La Virgen del Carmen

Con el gozo que proporciona celebrar una fiesta en honor de la Madre de Dios, honramos hoy a la Virgen bajo la advocación del Carmen que, cada mes de julio, se hace un hueco especial en cada corazón y en cada familia. La devoción por la Virgen del Carmen hunde sus raíces en el Antiguo Testamento en torno al monte Carmelo, donde Elías, el profeta, solía retirarse para encontrarse con el Señor. Andando el tiempo, se formaliza en el Medievo, cuando a las comunidades de monjes reunidas en ese monte, San Alberto, Patriarca de Jerusalén, da algunas normas para vivir una vida centrada en la devoción por la Virgen Madre, que confirma dicha elección entregándoles el “escapulario” al invocar la protección de la Virgen, Madre de los frailes y monjas carmelitas, los cuales han propagado esta devoción en la Iglesia para bien de todos los cristianos. Invocamos a la Virgen del Carmen como “Puerta del cielo” en el peligro de la muerte y también como “Estrella del Mar” que orienta a sus hijos en aquellas situaciones en las que podemos hundirnos por la falta de esperanza, de la misma manera que zozobra un barco cuando los vientos son contrarios. Santo Tomás de Aquino dejó escrito: «A María Santísima se la llama Estrella del mar porque, de la misma manera que por la estrella se dirigen los navegantes a puerto, así, por medio de María, se dirigen los cristianos a la gloria». Y el gran San Bernardo exhortaba diciendo: «Mira a la Estrella, invoca a María», trayéndonos a la memoria que María es imagen de la misericordia que nos viene de Dios. Así es: del profeta Elías cuenta la Escritura que, en cierta ocasión en la que rezaba a Dios por la lluvia -después de una sequía de años- le avisaron de que ya se veía en el horizonte una pequeña nube. El profeta comprendió que era el presagio de la gran lluvia que vino a continuación, confirmando así la oración del profeta a Dios. En su larga tradición, la Iglesia ha visto en esa “nubecilla” que apareció en el Monte Carmelo un anuncio de María que nos trajo al mundo a su Hijo y a través de Él nos llegaría la más grande lluvia de gracias sobre todos nosotros: el Santo Espíritu de Dios. Todos necesitamos este “rocío” celestial que hace de nosotros verdaderos hijos de Dios e hijos de María.

El Evangelio que ha sido proclamado nos presenta a María a los pies de la Cruz: «Junto a la Cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y la otra María, la de Magdala» (Jn 19, 5). Y Jesús, dirigiéndose a su Madre, le invita a caminar en el decisivo tramo de la fe: «Jesús, viendo a su Madre, y al lado al discípulo que tanto quería, dijo a la Madre: ¡Mujer, ahí tienes a tu hijo! Y después dijo al discípulo: ¡Ahí tienes a tu Madre!» (Jn 19, 26-27). ¿Qué pueden significar estas palabras pronunciadas en el momento más grande de la historia? Jesús quiere decirle a la Virgen: “Madre, no llores por mí: tú sabes que Dios es amor, tú ves el amor de Dios porque sabes poner tu mirada donde ningún otro es capaz de ver. Madre, ¡ama con el mismo amor de Dios! ¡Sé Madre, más aún, yo te lo digo, tú eres Madre!”. Y puesto que María acogió en el corazón el Amor de Dios, se transforma en la más grande presencia del Amor de ese Dios en el desierto de amor de la humanidad. Desde ese momento, la Virgen es oración viviente por cada uno de sus hijos. María es, desde entonces, quien intercede por nosotros en todos los lugares del mundo. Ésa es su misión de madre, y ya para siempre. En nuestro país, la Virgen del Carmen es también Patrona de todas las gentes del mar. La Madre y Estrella del Mar nos ayuda a través de nuestra singladura por el océano de la vida y nos guía por sus procelosas aguas hacia el puerto seguro, que es siempre la salvación que nos ha traído su Hijo. Esta devoción por la Madre de Dios es la que nuestros mayores nos enseñaron a buscar desde niños. La protección de la Virgen del Carmen nos introduce en el hondón de nuestra existencia y siempre se encuentra ahí como madre que es para acompañarnos y consolarnos en los momentos difíciles. Ante Ella nos postramos llevando devotamente su Escapulario, signo de su ser Madre y de la salvación divina. En efecto, con esa tela o pequeño manto recordamos que, de la misma forma que Jesús fue envuelto en pañales por la Virgen, también nosotros queremos, como Jesús, ser cubiertos por su manto, que es signo de la protección maternal de María. Y con el santo escapulario manifestamos nuestra pertenencia a la Virgen María: llevamos un signo que nos distingue como sus hijos amados. El escapulario es para cada uno de nosotros símbolo de la consagración a María como nuestra Madre. Y consagración significa pertenencia: “pertenecer a María” es entregarnos a Ella para que nos guíe, nos enseñe, nos moldee por su sabiduría y amor maternal y poder así llegar al destino final de nuestra existencia, el puerto seguro de la vida eterna que es el encuentro definitivo con su Hijo Jesús. Por tanto, hermanos, cubiertos de ese “escudo de salvación”, reavivemos nuestra devoción y nuestro deseo de caminar por la vía de la santidad, renunciando al pecado, que es siempre lo que divide y rompe las familias, hundiendo a sus miembros en la soledad y el desamparo. Dejémonos alcanzar por el ejemplo de la Virgen Madre, que siempre llevó a su Hijo en el corazón, de la misma manera que lo engendró en su seno. Que la Virgen del Carmen proteja a nuestro pueblo, y que la devoción hacia ella sea para nosotros una potente luz que nos ilumine, de manera que, como Jesús, pasemos por este mundo “haciendo el bien”. Y el bien más concreto que podemos realizar es convertirnos en transmisores de esta misma devoción a nuestros hijos, como nosotros la recibimos de nuestros padres. Enseñémosles, como recordaba San Bernardo, qué significa eso de “Mira la Estrella, invoca a María” para que puedan ir por la vida – sobre todo los adolescentes y jóvenes, sabiendo que la misma edad los lleva a veces por caminos a veces arriesgados- con la seguridad de que, en manos de la Virgen, estamos siempre cerca de Jesús y no hay más alegría y seguridad que sentirnos parte de esta Familia en la que el Señor se nos ha hecho presente. Que, por sus ruegos, el Señor derrame su bendición sobre todos nosotros.

