el ejemplo de aquellas personas que nos predican y nos enseñan verdades con su propia vida. Tal vez estamos cansados de escuchar lo que no debemos hacer pero tal vez también hemos visto poco lo que es más conveniente hacer. Si nos sirve de ejemplo, el testimonio de Juan Pablo II es uno de los más elocuentes para los hombres de hoy.


Juan el Bautista, cuando fue el caso, denunció con intrepidez el mal, cosa que cuando afecta a personas poderosas, suele traer consecuencias negativas. Nuestro Papa de hoy amonesta también las leyes humanas que no respetan la vida o no favorecen el derecho a la vida de todas las personas, sean enfermos o sanos, nacidos o no nacidos. Y al igual que el Bautista también es criticado y perseguido.


Tal vez nosotros no seamos amenazados de muerte, pero sí estamos invitados a dar un testimonio coherente de nuestra vida. Habrá momentos en los que tengamos que denunciar el mal allí donde existe y la mejor manera de hacerlo será con nuestras palabras valientes pero sobre todo con nuestro testimonio en la vivencia de nuestra fe.

Jueves de la IV semana del tiempo ordinario

Mc 6, 7-13

Si a uno de nosotros se nos hubiera planteado organizar la propagación mundial del Evangelio, tal vez las preguntas primeras que hubiéramos hecho sería: «¿Con cuánto dinero cuento?, ¿hay un equipo de expertos en economía, psicología, organización?»  Dinero, organización, títulos, poder, fuerza, personal…

Uno de los temas más importantes que nos narran los evangelistas es el envío de los discípulos que los convierte en misioneros y portadores de la Buena Nueva.

Hoy, san Marcos nos recuerda las normas y las indicaciones que Jesús da a quienes serán sus enviados.  Los enviados no llevarán consigo más que lo indispensable y contarán con la generosidad de aquellos que reciban el mensaje.  Se les capacita y se les autoriza para que usen el mismo poder de Jesús.

Nos parecería a nosotros que les pide que no lleven nada, pero es la reducción de la vida a lo esencial, apoyada en la absoluta confianza en el Señor, principal condición para estar al servicio de la Palabra.

Quizás estas palabras nos cuestionen a nosotros, no solamente a sacerdotes y religiosos, sino también a toda persona.

¿Qué necesito realmente para hacer el camino de la vida?  De repente los medios de comunicación nos han llenado de necesidades superfluas que nos causan tristezas el no tenerlas y olvidamos lo esencial que debería haber en nuestras vidas, en nuestras familias y en la sociedad.

Hoy al recordar como Jesús envía a sus discípulos, nos debe llevar también a nosotros a precisar cuáles son nuestras prioridades y que vamos cargando por el camino.

El final del evangelio que hemos proclamado hoy, nos muestra a los discípulos predicando el arrepentimiento, arrojando demonios, ungiendo y curando a los enfermos, la vida en su sencillez, pero también en su plenitud.  Es la tarea del discípulo que confía en el Señor.

Parecería que los discípulos no llevan nada y sin embargo son capaces de hacerlo todo: predican el Evangelio, expulsan a los demonios, se compadecen de los enfermos. 

Si queremos dar testimonio de Jesús en nuestros días, tendremos que regresar a la sencillez, a la generosidad y a esa entrega plena que tenían los primeros enviados.

¿Cómo vivo yo, y cómo trasmito hoy el mensaje de Jesús en un mundo que parece que se ha olvidado de Él?

Miércoles de la IV semana del tiempo ordinario

Mc 6, 1-6

Jesús nos enseña en este pasaje lo difícil que puede ser nuestro trabajo de evangelización entre los nuestros, en nuestra casa, en nuestro centro de trabajo, incluso en nuestros barrios.

Hay situaciones en nuestra iglesia que parecen cumplir cabalmente este proverbio que hoy nos ofrece Jesús: cuesta trabajo aceptar a los hermanos aun en los más sencillos servicios.  Es difícil aceptar, por ejemplo, como ministro de la comunión a quien conocemos de toda la vida y reconocemos sus cualidades, pero también conocemos sus defectos. En nuestros grupos preferimos a las religiosas o al sacerdote que a un vecino nuestro aunque esté bien preparado. 

Así imaginemos a Jesús que se ha encarnado plenamente en su pueblo, que lo conocen como hijo del carpintero José y que han convivido con Él todo el tiempo.  Es cierto que un primer momento causa admiración y todos se preguntan ¿cómo es posible?, ¿Dónde ha aprendido?  Les llama la atención el origen de sus palabras, la sabiduría que posee y los prodigios que realiza.  Pero todo esto contrasta con la familiaridad que sus paisanos creían tener con Él, dado que conocían a sus padres y a sus hermanos.

