Bar 1,15-22; Lucas 10, 13-16.
Hoy iniciamos la lectura del profeta Baruc, como iniciamos cada celebración eucarística, reconociendo nuestros pecados.
El acto de constricción sincero se hace más doloroso al recordar la bondad del Señor. Baruc expresa el arrepentimiento del pueblo: “hemos pecado contra el Señor y no le hemos hecho caso, lo hemos desobedecido y no hemos escuchado su voz, ni hemos cumplido los mandamientos que Él nos dio”
La confesión de la propia culpa, para el pueblo de Israel, es su búsqueda para reintegrarse a la Alianza. Recordando la grandeza y bondad del Señor quieren redimir la Alianza con Él pactada.
Con Cristo, la oración penitencial y la confesión de las culpas adquieren un nuevo sentido. Por la sangre y la resurrección de Cristo obtenemos la misericordia y el perdón de los pecados.
La penitencia, es ahora, una confesión gozosa y gratificante de la misericordia de Dios. El reconocimiento de nuestros pecados es el primer paso para encontrar nuevamente la paz. Ningún enfermo se puede curar sino acepta primero su enfermedad.
¿No estaremos mirando angustiados nuestros pecados? ¿Reconocemos el gran amor de Cristo que nos lava y nos deja limpios?
Pero el perdón de Jesús no nos lleva a una especie de conformismo o pasividad interior, pensando que Él ya ha obtenido para nosotros el perdón, sino al contrario, nos urge a una mayor lucha contra todas nuestras equivocaciones. La reconciliación nos invita a purificarnos siempre más y a vivir en mayor armonía con Dios, con los demás y con nosotros mismos.
Hoy tenemos que reconocer las intervenciones amorosas de Dios a favor de cada uno de nosotros y buscar sinceramente la reconciliación. Exclamemos con el salmo: “Por el honor de tu nombre, Señor, líbranos”.
Las ciudades condenadas en el evangelio por Jesús acusan ese grado de indiferencia y apatía, y de no reconocer sus propios pecados. No nos parezcamos a esas ciudades de Corazaín, de Betsaida que reciben el reproche del Señor porque no se han convertido. El primer paso para la conversión es reconocer el propio pecado y ponerlo frente a la bondad grande y misericordiosa de Dios.
Hoy, así, vivamos este día en arrepentimiento, en conversión, pero en cercanía y confianza con el Dios que nos salva.
Si el hombre es honesto descubrirá en su vida el rastro amoroso de Dios. De este Dios que nos busca, que no se cansa de hacernos el bien, de un Dios que a pesar de nuestras infidelidades continúa manifestándose con amor. Jesús hoy reprocha a estas ciudades que no fueron capaces de descubrir todo lo que Dios había hecho por ellas; no fueron capaces de cambiar su vida ni aun viendo la obra de Dios en ella. No permitas que esto pase en tu vida…
Pidamos, pues a Cristo que nos conceda hoy la gracia de querer convertirnos a Él.