Miércoles de la XV semana del tiempo ordinario

Mt 11, 25-27

A veces se dice: «Yo no sé hacer oración».

Esto hace o haría pensar que la oración es algo complicado, algo difícil que solo algunas personas pueden hacer.

Jesús dice hoy que es precisamente la gente sencilla quien pude comprender el grande misterio de la Oración (y en general de los grandes misterios de Dios).

Orar no es otra cosa que dirigirse con humildad y sencillez a Dios, como un amigo a otro con sus propias y, algunas veces, toscas palabras.

Es en el ejercicio de esta actividad, considerada por muchos como pérdida de tiempo, en donde el Hijo revela al Padre, en donde se pude llegar a conocer el amor y la plenitud de Dios, en donde el hombre encuentra el verdadero sentido de su vida.

Así le ha parecido bien al Padre.

Dediquemos pues suficiente tiempo a nuestra oración personal y hagámosla con humildad y sencillez, pues así le gusta al Padre.

Martes de la XV semana del Tiempo Ordinario

Mt 11, 20-24

De nuevo Jesús insiste, ahora desde otro ángulo, en la resistencia a la conversión.

Seguramente que si somos honestos nos daremos cuenta que han sido diversas ocasiones a lo largo de nuestra vida (o en la de algunos hermanos) en las cuales hemos sido conscientes del paso de Dios por ella.

No podemos negar que Dios ha operado en nosotros signos y prodigios (sino como los realizados en estas ciudades, si revisamos con atención nuestra historia veremos los visibles de las maravillas de Dios).

Por ello el Señor nos invita a reflexionar hoy en cómo hemos y estamos respondiendo a estas gracias, a esta actuación continua y salvífica de Dios.

No podemos mantenernos indiferentes a la acción de la gracia, a la invitación de Jesús a cambiar de vida y a consagrársela a Él.

Jesús espera de cada uno de nosotros una respuesta generosa, ¿estaremos dispuestos a dársela?

Lunes de la XV semana del Tiempo Ordinario

Mt 10, 34-11; 1

En este pasaje Jesús afirma la superioridad del Reino sobre cualquier otro valor en el mundo incluyendo los más valiosos como puede ser la misma familia.

Debemos notar que el término que utiliza Jesús es un término de relatividad, es decir: «más que», por ello cuando cualquier valor se opone al Reino éste debe ser tenido por menos. Y es que la realidad y los valores del Reino, como lo ha hecho ver Jesús, muchas veces son diversos e incluso contrarios a los del Reino lo que crea es una rivalidad de parte del mundo contra el cristiano.