Para los que se relacionan con Jesús, tanto en los tiempos de la primera comunidad, como para nuestra comunidad actual, resulta inquietante y hasta incomprensible la humanidad de Jesús, tan cercano, tan de casa, tan de familia, lo hemos sentido que hasta podemos quedarnos sin fe, sin reconocerlo y sin aceptar su amor.

Hoy, tendremos que dejarnos tocar por este Jesús tan cercano, tan nuestro, pero que quiere establecer y profundizar una relación con nosotros.  Quizás, también a nosotros, nos pase que toda la vida lo hemos visto, hemos vivido en un ambiente de familiaridad con el Evangelio y ya no nos causa sorpresa.  Y si no nos toca en nuestro interior, si no llega a nuestro corazón, entonces, tampoco Jesús podrá hacer milagros en medio de nosotros.

Te invito a que este día, en las personas, en los acontecimientos y en el mismo Evangelio te dejes encontrar por Jesús y lo encuentres como algo novedoso, diferente, inquietante, para que también en ti haga milagros.  Reconoce al Jesús que está cerca de ti y camina contigo.

Martes de la IV semana del tiempo ordinario

Mc 5, 21-43

Hoy el Evangelio nos presenta dos milagros de Jesús que nos hablan de la fe de dos personas bien distintas. Tanto Jairo —uno de los jefes de la sinagoga— como aquella mujer enferma muestran una gran fe: Jairo está seguro de que Jesús puede curar a su hija, mientras que aquella buena mujer confía en que un mínimo de contacto con la ropa de Jesús será suficiente para liberarla de una enfermedad muy grave. Y Jesús, porque son personas de fe, les concede el favor que habían ido a buscar.

El elemento que hace posible la acción de Dios, incluso de manera extraordinaria, es la fe.


La primera fue ella, aquella que pensaba que no era digna de que Jesús le dedicara tiempo, la que no se atrevía a molestar al Maestro ni a aquellos judíos tan influyentes. Sin hacer ruido, se acerca y, tocando la borla del manto de Jesús, “arranca” su curación y ella enseguida lo nota en su cuerpo. Pero Jesús, que sabe lo que ha pasado, no la quiere dejar marchar sin dirigirle unas palabras: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad»

A Jairo, Jesús le pide una fe todavía más grande. Como ya Dios había hecho con Abraham en el Antiguo Testamento, pedirá una fe contra toda esperanza, la fe de las cosas imposibles. Le comunicaron a Jairo la terrible noticia de que su hijita acababa de morir. Nos podemos imaginar el gran dolor que le invadiría en aquel momento, y quizá la tentación de la desesperación. Y Jesús, que lo había oído, le dice: «No temas, solamente ten fe». Y como aquellos patriarcas antiguos, creyendo contra toda esperanza, vio cómo Jesús devolvía la vida a su amada hija.


Dos grandes lecciones de fe para nosotros. Desde las páginas del Evangelio, Jairo y la mujer que sufría hemorragias, juntamente con tantos otros, nos hablan de la necesidad de tener una fe inconmovible.

Creer significa confiar aun ante la evidencia contraria; creer significa tomar los riesgos de ser criticados, creer es actuar, diría el Apóstol Santiago. Muchas veces nuestra fe queda solo a nivel de razón y no de actuación.

La verdadera fe es notoria pues expresa sin lugar a dudas la confianza y el abandono total en Dios. ¿Cómo es tu fe? ¿Es una fe intelectual, o es una fe que ante la evidencia contraria continúa diciendo: No entiendo Señor, pero creo que tú me amas y que harás lo que sea mejor para mí y para los míos?

Podemos hacer nuestra aquella bonita exclamación evangélica: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad»

Viernes de la III semana del tiempo ordinario

Mc 4, 26-34

Como continuación de la explicación de la parábola del sembrador, Jesús nos presenta cómo es que crece el Reino.

Nos deja ver que no es nuestro esfuerzo el que hace crecer el Reino sino la fuerza y la vida que ya está en él.

A veces pensamos que nuestro esfuerzo de evangelización no está resultando y no da fruto. Sin embargo la acción escondida de Dios en el corazón de aquellos con los que compartimos la Palabra y nuestro testimonio cristiano va haciendo germinar en ellos la vida del Espíritu.

Por otro lado, parecería que nuestro esfuerzo es muy pequeño, sin embargo ese pequeño grano, ese esfuerzo por hacer que Dios sea conocido y amado, crecerá con la gracia de Dios, hasta ser un gran árbol.

Por lo que no debemos de desanimarnos; lo que Dios espera de nosotros es que ayudemos a esparcir la semilla y que tengamos fe en el poder que encierra en sí mismo el Evangelio y el testimonio cristiano.