La misma familia no está exenta de esta realidad. Es la invitación clara de Jesús de llevar nuestra vida cristiana hasta las últimas consecuencias. Esta no es fácil, por ello dice: «el que no toma su cruz y me sigue», pues, si es difícil el ser rechazado por el mundo, lo es mucho más el serlo por la misma familia…

No se trata de rechazar, ni al mundo, ni a la familia, ni a los amigos, se trata de amar por sobre todas las cosas a Jesús y la vida evangélica y de hacer una opción radical que nos lleve a transparentar a Jesús. Es una opción de fidelidad total.

Viernes de la XIV Semana del Tiempo Ordinario

Mt 10, 16-23

Ante la lectura de este pasaje podríamos preguntarnos: ¿Por qué habrían de perseguir a los seguidores de Jesús? ¿Por qué me han de perseguir a mí? La respuesta la da el mismo Jesús (en el evangelio de Juan): «Si a mí me persiguieron, a ustedes también los perseguirán».

Esta persecución es debida a que la vida cristiana muchas veces se opone radicalmente a los intereses egoístas del mundo. Por eso cuando una persona verdaderamente se convierte en un «discípulo» de Jesús, dado que sus criterios y valores se regulan por el evangelio y su vida es dirigida por el Espíritu Santo, los amigos, a los cuales les gusta mantener conversaciones obscenas o irreligiosas, frecuentar lugares inconvenientes o realizar acciones contrarias a la moral y principios cristianos, comenzaran a rechazarlos, a no invitarlos y a excluirlos del grupos de «amigos».

Lo mismo si el cristiano hace manifiesto su «discipulado» en la oficina viviendo las normas de la justicia, muchas veces no encontrará apoyo en sus compañeros, e incluso, si llega a oponerse radicalmente a la injusticia, puede hasta perder el puesto. Efectivamente la vida cristiana no siempre es fácil, pero es la única vida que proporciona al hombre la verdadera paz y la alegría interior que no tienen fin. Hoy más que nuca Jesús necesita de hombres y mujeres fieles al Evangelio que sean capaces de testificar ante los demás su amor por Él.

No tengas miedo, Él nos ha ofrecido que estará con nosotros y que en ese momento seremos asistidos por la fuerza y el poder del Espíritu Santo.

Jueves de la XIV Semana del Tiempo Ordinario

Mt 10, 7-15

De nuevo Jesús, ahora en otro contexto, advierte del peligro de rechazar el anuncio del Reino. Este es quizás uno de los grandes problemas por los que atraviesa nuestra sociedad: el rechazo del anuncio evangélico.

Ciertamente este rechazo no es expreso, sin embargo esta pereza de ir a misa, de asistir a retiros, de no involucrarse en la parroquia, de no estar abierto a la instrucción de la Iglesia (obispos, sacerdotes, del mismo Papa), expresa con bastante claridad el rechazo que el mundo y nuestra sociedad hace del anuncio del Reino.

Por otro lado si bien es cierto que no hay una negativa concreta de hospedar a un ministro de la palabra (sea sacerdote o laico), en muchos de los cristianos se nota una falta de interés por cooperar abiertamente en la proclamación del evangelio; no se nota este compromiso en donde uno pone a la disposición del Reino, su persona e incluso sus propios bienes, a fin que el mensaje del evangelio se difunda.

Debemos estar atentos, pues la advertencia de Jesús es clara: Yo les aseguro que en el día del juicio Sodoma y de Gomorra, serán tratadas con menor rigor que aquella ciudad. Busquemos siempre la manera de aceptar la invitación de Jesús a una conversión más profunda y de cooperar para que toda nuestra comunidad pueda conocer y vivir al mensaje del Reino.

Miércoles de la XIV Semana del Tiempo Ordinario

Mt 10, 1-7

Generalmente se tiene la idea de que el Reino de los cielos es el cielo en sí mismo y que por lo tanto se vivirá solo después de la muerte. La realidad es que el Reino de los cielos es el cielo vivido en la tierra; es vivir ya una realidad que llegará a la plenitud en la eternidad. 

Esta realidad se identifica sobre todo con un estado interior del hombre que lo lleva a experimentar continuamente la paz, la alegría y a superar cualquier clase de dificultad. Es la vida que el hombre experimenta por estar habitado del Espíritu Santo. 

Con esta condición interior, el hombre es capaz de construir una sociedad diferente pues percibe a los demás como sus hermanos. Por ello san Pablo dice que el Reino de los cielos es: Justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo.

Jesús les decía a sus discípulos que anunciaran que «el Reino estaba cerca». Pues ahora, después de la muerte y resurrección del Cristo y con el envío del Espíritu Santo, el Reino es una realidad para todos los bautizados. 

Hagámonos conscientes de esta realidad y unámonos a los apóstoles para hacer del conocimiento de los demás, que el Reino de los cielos pude ser ya una realidad para todos.

Martes de la XIV semana del Tiempo Ordinario

Mt 9, 32-38

En este mundo individualista en el que muchos de nuestros hermanos viven solo para sí, sin ver a los demás, Jesús nos recuerda que no estamos, ni viajamos solos. Jesús vio a todas estas personas que necesitaban de alguien que los instruyera, que los ayudara a mejorar su vida a descubrir y construir el Reino de los cielos, y dice la Escritura que: «Tuvo compasión de ellos».

Si la evangelización, y la promoción social a la que nos invita el evangelio no avanza, o no avanza como debería, es porque a muchos de los cristianos nos falta «sentir compasión» de aquellos que no conocen la verdad del Evangelio, porque solo pensamos en nosotros mismos; porque es suficiente que yo conozca a Jesús, me reúna con mis hermanos a orar y a dar gloria a Dios sin pensar que también nosotros somos el medio para que ellos lo conozcan y lo amen; porque el Evangelio se separa de la caridad y del servicio y esto hace que se interprete como una filosofía.

Debemos orar al Señor que envíe operarios a la mies… Sí, pero sería más importante, al menos en estos momentos de la historia, que oráramos para que el Señor nos haga reconocer en nosotros mismos a estos operarios, para que el Señor verdaderamente mueva nuestro corazón a la compasión por los demás y al celo por el evangelio.

Lunes de la XIV semana del tiempo ordinario

Mt 9, 18-26

La carta a los Hebreos dice: «Jesucristo es el mismo de ayer, de hoy y por siempre». Sin embargo nuestro mundo tecnificado y lleno de agitación y de autosuficiencia nos ha llevado a crear una imagen reducida del Señor.

El evangelio de hoy, con dos pasajes en los cuales Jesús, por medio de dos grandes milagros nos muestra no solo su poder sino su identidad como Hijo de Dios, como verdadero Dios, debía llevarnos de nuevo a reflexionar en la imagen que tenemos sobre Jesús. Muchas veces pensamos que trabajamos solos, que debemos resolver todos nuestros problemas solos, que debemos recurrir a Jesús solo cuando las cosas han llegado a tal grado que no podemos más (enfermedad, crisis económica, etc.). sin embargo Jesús nos acompaña con su poder y su amor a lo largo de todo nuestro día. Él es capaz de cambiar el rumbo de nuestra actividad y de toda nuestra vida…es Dios, es el Emmanuel, el «Dios con nosotros». El elemento común en estos dos episodios es la fe: tanto el Jefe de la Sinagoga como la mujer con el flujo de sangre, fueron capaces de reconocer en Jesús, al verdadero Dios, al Dios que cambia la historia y la lleva a la plenitud.

Dejemos que Jesús tome el control de nuestra vida cotidiana; nos sorprenderemos de ver el poder de Dios todos los días.

Santo Tomás

Celebrar a un santo apóstol es celebrar el amor salvífico de Dios en Cristo Señor, realizado en la comunidad eclesial.

Hoy celebramos a uno de los doce compañeros de Jesús, a uno de los primeros testigos de su resurrección.  Este fundamental ministerio cristiano: el testimonio de la resurrección, se ve acentuado muy especialmente en la figura de Tomás.

Un Papa llamado San Gregorio Magno en una de sus homilías decía: «Creen que todo esto sucedió por acaso: el que el discípulo estuviera primero ausente, que luego al venir oyese, oyendo dudase, al dudar palpase, y al palpar creyese?  Todo esto sucedió por disposición divina.  Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos.»

San Gregorio también nos hace reflexionar: «Lo que creyó superaba a lo que vio.  En efecto, el hombre mortal no puede ver la divinidad.  Por esto lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al decir: ‘Señor mío y Dios mío!’  El, pues, creyó a pesar de que vio, ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada».

Para nosotros son las palabras de Cristo: «Dichosos los que creen sin haber visto».  Nosotros tenemos que pasar de los signos que vemos a la presencia del Señor, que no vemos.  El Señor presente en su Iglesia, en la liturgia, en la Eucaristía, en el prójimo, sobre todo en el pobre.

Nuestra fe en Cristo tiene que traducirse en obras, en lo práctico y concreto de nuestra vida.  No olvidemos lo que Pablo dice de los malos cristianos: «Dicen que conocen a Dios, pero con sus obras lo niegan» (Tito 1,16), o Santiago: «La fe, si no va acompañada de las obras, está muerta» (2,26).

Digamos en esta Eucaristía con toda nuestra fe, y fe comprometida, la exclamación de Tomás: «Señor mío y Dios mío».